Anatxu Zabalbeascoa

Gente que cuenta


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a favor de una causa mayor. Pero también entendí que nunca sería una santa.

      ¿Sus padres eran testigos de Jehová?

      Mi madre. Mi padre no era religioso, pero leía la Biblia. Creía que era gran literatura y me lo transmitió.

      Con diecinueve años tuvo un hijo y lo dio en adopción. ¿Ha vuelto a verlo?

      ¿Puedo contestar en privado?

      Claro, pero lo pregunto porque habla de ese episodio en sus memorias asegurando que no pasa un día sin pensar en él.

      Logré contactar con él. Dijo que quería ser parte de nuestra familia pero de manera privada. ¿Contesta eso su pregunta?

      Tengo otra: ¿prefiere que no mencionemos este tema?

      Haga con esta información lo que crea que puede ser más útil para todos.

      Entre sus modelos siempre cita a Jo, la hermana escritora de Mujercitas, y a Jim Morrison, el cantante de The Doors. ¡Menuda combinación!

      Morrison relacionó poesía y rock and roll, pero el que realmente me indicó un camino fue Dylan, simplemente porque lo probó todo. Me parecía como Picasso: nunca ha dejado de cambiar. Cuando alguien que cambia es tu modelo, el mensaje es: debes buscar tu camino de distintas maneras.

      ¿Por eso se quedó en blanco al cantar «A hard rain’s a-gonna fall» cuando recogió el Nobel en su nombre?

      Fue humillante. La orquesta estaba tocando, los reyes mirándome, la cámara enfocándome y sentí el horror. Nunca me había intimidado subir a un escenario. Pero lo extraordinario sucedió después: recibí una avalancha de mensajes. El fallo humanizó mi actuación. Los momentos que explican nuestra humanidad son los que nos llegan. Aprendí una lección: la gente perdona un error en público si eres honesto y cuentas lo que te está pasando.

      Relaciona el arte con el atrevimiento.

      Burroughs lo decía: «Un artista ve lo que otros no ven». Robert quería hacer algo que nadie hubiera hecho.

      ¿Y usted?

      Para mí no se trata de conseguir lo nunca visto. Creo que el arte te acerca a lo que la gente llama Dios. Como artista busco revelaciones. Para mí el arte es un viaje de descubrimiento.

      Prefiere los artistas que transforman su tiempo a los que lo reflejan.

      Yo quiero que el arte me lleve más allá del mundo en el que estoy. No leo mucha no ficción a menos que esté estudiando algo porque solo la ficción tiene un lugar para la improvisación y lo inesperado. Me sucede igual con la música. Prefiero escuchar a Coltrane y que cada vez sea distinto. Me gusta más lo que se redefine continuamente que lo que permanece inalterable.

      ¿Qué ha transformado usted como artista?

      Tengo una banda y soy mujer. Pasé de escribir poesía a cantarla sobre un escenario convirtiéndola en rock. Las únicas normas que tengo son las del decoro. Cuando escribí Éramos unos niños decidí hacer un libro responsable. Todo lo que sale es cierto. No solo lo que hizo Robert (Mapplethorpe), o la naturaleza de nuestra relación. También cualquier dato sobre las librerías o sobre el precio de un perrito caliente. No es un trabajo de fantasía: todo ocurrió. Pero más allá de ese libro, que Robert me pidió, soy fiel a mi búsqueda, no a los hechos.

      ¿El Chelsea Hotel fue su universidad?

      No terminé mis estudios, pero allí tenía al profesor William Burroughs o al profesor Allen Ginsberg, las grandes mentes de un momento, en la habitación de al lado.

      De niña era una gran lectora. ¿Por qué no estudió en la universidad?

      Empecé en una, pero tenía que trabajar en la fábrica. No era suficientemente buena como para conseguir una beca. No conseguía esforzarme por lo que no me gustaba. Mi madre trabajaba todo el día de camarera y mi padre era obrero. Pero no tenían prejuicios. Eso los hacía creíbles. Crecí en un ambiente de carencias materiales pero no mentales. Discutían todo el rato. Muchas veces por dinero. Pero permanecieron siempre juntos no porque tuvieran hijos, porque se reían juntos.

      ¿Se aprende algo de la escasez?

      Es un romanticismo y una realidad. A día de hoy yo no necesito mucho. El otro día estaba con mi hija y me pidieron que firmara un libro. Iba con una camisa a rayas igual que la de la foto del libro que era de 1972. Mi hija dijo: «Mira, eres la misma persona».

      ¿Lo es?

      Creo en la evolución, pero veo que mis excentricidades siguen siendo las mismas.

      ¿Todavía se viste en tiendas de segunda mano?

      Compro muy poco. Me duran las camisas que compré hace treinta años y una amiga me hace las chaquetas. En general llevo ropa de hombre.

      Cuando Mapplethorpe era su novio, usted llevaba corbata y él pantalones de lamé.

      A él sí le gustaba acicalarse. Para mí la ropa de hombre es más ligera. Suele ser más cómoda y te permite moverte. Lo mínimo que pido de la ropa es que no me oprima.

      Vivió rodeada de las drogas de sus amigos, pero ha descrito el café como su única adicción.

      Nunca he tenido adicciones porque crecí con una madre que fumaba dos paquetes al día y cuando no tenía dinero para tabaco, la veía llorar de ansiedad. Decidí que no quería depender de algo que, en su ausencia, me hiciera sentir así. Además, fui una niña enfermiza. Tuve tuberculosis y mi madre tuvo que luchar para mantenerme con vida. ¡No iba a ir a Nueva York a tirar todo ese esfuerzo a la basura! Luego, en el Chelsea Hotel, vi cómo se morían amigos que de repente dejaban de estar. Janis Joplin tenía pocos años más que yo y murió de sobredosis. Puede que fuera romántica con el tema del hambre para convertirme en artista, pero nunca lo fui con la muerte temprana. Soy una superviviente. Tengo setenta y tres y espero vivir hasta los noventa y tres.

      Puede que sí mitifique el café: le dio dinero a un camarero para que abriera su propio local.

      Y casi abrí uno yo. Lo quería llamar Café Nerval: un sitio pequeño que solo sirviera café, pan y aceite de oliva.

      ¡Un negocio redondo!

      El amor por el café me viene de la infancia. Mis padres lo tomaban nada más levantarse y a nosotros no nos daban. Eso me fascinaba.

      Nerval escribió en Aurelia: «Los sueños son una segunda vida». ¿Sus últimos libros son eso?

      Soy una soñadora diurna. A veces pienso en un estudio en Nueva York que me encanta. No puedo pagarlo, pero imagino que una anciana me lo ofrece porque ella ya no lo necesita. Me lo paso bien imaginando. Lo dijo Stevenson: «Somos dos: uno camina en el mundo y el otro, en sueños».

      En sus libros cuenta todo tipo de problemas, pero no los de su familia. ¿No tenían?

      Claro. Mi marido murió cuando mis hijos tenían seis y doce años. Sabemos mucho de pérdidas, pero ni por un segundo olvido lo que la gente está sufriendo en el mundo. Cuando era joven, solo quería ser artista. No tenía ningún anhelo de fundar una familia y tener hijos. Pero lo hice e inauguré un sendero que terminó por salvarme la vida. Proteger su infancia hizo que mi empatía se expandiera.

      Para hablar de racismo describió a Billie Holiday con su gardenia, su chihuahua y su vestido arrugado por tener que dormir en un banco cuando no la admitieron en un hotel.

      No soy una activista como Greta Thunberg o como mi hija, pero trato de utilizar mi voz.

      Ha escrito que supo quién era Pessoa no por lo que escribió, sino por lo que leyó.

      Al final eres lo que guardas. Y en su biblioteca Pessoa tenía a Blake, a Baudelaire y novelas policiacas.

      ¿Qué tiene que poseer un escritor para quedarse en la suya?

      Un idioma. Rimbaud está conmigo desde que tengo diecinueve años. También Nerval. Son guías. No he necesitado entender todo lo que decían. La clave es que te llegue algo.