Mario C. Salvador

Más allá del Yo


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y son habitualmente propensos a tomar represalias. De adultos podemos ver personas con una actitud fría y poco afectiva en sus relaciones, de carácter duro y esquivo. Denominamos a este patrón de apego como «apego evitativo o frío».

      Otro patrón de apego es el denominado «apego ansioso o ambivalente». Estos niños se mantienen cerca de la figura de cuidados o apego y exploran muy poco o nada, mientras ésta está presente. Manifiestan una intensa ansiedad de separación —tienen miedo constante a perder el contacto con el cuidador— y cuando se marcha a otra habitación se aferran a él y protestan intensamente. Sin embargo, cuando regresa la madre, su reacción es ambivalente: el niño permanece en su cercanía, pero puede resistirse al contacto físico con ella mostrándose molesto por el abandono; a su vez, manifiestan dificultad en encontrar consuelo y calmarse. Estos niños se muestran sumamente cautelosos con los extraños, aun en presencia de la figura de apego.

      Los padres de estos niños tienen una actitud ambivalente (contradictoria): son accesibles, sensibles y cálidos en algunas ocasiones, e inaccesibles, fríos e insensibles en otras, que depende generalmente del estado anímico y el grado de estrés que tengan; éste les impide centrarse en el niño. En general, la madre manifiesta una disponibilidad escasa o inestable. Ante la actitud de exploración y curiosidad del niño, la madre tiende a intervenir con preocupación inapropiada, interfiriendo así su exploración y propiciando la sobredependencia. La atmósfera en la que vive el niño puede contener amenazas recurrentes de abandono, separaciones (por ejemplo, hospitalizaciones), o pérdidas de seres próximos. Esta constelación de condiciones adversas produce inseguridad interior en el niño. Son estos niños de los que se suele decir que les cuesta «despegarse de las faldas de la madre». Pronto aprenden a utilizar algunas estrategias de manipulación para obtener el cuidado y la atención; éstas pueden ser evidentes y activas tales como amenazas, agresiones y castigos que tratan de controlar al cuidador, bien de carácter más pasivo como quejas físicas y quejas psicológicas para mantener al cuidador cercano; también podemos observar otras conductas de tipo seductor para cautivar a los padres. Se vuelven personas fácilmente «heribles» o que experimentan rechazo y que demandan continuas manifestaciones de afecto para sentirse queridos. No han incorporado al otro como alguien estable y disponible. De adultos son personas ansiosas y que viven angustia e inseguridad, muchas veces con celos, ante la expectativa de la pérdida del otro.

      Como vemos, lo que ocurre en la interacción temprana con los cuidadores va a marcar el estilo de estar en relación con los otros seres humanos. Nuestro cerebro trata de establecer esquemas predecibles de cómo actuar en el futuro basándose en las experiencias que ya hemos vivido, al objeto de saber qué hacer cuando se presenta una situación similar. Claro que en el área de las relaciones personales, particularmente en los primeros años, las situaciones serán repetitivas entre las mismas personas, lo cual va reforzando y confirmando los mismos patrones de experiencia y respuesta. Todos sabemos qué podemos esperar de las personas más cercanas en función del estado de ánimo en el que se encuentran y aprendemos a predecir cuál es la mejor manera de estar con ellos. A partir de estos «esquemas de estar en relación», los seres humanos vamos generalizando, o trasladando, estas formas de comportarnos a otras personas de nuestra escena cotidiana. Cuando llegamos al colegio, ya tenemos un patrón aprendido de cómo estar y reaccionar ante los adultos y figuras de autoridad. Y cuando somos adultos, ya sin ser conscientes, activamos nuestras maneras aprendidas de sentirnos y estar ante los demás. Dado que desarrollamos muchos esquemas de estar en relación, tendremos un esquema de relación para estar y sentirnos entre nuestros iguales (generalmente aprendido en las relaciones con hermanos y compañeros), un esquema de estar en relación con las figuras masculinas de autoridad, otro con las figuras femeninas, etc.

      Esta necesidad motivacional de estar en relación condiciona asimismo otra de las hambres psicológicas básicas, la «necesidad de estructura». Por necesidad de estructura refiero a la necesidad de hacer el mundo predecible en general, y particularmente a la necesidad de autodefinirnos y definir a los otros, a la vida y el mundo. La estructura nos ayuda a entender el mundo, es como un mapa para poder movernos en la realidad, para tener una guía para la acción en el mundo. Pensemos que cuando venimos al mundo todavía no tenemos la experiencia suficiente para entenderlo. Por ejemplo, oímos muchos sonidos de la voz humana, pero éstos aún no tienen significado; al principio simplemente comunican que hay una respuesta que puede estar en sintonía con lo que vivimos (si estamos contentos y tranquilos y nos hablan con afecto, suavidad y alegría, o si estamos asustados y nos transmiten seguridad, firmeza, contención y protección). Poco a poco, en las interacciones cotidianas, vamos encontrando el significado que otros le van atribuyendo a las palabras, vamos asociando sonidos y fonemas con objetos, símbolos, estados de ánimo, afectos… Así que el lenguaje es una de las formas en las que vamos dando estructura a nuestra experiencia. Las reglas de comportamiento son también otra forma de dar estructura a la vida: aprender los ritmos de las comidas, los horarios de los ciclos de sueño y vigilia, las costumbres y tantos otros aprendizajes. Digamos que la estructura nos da códigos para movernos en la realidad y la cultura familiar y social en la que estamos.

      Los seres humanos desde muy pronto hemos de alimentar nuestro «sentido del yo»; hemos de ir dándonos respuestas a «quién soy yo». Empezamos por responder a un nombre que nos ponen y vamos añadiendo aspectos a nuestra identidad; aprendemos en nuestra relación con las personas significativas de nuestra vida si somos vistos como «buenos», «malos», «apropiados», «suficientes», «dignos», «valiosos», «importantes», «guapos», «interesantes»… Todas estas valoraciones sobre nuestro Yo las elaboramos a partir de cómo nos tratan y cómo nos ven los otros. Con esto no pretendo transmitir un enfoque determinista de lo que somos; no es exclusivamente el cómo los demás nos ven y nos tratan, cada persona es un sujeto muy activo en la construcción del yo, va definiendo el «sí mismo» por sí mismo. De alguna manera es como decir que cada uno vamos construyendo el edificio de nuestra identidad, pero lo hacemos con los ladrillos y los materiales que nos ofrece el entorno y las relaciones. Pero cada persona es el arquitecto de sí mismo y por ello somos únicos y diferentes.

      Muchos padres dicen que han tratado a los hijos de manera igual y que por ello no se justifica que uno tenga un comportamiento apropiado y otro no. Pero la verdad es que todo ser humano está en un proceso de cambio permanente, y los padres no son iguales con el primer hijo que con el segundo o el tercero; simplemente porque están en un momento de su ciclo vital diferente, y éste puede ser más tranquilo, más estresado o un momento de crisis. Asimismo, el propio temperamento de cada hijo también influye de manera diferente en los padres; así que cada uno provocará reacciones diferentes en sus progenitores. La estructura de la identidad se va cocreando en las relaciones y como consecuencia de la interacción entre nuestra naturaleza y cómo nos responde el entorno.

      Cuando hay una armonía y equilibrio entre los cuidados y atención recibidos y lo que necesitamos, vamos pues definiendo y construyendo nuestra identidad en un sentido positivo y saludable, nos vamos «sintiendo valiosos y dignos» desde los primeros momentos. Y esto forma el esquema nuclear que organiza en adelante nuestra percepción de nosotros mismos y los otros en relación a nosotros: los demás son «valiosos», «confiables», «seguros», «amistosos»; y también de la vida: «la vida es algo que vale la pena vivir».

      Pero cuando hay una respuesta frustrante o amenazante del exterior, el niño ha de encontrar una forma de manejarse ante esta realidad de manera que le sirva para saber qué hacer y adaptarse al entorno de manera que cumpla dos requisitos básicos: mantenerse en el vínculo con el otro y a la vez sentirse aceptado y protegido. Pongamos el ejemplo de un niño que necesita valoración de su padre. Llega del colegio contento, le enseña sus buenas notas y espera obtener del padre una muestra de orgullo y reconocimiento. No obstante, el padre es un hombre que se ha tenido que hacer a sí mismo, es perfeccionista y valora más el esfuerzo que los resultados. Así que cuando el niño le enseña las notas, éste pone el énfasis en lo que necesita mejorar y le sugiere que ha de poner más atención en no cometer faltas en los exámenes. Ante esta respuesta, la necesidad de reconocimiento y valoración del niño queda frustrada, experimenta que no es suficiente para el padre. Como esta interacción se repite con frecuencia, el niño va construyendo una creencia de sí mismo de «No soy suficiente», «Soy inadecuado». En casos de más exigencia y perfección por parte del padre, el niño puede incluso