y educamos y en general las influencias a las que nos vemos sometidos a lo largo de nuestro período vital. Expongo cómo vamos dando forma a nuestra (o nuestras) ideas del yo para, en el mejor de los casos, volver a reencontrarnos con nuestro yo central o la esencia de nuestra identidad, aquello que en el fondo de cada uno de nosotros llama por salir, por encontrar el sentido propio de nuestra vida.
A lo largo del libro voy a explicar tanto el proceso de construir las ideas del yo como el camino para sanar las heridas adheridas a nuestro sentido del yo, o los diferentes sentidos del yo, para despejar la visión de nuestra identidad genuina, propia y más verdadera y poder llegar a un centro del yo desde el que podemos gestionar nuestra existencia y ver nuestras experiencias como el agua en la que se refleja nuestra naturaleza esencial, y desde la que emplear el aparato del yo como una herramienta útil para conducir la vida.
En la cura de nuestro dolor y la superación de nuestras dificultades podemos reconocer la naturaleza compasiva que nos caracteriza como profundamente humanos y podemos despertar a una percepción de la vida más vital y pacífica.
Llegando a ser de la forma que somos
Voy a comenzar este apartado por el principio de la llegada de un ser humano a esta vida corpórea; ésta ocurre en el momento de la concepción. En algún momento experimentamos el sentido corporal de nuestro yo, y esto ha de acontecer en el instante en que tenemos una consciencia de cuerpo y una consciencia de estar en un cuerpo en contacto con otro cuerpo, el de nuestra madre. Es a partir de esta conexión inicial con otro ser humano —y a través de éste con otros seres humanos que conforman el contexto y el sistema en el que estamos— cuando vamos siendo influidos por la cualidad de nuestras experiencias y consecuentemente por la cualidad de las experiencias que otros nos proporcionan.
Habitualmente vivimos nuestras vidas sin la consciencia de que «el yo» que nos sentimos hoy es el resultado del concepto de nosotros mismos que «nos hemos ido haciendo» a lo largo de nuestra historia vital; creemos ilusoriamente que nuestro pasado ya pasó y ya no tiene peso en nuestra vida actual. Esto en sí mismo es una creencia ilusoria ya que sabemos que también la cultura en la que vivimos hoy, las leyes y los derechos humanos que hemos consolidado son el resultado del aprendizaje a partir de lo que ha ido ocurriendo en la historia de nuestros países, civilizaciones y de la propia raza humana como especie; hemos ido construyendo nuestra cultura y nuestras tradiciones basándonos en los aprendizajes y errores de nuestros antepasados. La cultura, según la define Geertz en su famoso libro La interpretación de las culturas (1973), es un «sistema de concepciones expresadas en formas simbólicas por medio de las cuales la gente se comunica, perpetúa y desarrolla su conocimiento sobre las actitudes hacia la vida». La función de la cultura es dotar de sentido al mundo y hacerlo comprensible. Algunos de estos legados nos ayudan a llevar una mejor vida y otros se mantienen como principios rectores de «cómo hemos de vivir la vida», pero que ya se han quedado obsoletos, fuera de lugar, porque la razón original por la que fueron elaborados ya no es aplicable en nuestro mundo actual. Aun así, muchos de los sistemas de creencias en los que vivimos, aun siendo limitadores de nuestra felicidad, se mantienen rígidamente inamovibles. Nos agarramos a nuestras creencias, aunque nos dificulten la vida, porque nos dan seguridad, nos hacen la vida falsamente predecible, pero necesariamente estable. Pues bien, lo que nos resulta aceptablemente obvio cuando miramos el presente de nuestra cultura como resultado de la historia de nuestras familias, países, civilizaciones… nos parece absurdo cuando pensamos acerca de nosotros mismos. Habitualmente, cuando hubo dolor, no queremos recordar nuestras vidas, o quitamos valor a cómo nuestras vivencias pasadas han dejado huellas en nuestro sentir, pensar y actuar presentes. Vivimos en la falsa convicción de que «podemos olvidar» lo que nos pasó.
En este capítulo y en el siguiente, pretendo ilustrar cómo todo el legado de nuestras experiencias queda registrado durante toda la vida en nuestro ser psicológico y biológico. Nuestro cuerpo, nuestro organismo al completo, funciona como «la caja negra» que llevan los aviones y que registra los aspectos más sutiles y las incidencias del viaje. Diferencio dos aspectos del sentido de «ser» en cuanto a nuestro sentir más interno y profundo acerca de la propia identidad. Al primer aspecto lo llamo «el sentido esencial del Ser», éste es el aspecto referido a la vivencia de la «esencia pura» que cada uno de nosotros tenemos como seres humanos dignos de amor, esencialmente buenos e inherentemente merecedores de respecto, valía personal y consideración. Todo ser humano viene a esta vida con este derecho y el sentido intrínseco a su naturaleza humana de dignidad y valía. Las tradiciones religiosas, los místicos, los psicoterapeutas transpersonales hablan de este aspecto del ser como «el Ser Esencial», «el alma», «la naturaleza pura de la mente (Rigpa)», «nuestra naturaleza divina», etc.; se trata de este aspecto de la identidad que todos poseemos más allá del concepto de nuestra personalidad, que ya existe antes de tener el nombre que tenemos. Es un aspecto del ser con el que venimos y ya existe antes de entrar en relación con otro cuerpo humano. Existe quizás en estado inmaculado ya en el momento de la concepción. A partir de este momento, la mórula (primer estadio del ovulo fecundado) empieza a tener experiencias en las que el entorno externo aporta información del medio, el cual influye en cómo la genética se va manifestando y conformando (la ciencia que estudia cómo el entorno afecta la biología recibe el nombre de epigenética). Llamaré a este aspecto esencial de nuestro yo el «Yo Esencial».
Como decía Eric Berne, creador del análisis transaccional, todos nacemos príncipes o princesas, pero en el camino de nuestro desarrollo vamos conformando una identidad dolorosa de creernos sapos o ranas; dependiendo de los fallos en las interacciones con los seres humanos de los que dependemos. Este «Yo Esencial» está siempre ahí, es el principio rector de nuestra vida, es lo que en una manera profunda y presentida nos va diciendo si nuestra vida responde o no a nuestra naturaleza profunda y verdadera; es «nuestro guía interno», o la voz de nuestro corazón; es el depósito y fuente de nuestra felicidad verdadera.
Pero a partir de tener experiencias con nuestro entorno, y a consecuencia de sus efectos y la adaptación psicobiológica que ponemos en marcha, podemos hablar de un «yo relacional» o «yo experiencial». Éste corresponde al sentido de nuestro Yo que nos vamos dando, que vamos construyendo, a partir de las interacciones con el entorno y con las personas que se ocupan de nuestra crianza y educación. Este «yo» es el yo que responde a lo que adoptamos como nuestra personalidad, que luego habitualmente tomamos como nuestra identidad real. La palabra ‘personalidad’ viene del griego prósopon, que significa «máscara, rostro» y prósopis que significa «apariencia». En esta etimología se refleja la asunción de que la personalidad es lo que mostramos al mundo social como forma de adaptarnos a lo que hemos entendido que se nos pedía que fuésemos; así pues, es una construcción que sirve al efecto de definir «quién soy para los demás», «qué esperan los demás de mi», y «cómo es la vida». Este sentido del yo generalmente acaba tapando nuestro sentido del «Yo Esencial», identificándonos gene ralmente con lo que creemos que somos, nuestro «yo expe riencial».
Los seres humanos pertenecemos a la especie de los mamíferos y, por tanto, necesitamos vivir en un largo período de dependencia con las personas que actúan como nuestros cuidadores para lograr un desarrollo adecuado. Esto nos hace capaces de desarrollar procesos psicoemocionales elevados y complejos en la escala de las especies al tiempo que nos hace particularmente vulnerables a la influencia de las personas que se encargan de nuestros cuidados. El sentido del yo —«quién soy»– se va construyendo a partir de las primeras interacciones del niño con la madre o quien haga de cuidador primario. Cuando me refiero a las primeras interacciones, como ya he apuntado, incluyo también el período prenatal, ya que el embrión y el feto experimentan una interacción biológica con el organismo y el psiquismo de la madre.
Durante mucho tiempo, los psicólogos, psicoterapeutas, médicos, psiquiatras y neurofisiólogos no han prestado mucha atención a lo que ocurre en la etapa de la vida intrauterina, en parte también debido a que no se disponía de metodologías apropiadas para conocer lo que pasa en este período de la vida. Más recientemente, la psicología prenatal y perinatal ha ido demostrando como el feto tiene percepción y es sensible ya a la voz de la madre, los ruidos del exterior y los cambios en el medio uterino, el ritmo del latido del corazón de la madre, y otros muchos estímulos. Los biólogos han descubierto como la estructuras cerebrales vienen preparadas