Mario C. Salvador

Más allá del Yo


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madres, gracias a su intuición acertada y una inteligencia emocional suficientemente buena, saben distinguir los distintos tipos de llanto del niño. Esta madre emocionalmente inteligente responderá, pues, de manera diferente si el niño manifiesta que tiene hambre, sueño, frío, ansiedad, que está sucio, que tiene gases, etc. Acude a la llamada y hace algo efectivo que encaja con la necesidad del niño, dándole de comer, calmándolo, abrigándolo, ayudándole a dormirse… Así es como el niño recupera su estado de bienestar, su satisfacción y calma interna (podemos decir su felicidad). Todo en el organismo está diseñado para facilitar el crecimiento y el equilibrio (los biólogos llaman a este equilibrio «homeostasis»); así que cuando emergen las necesidades se pone en marcha el programa para tratar de recuperar el estado de bienestar: la homeostasis. Cuando este proceso se hace de manera adecuada y efectiva de forma sistemática, estable y predecible el niño va aprendiendo en su ser profundo y corporal que «puede confiar en el otro», que sus necesidades son «importantes», que «está bien pedir» y que como ser humano es «digno y valioso».

      Es así como va conformando su identidad nuclear positiva: el niño se siente bien en el mundo, se siente importante, querido y cuidado, y se siente respetado; asimismo, siente que la vida es valiosa y aprende a consolidar un sentido de optimismo, ilusión y esperanza, porque aprende que puede esperar bienes del mundo externo y que recuperará su bienestar. Todo esto ocurre en el período desde la concepción y se consolida en los dos primeros años de la vida. En este tiempo, el vínculo con la madre es lo más importante; aún no ha aprendido a diferenciarse a sí mismo de su madre, es egocéntrico por naturaleza y por tanto experimenta que el otro ha de estar a su disposición y de manera inmediata; el otro es suyo, una prolongación de sí mismo. En estos momentos en los que la madre le atiende y le cuida, ésta interviene de manera que calma su malestar físico, sosegando su cuerpo y sintonizándose con el estado afectivo interno. En esta interacción hay toda una riqueza de matices; cuando la madre le atiende lo hace de una manera especial: mirándole a los ojos, hablándole en un lenguaje propio en el que se habla a los bebés (habla infantil o motherese), empleando una entonación cálida, tocándole con afecto. Observamos como los adultos hablan en esta manera especial a los bebés, motherese, con un lenguaje más simple y alternando los turnos y los ritmos para dar también espacio al niño para que responda con su manera de comunicar; así se crea también el «esquema básico» de una comunicación cooperativa o protoconversación, en la que hay mensajes y respuestas, en la que hay turnos en la comunicación y en la que cada uno tiene un espacio para ser visto y escuchado. Esto va dando significado a la experiencia de que uno «existe para el otro». Esta forma de dirigirse al bebé le transmite que le quieren, que es importante y que merece cuidados.

      Figura 1.1. (Sólo parte superior de la figura) Interacciones cerebro-cerebro durante las comunicaciones cara a cara en las protoconversaciones, mediadas por las orientaciones ojo a ojo, vocalizaciones, gestos de la mano y movimientos de los brazos y la cabeza, todos actuando coordinadamente para expresar la consciencia interpersonal y las emociones. (Trevarthen y Aitken, 2001)[4]

      En estas interacciones en el desarrollo temprano el niño experimenta en su cuerpo que la proximidad ante otro ser humano es reconfortante y agradable, aprende a relajarse y calmarse ante la presencia y aprende a «confiar» tanto en las señales de su mundo interno («mis necesidades son importantes») como en el otro («los otros son confiables»). Esta interacción en múltiples canales estimula el cerebro y el organismo del niño haciéndole reaccionar con manifestaciones de placer y alegría (el niño responde al adulto con risa y gestos de acercamiento) y estas manifestaciones estimulan a su vez el cerebro y el organismo de la madre, que responde de vuelta con más manifestaciones de júbilo y alegría por su hijo: ambas biologías se influyen recíprocamente (ver fig. 1). Esto es la base para la consolidación de una comunicación en sintonía, una comunicación cooperativa en la que el niño se siente comprendido, visto y digno de amor. Con el tiempo, la madre va incorporando más lenguaje, se dirige al niño etiquetando lo que le ocurre («Ah, Pablito tiene sed, aquí está tu agua», «Pablito tiene sueño», le coge y conforta), de esta forma, el niño va aprendiendo también a saber cómo se etiqueta su necesidad interna, cómo se llama y a ponerle un nombre. Va aprendiendo a ser más activo en pedir; si antes sólo sabía llorar, ahora puede nombrar lo que satisface su necesidad («mamá, sed», «mamá, hambre»…).

      Con el tiempo va adquiriendo la madurez neurobiológica necesaria para aprender a tolerar niveles mayores de malestar, y si el maternaje ha sido consistente y predecible, aprende que a veces ha de esperar porque su madre está ocupada, pero que en algún momento vendrá a él y le atenderá. Si este proceso tiene lugar sistemáticamente, se establece un vínculo con la madre que es calmante y que provee de seguridad; es lo que llamamos un sistema de estar vinculado seguro, o apego seguro. Este niño ha experimentado suficientemente que cuando necesita a la madre, ésta está de una manera consistente y fiable; y cuando empieza a explorar el entorno más allá del cuerpo y de la proxi midad de la madre —ocurre cuando sabe gatear— sigue experimentando que cuando necesita protección llama a la madre o acude a ella y la encuentra, y ésta es capaz de calmarlo, de quererlo y cuando el niño tiene suficiente y emerge de nuevo su necesidad de ir al mundo y explorar, ésta lo permite y lo facilita. Con el tiempo también vive que aun cuando pierda de vista a la madre, ella está (es el momento del desarrollo cuando los niños llegan a «entender» que aun cuando se oculta un objeto bajo un cojín y no lo ven, éste sigue existiendo). Es un momento evolutivo importante, el psicoanálisis ha llamado a esto «etapa de constancia del objeto», los neuropsicólogos lo llaman «la incorporación virtual del otro». En esencia, se refiere a la capacidad de interiorizar la existencia del otro y poder estar tranquilos aunque no lo veamos. Esto es lo que va a conformar nuestro sentido de seguridad interna (de que somos amados y dignos de amor siempre, aun cuando nuestra conducta no sea apropiada), y también refleja el establecimiento de nuestra capacidad para saber calmarnos a nosotros mismos, ya que el niño va aprendiendo a hacer consigo mismo lo que los adultos han hecho con él. Llamamos a esto internalización del cuidador. Tomemos el ejemplo de un niño pequeño que se lastima en una rodilla; su papá se acerca a él y le dice «Pupa, pupa, no pasa nada, aquí está papá y pronto pasará» (al tiempo que le acaricia la rodilla o le aplica un poco de Betadine); con el tiempo podemos ver a este niño que cuando se lastima, él mismo se dice «Pupa, pupa» y se da besitos en la mano en la herida. Es una forma evidente en la que el niño ha incorporado al cuidador como figura constante e interiorizada. Esto implica el desarrollo de la capacidad de regular el mundo interno, de calmarse a uno mismo y, finalmente, de saber cuidarse.

      Así que la habilidad de regulación emocional comienza siendo siempre interpersonal; es regulada desde el exterior por alguien que sabe hacerlo, generalmente en la díada madre-hijo. De alguna manera, la madre pone a disposición su conocimiento, habilidades e instinto maternal de cuidar (habilidades complejas que residen en su neocórtex y su conocimiento implícito y subcortical de cómo ser madre) a disposición de su hijo, que aún no tiene conocimiento ni consciencia (el niño es una criatura regida por las capas más primitivas del cerebro: el cerebro profundo o subcortical, y éste es instintivo y programado biológicamente). Como afirma Allan Schore (1994), la regulación emocional empieza siendo «regulación biológicamente interactiva», y la madre actúa como un córtex auxiliar externo para que pueda llegar a ser «autorregulación biológica autónoma», así el niño es capaz por sí mismo de identificar, nombrar, calmar y manejar los afectos propios.

      Podemos decir, pues, que el estado interno y la bioquímica del bebé es regulada por la madre (pensemos en las implicaciones de esto para nuestra cultura psicofarmacológica, en la que cuando no sabemos cómo calmar nuestra ansiedad o dolor interno acudimos cada vez más frecuentemente a los fármacos), ya que ésta calma al niño y le ayuda a recuperar su equilibrio homeostático a través de sus buenos cuidados tanto físicos como psicológicos. Sólo tenemos que ver qué ocurre en un niño cuando empieza a llorar porque está triste o asustado, o cuando coge una rabieta porque quiere algo o no está cómodo; en función de la respuesta de quien le cuida se calmará o entrará en un estado aún más agitado. En general, podemos ver lo mismo en cualquier mamífero; los perros también responden calmadamente o nerviosamente a la conducta de sus amos;