vienen ya «marcados» por una notable sensibilidad a los estímulos que puedan señalar un potencial peligro en función de lo que han percibido en la vida intrauterina.
La investigación estudió un grupo de ratas embarazadas que vivían en una condición de seguridad y lo comparó con otro grupo de ratas embarazadas que vivían en una condición de estrés y amenaza constantes. Posteriormente, estudiaron el cerebro de los embriones de ambos grupos de ratas. ¡Lo que descubrieron fue asombroso! El cerebro de los embriones que se habían desarrollado en una condición segura tenían más desarrollado el neocórtex (la región del cerebro desarrollada más tarde en nuestra evolución y encargada del aprendizaje complejo), mientras que el cerebro de los embriones que habían vivido bajo estrés tenían más desarrollado el cerebro emocional (sistema límbico); ésta es la región del cerebro que se encarga de activar una reacción rápida ante la amenaza y el peligro, o sea, la que se encarga de sobrevivir ante el peligro. Lo que esta investigación pone de relieve es que el feto está interactuando con el medio en el que vive, tanto el líquido amniótico como el mundo exterior, y se ve afectado por él. El estado bioquímico de la madre está reflejando el estado emocional en el que está y esta atmósfera está enviando estímulos y señales a los que ya está reaccionando todo el organismo del feto, configurando su estructuración y maduración cerebral temprana. La persona tiende a reaccionar de una manera u otra en función de si percibe el mundo como potencialmente seguro o peligroso. El neurobiólogo Bruce Lipton en su libro La biología de la creencia defiende que cambiando nuestras creencias sobre el mundo y nosotros mismos, cambiamos nuestra biología.
Field et al. (2006) investigaron cómo el sistema nervioso y el perfil bioquímico del recién nacido están conformados por el estado mental de la madre durante el embarazo. Al revisar la literatura de la investigación, Field afirma que los recién nacidos de madres deprimidas muestran un perfil bioquímico/fisiológico que incluye un nivel de cortisol (hormona del estrés) elevado, bajos niveles de dopamina y serotonina, una mayor activación relativa del EEG (electroencefalograma) del córtex frontal derecho y un tono vagal más bajo. Las buenas noticias por parte de este equipo investigador son que el masaje de la madre y del recién nacido durante el embarazo y después del nacimiento pueden cambiar este perfil. Somos seres relacionales tan pronto como nuestro equipamiento neurológico está disponible.
En el libro Epigenetics – The Ultimate Mystery of Inheritance, el autor Richard C. Francis (2011), escribe acerca de la transmisión del estrés en el ambiente del feto.
Cuando una futura madre está estresada, produce más cortisol del que produciría normalmente. Parte de este cortisol se transmite al feto a través de la placenta. Los elevados niveles de estrés que el feto puede experimentar de manera permanente ajustan los parámetros del eje del estrés del feto de manera que lo hacen más sensible y más hiperresponsivo a los acontecimientos estresantes posteriores. Estas alteraciones permanentes en la respuesta del estrés son frecuentemente transmitidas a la programación de glucocorticoides, o eje HHA.[1] Yo lo llamo simplemente «transmisión de estrés». El estrés de una madre puede provenir de múltiples fuentes. Un mal matrimonio, aislamiento social y pobreza son sólo algunos. Los niveles extremos de estrés, tales como los que provoca el TEPT (trastorno de estrés postraumático), pueden también venir de diversas causas. La guerra es un factor que produce TEPT… Los niños cuyas madres sufrieron TEPT como resultado del Holocausto son más propensos a padecer TEPT, aunque no hayan vivido directamente el Holocausto. Resulta interesante que aunque todos los niños de los sobrevivientes al Holocausto son más propensos a la depresión, la segunda generación de pacientes con TEPT sólo se encuentra elevada en aquéllos cuyas madres sufrieron TEPT; no hay tal correlación en los niños cuyos padres (varones) sufrieron de TEPT a consecuencia del Holocausto. Este hecho sugiere un papel importante del ambiente fetal… los traumas vividos a través del útero pueden ser un factor contribuyente a la susceptibilidad… al TEPT.
Por otra parte, también se sabe como la existencia de un niño en la vida intrauterina o su presencia posnacimiento llevan a la madre de vuelta a sus propias experiencias con quien fue su cuidador primario en esas mismas etapas del desarrollo. El ver el malestar, la necesidad, el desamparo y la dependencia de su hijo pueden despertar recuerdos no integrados de la madre en relación con haber estado una vez en la posición de hija y no haber sido adecuadamente cuidada y querida (Fraiberg, Adelson, y Shapiro, 1975). La madre vive las demandas emocionales del hijo como terroríficas, debido a que la comunicación afectiva y la necesidad de cuidados fue una fuente de miedo y dolor en su propia infancia.
Todo nuestro ser guarda las memorias de nuestro desarrollo; tenemos una memoria corporal, nuestras células van guardando el recuerdo de las experiencias vividas sin que nuestro yo consciente tenga conocimiento de ello. Los científicos llaman a este tipo de recuerdos memorias implícitas o procedimentales, éstas son el tipo de recuerdos que vamos adquiriendo a través de nuestra experiencia con el mundo de manera automática, corporal; son aprendizajes sobre los que no tenemos que pensar ni tenemos consciencia de estar recordando. Por ejemplo, todos hemos tenido que aprender a andar en algún momento de la vida, y ha sido un aprendizaje difícil y complejo de adquirir; pero una vez logrado, nuestro cuerpo simplemente lo recuerda sin necesidad de ser conscientes de que lo estamos llevando a cabo.
Estas memorias corporales y sensitivas, basadas en las primeras interacciones con la madre o el cuidador primario, son las que van dando forma a nuestro sentido del yo más profundo, nuestro «yo nuclear». Así que defiendo, junto a neurofisiólogos tales como Antonio Damasio,[2] Jaak Panksepp y otros muchos, que este «yo nuclear» está fundado en un sentido corporal del yo; es el yo que «sentimos» que somos. Este sentido del yo impregnará la cualidad de nuestras vivencias en adelante.
Aprendizaje de la resiliencia: nuestra capacidad de sobreponernos
La resiliencia se define en el diccionario como la resistencia de un cuerpo a la rotura por golpe; la acepción psicológica se refiere a la capacidad para afrontar la adversidad y lograr adaptarse bien ante las tragedias, los traumas, las amenazas o el estrés severo. Las personas resilientes poseen tres características principales: saben aceptar la realidad tal y como es, tienen una profunda creencia en que la vida tiene sentido y tienen una inquebrantable capacidad para mejorar.
Volviendo a la historia, la resiliencia es una aptitud que se va desarrollando a raíz de la calidad de las relaciones que hemos mantenido durante nuestra crianza, en el vínculo de apego seguro que un niño mantiene con su madre.[3] El apego seguro es aquel que ofrece al niño la protección necesaria cuando tiene miedo, calma ante la angustia y permite la exploración del mundo cuando el niño ya se siente seguro.
Una de las habilidades básicas que todo ser humano ha de aprender es la regulación de su propio organismo, de sus propias necesidades. Hablamos de la regulación emocional, ya que las emociones son las cualidades psicológicas que reflejan los estados del cuerpo (Damasio, 2005) e informan del bienestar o malestar del niño en relación con su mundo interno (necesidades) y el mundo externo (las relaciones con otros seres humanos y en general el entorno).
El bebé es una criatura que no tiene todavía la capacidad para cuidarse y calmarse a sí mismo debido a la falta de maduración neurológica que le caracteriza al nacer. Como mamíferos humanos venimos equipados y programados con una serie de reflejos innatos que han sido seleccionados a lo largo de los años de nuestra evolución como especie (filogénesis) y que se han mostrado necesarios para nuestra supervivencia; son, pues, el resultado del bagaje de miles de millones de años de experiencia filogenética y el legado de nuestra experiencia histórica como especie, y contienen nuestra sabiduría ancestral, registrada en nuestros genes y en nuestras estructuras biológicas. Esta sabiduría está ya programada, no tenemos que pensar en ella para poder emplearla, y nos dice qué ocurre en nuestro medio interno (el cuerpo) y qué necesitamos hacer para lograr satisfacernos. El bebé no es consciente de lo que le pasa ni de lo que necesita; y no puede hacer gran cosa por satisfacer su necesidad. Para el bebé sentirse mal es sentirse muy mal, todavía no ha desarrollado un sentido del tiempo y por tanto de la demora o posposición de la satisfacción de sus necesidades. Para él todo es «ahora»,