Lógicamente, apartar la posibilidad de encontrarse la verdad (objetiva, absoluta, externa) en el proceso no es lo mismo que negar alguna importancia para que este sea un parámetro de referencia.
Aunque en la óptica aquí sustentada la noción de verdad absoluta sea intangible, parece correcto que eso no significa adscribirse a alguna concepción radicalmente escéptica o concluir por el “imperio de la falsedad en el proceso”. Por el contrario, la postura aquí asumida pretende apenas mostrar que la “excusa de verdad”, así sea utilizada por muchos procesalistas para defender ciertas concepciones en el proceso civil nacional, parte de premisas manifiestamente equivocadas y absolutamente insustentables.
Así, por ejemplo, cuando se pretende “relativizar la cosa juzgada” bajo el argumento de que el “orden constitucional no tolera que se eternicen injusticias con el pretexto de no eternizar litigios”81 —como si fuese posible apartar la cosa juzgada porque la decisión no encontró la verdad sobre los hechos de la causa y por ende genera una solución injusta— parece evidente recurso a la idea de “verdad absoluta” como el soberano criterio del proceso. El argumento de la necesidad de revisar sentencias cuando la prueba entonces obtenida no refleja la “verdad de los hechos” o de que instrumentos más recientes de prueba deben siempre autorizar la revisión de juzgamientos anteriores parece claramente reflejar el pensamiento que queremos evitar.
Como afirma Laércio Becker, “la búsqueda frenética de la verdad no pasa de ser una barrera de automatismo y supuesta infalibilidad que intenta tornar innecesario cualquier prurito ético en la decisión judicial”82. En efecto, al cogerse un concepto claramente imposible y manifiestamente inalcanzable para ofrecer cierta respuesta a un problema ético judicial, la doctrina esconde el verdadero problema y abre la oportunidad a una solución cualquiera en la que quedan suspendidas todas las exigencias de argumentación razonable.
Recuérdese que el mito de la verdad ya fue el discurso que legitimó la tortura83 y las ordalías. En algunas culturas más recientes el mismo postulado autorizó la práctica de la magia y el recurso a oráculos en el campo procesal84. En la actualidad brasilera, no son raros los ejemplos de decisiones que sustentan sus conclusiones a la “verdad sustancial”85, dando mayor fuera al mito y mayor eco a esa ilusión de perspectiva.
Por cuenta de eso, aunque la pretensión de verdad constituya una de las premisas del discurso jurídico —y del discurso en general— es cierto que esa pretensión se impone, pero en sus propios límites deontológicos como ya se vio anteriormente86. O sea, esa pretensión es una de las condiciones que legitima y justifica el diálogo, pero está lejos de reflejar su producto o de pautar la confianza en las conclusiones a las que llega.
Como se observó a partir de las lecciones de Habermas antes expuestas, el discurso exige algunas condiciones previas de viabilidad. Dentro de estas está la pretensión de veracidad y a la sinceridad de los participantes. No obstante, esa pretensión no se equipará a decir que el discurso sólo existe si incidiera sobre algún objeto verdadero o algo de tal género. Eso solo implica decir que el discurso está tanto más legitimado cuando más se aproxima al atendimiento de sus pretensiones.
En consecuencia, se tiene que la pretensión a que el discurso se desarrolle teniendo la intención de que se aproxime a la verdad y excluya las versiones absurdas de hechos es algo bastante razonable. Lo que no se debe tolerar, no obstante, es transformar el mito de la verdad en el objetivo único o principal del discurso procesal, exigiendo del proceso algo que éste no puede dar.
Aunque no parezca necesario, vale recordar que el proceso se orienta por varios valores distintos, siendo la “pretensión de verdad” apenas uno de los puntos considerados en la construcción de procedimientos disponibles. En virtud de eso, es inequívoco que la importancia de otros valores puede implicar limitaciones a la investigación de la verdad. apenas como ejemplo más simple, piénsese en la cosa juzgada. Sin duda, el interés en la preservación de la seguridad y de la estabilidad de la decisión judicial acaba por imponer condicionantes a la verdad (re)construida, lo que evidencia la falta de un compromiso absoluto del proceso con la verdad87.
Por eso, aunque en otros campos el valor “verdad” pueda ser tomado de modo autónomo y aislado, lo mismo no ocurre en el proceso. Aquí, en virtud de la concurrencia de otros valores y de otros intereses, la “verdad posible” recibe contornos más limitados88. Aunque no se llegue al extremo de compartir la visión que defiende la absoluta irrelevancia de cualquier anclaje del derecho y del proceso con alguna verdad aproximativa89, es incuestionable que el proceso no tiene siquiera condiciones de ofrecer una verdad absoluta en su trabajo de valoración de los hechos.
De ello la importancia —negada por Taruffo90— de la noción de procedural justice, como elemento controlador de la legitimidad del procedimiento y de la justicia de la decisión. Inviabilizado el control de esa actividad a partir de la noción de reconstrucción de la verdad de los hechos, resta como forma de legitimación de la actividad judicial la necesaria observancia del proceso adecuado, como fue mencionado anteriormente.
Es, en fin, la atención a la justificación de la decisión judicial y al procedimiento que la antecede la que habrá de legitimidad la actividad estatal.
2 Mittermaier, C. J. A. Tratado da prova em matéria criminal. 2.a ed. Rio de Janeiro: Eduardo & Henrique Laemmert, 1879, p. 78.
3 Esta posición está consagrada en la visión de Aristóteles, con su noción clásica de que “decir tranquilo lo que es, que es, y tranquilo lo que no es, que no es, es verdadero; decir tranquilo lo que no es, que es y tranquilo lo que es, que no es, es falso” (apud Costa, Newton C.A. y Conjectura es cuasi verdad In: Lafer, Celso; Ferraz Jr., Tercio Sampaio (coord.). Direito, política, filosofia, poesia: estudios en homenaje al profesor Miguel Reale, en su octogésimo cumpleaños. Sao Paulo: Saraiva, 1992, p. 78).
4 “Puesto que la actividad procesal tiene por objeto inmediato y primario la calificación jurídica de un hecho de la realidad fenoménica, resulta evidente que el antecedente lógico del juicio de relevancia, y de la consecuente valoración de acuerdo a los paradigmas normativos, del hecho en sí, no puede ser sino aquello representado por el juicio de su existencia histórica. Y tal juicio está subordinado por la convicción del juez como órgano de una función estatal: esta convicción, en definitiva, son preordenadas por las pruebas” (Pisani, Mario. Intorno alla prova come argomentazione retorica. Rivista di Diritto Civile, n. 4, Padova, Cedam, jul.-ago. 1959, p. 460).
5 Liebman, Enrico Tullio. Manual de direito processual civil. Trad. Cândido R. Dinamarco. Río de Janeiro: Forense, 1984. v. 1, p. 4.
6 Así, además, acentúa Carnelutti, al ponderar que “noi sappiamo che il primo compito per giudicare è quello di ricostruire il fatto; non potrebbe il giudice procedere al confronto del fatto con la fattispecie prima di averlo ricostruito” (Diritto e processo. Napoli: Morano, 1958, p. 94). Da mesma forma, v. Furno, Carlo. Contributo alla teoria della prova legale. Padova: Cedam, 1940, p. 11.
7 Carnelutti, Francesco. Diritto e processo cit., p. 124.
8 Micheli, Gian Antonio; Taruffo, Michele. A prova. RePro, n. 16, São Paulo, RT, 1979, p. 168.
9 Significativas son, en este campo, las palabras de Chiovenda, que bien demuestran el espíritu de su época. Tratando la materia y analizando la cuestión de la interpretación del derecho, decía el maestro “cuando se habla de la interpretación se admite en la ley un pensamiento que el juez no hace nada más que aplicar” y, luego, concluye que “la interpretación es obra de la doctrina,