situaciones de amenaza. Hemos de aprender a mirarnos y a mirar a otros valorando el cómo se han construido en la manera que se han construido para sobrevivir. Esto nos ayudará a tener una mirada compasiva y una actitud comprensiva hacia el otro, y hacia nosotros mismos.
La rigidez de los patrones de creencias es lo que funcionará como un filtro casi impermeable para toda aquella experiencia que no encaje con lo que ha sido tan conocido y tan duramente aprendido. De adulto, cuando Andrés escucha de alguien «Qué bien has hecho tu trabajo» o «Eres una persona encantadora» lo pasa por alto, y —manifiesta o interiormente— quita valor a lo que le dicen con un pensamiento interno del tipo «No es para tanto, podía haberlo hecho mejor», «Sólo tuve suerte», «Me lo dicen para que me sienta bien, pero yo no soy importante y no valgo». El terror de Andrés es que si se vincula a alguien y se deja querer por alguien que le trata bien, algún día le puede dejar cuando sepan cómo es de verdad.
El sistema del guion de vida
A lo largo de su ciclo vital, Andrés ha ido organizando un sistema de funcionamiento coherente con la atmósfera que vivió, un sistema para adaptarse y sobrevivir. Llamamos a este sistema o patrón de experiencia «sistema del guion de vida» (Erskine y Zalcman, 1979). Está diseñado con el propósito de hacer la vida constante, predecible y ¡segura!, o lo que es lo mismo «conocida». Pero a la vez hace que la manera de vivir sea restrictiva, limitada y pobre, con un estilo de comportamiento poco capaz de adaptarse a lo nuevo y de asimilar las nuevas experiencias que la vida naturalmente nos ofrece. Por otra parte, paradójicamente se convierte en un circuito que se retroalimenta a sí mismo confirmando una y otra vez que las cosas son así.
Veamos el sistema de guion de Andrés representado en un esquema:
En este esquema del sistema de guion podemos ver como el patrón de experiencia (creencias, comportamientos, sensaciones, fantasías, emociones y recuerdos) es consistente en sí mismo; es decir, las conductas que se observan han de ser coherentes con la creencia: «Como no me siento importante, no muestro mis necesidades ni las hago valer». El sistema se retroalimenta a sí mismo, funcionando como una profecía auto-cumplida y acumulando más y más experiencias que se van sumando al almacén de recuerdos que confirman que «las cosas son así». Éste es un instrumento útil para ver de una manera gráfica de qué forma cada uno de nosotros contribuimos y cómo somos responsables de lo que nos pasa una y otra vez en la vida.
No obstante, en este libro estoy defendiendo una perspectiva del cambio posible, de la naturaleza plástica de nuestro cerebro para cambiar constantemente y asimilar nuevas experiencias a lo largo de la vida. En la medida que nuestros patrones de experiencia sean muy rígidos, y esto depende de la intensidad y la precocidad del trauma en la vida, serán más resistentes al cambio. Hemos de adoptar la actitud de poder reflexionar sobre nuestra propia experiencia para poder cambiarla, para situarnos en un plano por encima de ella y poder observarla. Está claro que si Andrés quiere sentir «Soy importante» ha de desarrollar comportamientos diferentes, en los que empiece a dar un valor propio a sus necesidades, escucharlas y hacerlas ver y valer en sus relaciones ante los demás. Además, para que el cambio sea sostenible, habrá de curar sus recuerdos traumáticos relacionados con la violencia del padre, la negligencia de una madre deprimida y la historia de humillación y desvalorización vivida en el colegio y a lo largo de su vida. Curar el trauma será imprescindible para cambiar su sentido profundo del yo, que fue conformado en los recuerdos que corresponden a las experiencias tempranas. Pero además, habrá de ir aprendiendo nuevos modos de mostrarse al mundo y de sensibilizarse a escuchar su cuerpo, sus sensaciones y emociones. Habrá de aprender un sistema nuevo que desarrolle nuevos hábitos, patrones de experiencia y nuevas vivencias. A este nuevo sistema lo llamamos sistema autónomo, ya que es un sistema conscientemente decidido por la persona desde su perspectiva actual como adulto.
En la aventura y el proceso de desarrollo como personas, todos hemos tenido algunas experiencias que han servido como «pilares» en los que apoyarnos para seguir manteniendo la esperanza, para agarrarnos a que algún día las cosas cambiarían, encontraríamos a alguien que nos querría o tendríamos una familia a la que pertenecer. No sería posible estar vivos si todas nuestras experiencias hubiesen sido dolorosas y traumáticas. Así que, si buscamos en nuestro almacén de memorias, todos podemos encontrar «perlas en nuestra historia». Podemos ayudar a nuestro cerebro y a nuestro cuerpo a recuperar los momentos en los que hemos gozado de estar en relaciones de amor y apoyo, en momentos de goce en la naturaleza o de conexión espiritual con algo superior a nosotros.
Es en estas experiencias positivas en las que nuestro cerebro-cuerpo va adquiriendo resiliencia —capacidad para superar y recuperarse de la adversidad—. Podemos dirigir nuestro sistema de búsqueda de información en una dirección positiva o en una dirección negativa. Como he ilustrado hasta ahora, nuestras redes neuronales recorrerán más fácilmente el camino que han recorrido con mayor frecuencia; ésta es la razón por la que a las personas que han vivido en situaciones crónicamente traumatizantes les resulta más difícil tener una visión positiva de la vida y las relaciones y por qué tienden a activar con mayor propensión «esquemas de experiencia» que contienen una versión negativa de sí mismos y de la vida; porque la primera misión de su cerebro fue ayudarles a sobrevivir. Lo que ocurre habitualmente es que el cerebro se ha organizado en torno a estas experiencias de amenaza y se ha habituado a considerar el mundo y las relaciones como amenazas.
Empecé hablando de la posibilidad de reformar nuestros esquemas profundos del yo, y ello tiene que ver esencialmente con que podamos revisar nuestra historia personal y nuestras vivencias traumáticas con nuevos recursos que no estaban disponibles en el momento de la vivencia; con los ojos y el conocimiento que tenemos como adultos —o niños más mayores— hoy.
Que nuestros «esquemas de experiencia» son moldeables a lo largo de toda la vida ya fue defendido por el psicólogo del desarrollo Jean Piaget. Él propuso su teoría del desarrollo evolutivo del ser humano basándose en dos grandes principios: acomodación y asimilación. Afirmó que los primeros esquemas de experiencia que vienen biológicamente programados —los reflejos— van acomodándose o adaptándose al mundo exterior a medida que interactúan con el entorno (recordemos el ejemplo de cómo se adapta el reflejo de prensión de la mano a los diferentes objetos que va agarrando) y cómo en adelante estos esquemas se van moldeando y enriqueciendo al incorporar nuevas versiones de la experiencia, lo que él llamó mecanismo de asimilación. Asimilar es, pues, ir añadiendo y expandiendo nuestra experiencia a medida que nos enfrentamos a nuevos matices de la realidad que de alguna manera amplían nuestras opciones de manejarnos con aspectos más complejos de lo que nos demanda la vida.
El ser humano, a medida que crece, va madurando sus estructuras y arquitectura cerebral al igual que todo su organismo globalmente; y a medida que madura, va siendo capaz de asumir tareas y aprendizajes más complejos. Ahora bien, el niño ha de ser expuesto a tareas y aprendizajes adecuados a su nivel de maduración en cada edad. Cuando se le pide algo para lo que no está preparado aún experimentará una vivencia de la que no se siente capaz, y si esto es algo que se le pide una y otra vez, probablemente conformará una visión de sí de «no ser capaz» o ser «un fracasado».
He dicho que nuestro cerebro es un órgano de integración de experiencia, y que necesitamos estímulos para poder crecer. Una vez más, son los cuidadores los responsables de proveer al niño de los estímulos necesarios y adecuados para fomentar su desarrollo. El cerebro necesita de estímulos nuevos para seguir desarrollando sus conexiones y aprender, necesita enfrentarse gradualmente a aprendizajes y retos nuevos; es decir, necesita vivir en un estado de estrés óptimo para romper sus rutinas. Si el niño viviera en un estado de aburrimiento —falta de estímulos—, se volvería pasivo y desinteresado. El psicoanalista Winnicott (1965) decía que la madre ha de proveer al niño de experiencias de «desilusión óptima» para que vaya aprendiendo a tolerar y manejar la frustración. Cuando la desilusión es excesiva y reiterada, el cerebro no la podrá asimilar, se