Mario C. Salvador

Más allá del Yo


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excitables que reciben, procesan, almacenan y conducen información a través de impulsos eléctricos para activar a la neurona siguiente; podríamos asimilar la función de la neurona a la de un cable por el que circula la información hasta el cable siguiente. Hay en el cerebro unos 22.000 millones de neuronas, aunque la cifra exacta no se sabe; diferentes estudios indican entre 10.000 y 100.000 millones. Cada una de estas neuronas se comunica con otras 1000 neuronas, por lo menos, al tiempo que puede recibir hasta 10 veces más conexiones procedentes de otras células nerviosas. A lo largo de la maduración, las neuronas van estableciendo conexiones unas con otras formando extensas redes de conexiones neuronales que van asociando experiencias y aprendizajes, esto constituye el mecanismo de la memoria: cuando una situación nos recuerda algo que ya aprendimos, la red de conexiones que contiene la experiencia aprendida se activa y dispara de nuevo, poniendo en marcha un patrón de conductas, emociones y pensamientos ya establecidos anteriormente. Estas conexiones entre neuronas se llaman técnicamente sinapsis, se realizan y modifican a lo largo de toda nuestra vida. Para que nos hagamos una idea de la complejidad de nuestro cerebro, el número de conexiones sinápticas es en torno a ¡un cuatrillón! (un 1 seguido de 15 ceros, que es un billón multiplicado por un billón). ¡Sí, un número inimaginable, superior al número de estrellas del universo!, hasta donde sabemos, cercano al infinito.

      Toda esta vasta cantidad de conexiones es un indicador de la inmensa cantidad de información que este órgano es capaz de manejar y el potencial de aprendizaje para el que venimos equipados los seres humanos. Somos los mamíferos con mayor capacidad de aprendizaje y creatividad del planeta, hasta tal punto que hemos sido capaces de modificar el medio en el que vivimos de una manera sustancial, para lo bueno y para lo malo. Nuestro cerebro es maleable y modificable por el entorno y a su vez puede moldear el propio entorno, este fenómeno es lo que llamamos neuroplasticidad, e implica la capacidad del cerebro de establecer siempre nuevas conexiones y aprendizajes.

      El concepto de cerebro triple

      El cerebro humano es el resultado de la evolución de nuestra especie durante unos 600 millones de años. Tal como apreciamos en la figura 2.1, nuestro cerebro está formado por estratos que relatan la historia de la evolución filogenética de la especie a lo largo de la historia. Siguiendo al doctor Paul MacLean (1952), neurocientífico de la Universidad de Bethesda, nuestro cerebro está conformado por tres capas que se han ido generando a lo largo de millones de años de evolución. Es el único órgano de nuestro cuerpo en el que pueden verse los estratos de nuestra evolución.

      Disponemos de un cerebro primitivo, el cerebro reptiliano, ubicado en el tallo cerebral. Se denomina cerebro reptiliano porque es el cerebro que está y estaba ya presente en los vertebrados inferiores. Este cerebro se encarga de las funciones básicas, pero vitales, del mantenimiento de nuestra vida, de nuestra supervivencia. Así, rige nuestro metabolismo, nuestro ritmo cardíaco, la función de reproducción sexual, la temperatura corporal, los ritmos de sueño y vigilia y muchos otros. Es nuestro cerebro instintivo y automático. A lo largo de millones de años de aprendizaje ha seleccionado aquellas funciones vitales necesarias para mantenernos vivos. Se ocupa de la regulación instintiva de la vida; en él reside la «sabiduría inconsciente» y milenaria de la especie, es también la base de nuestra intuición y nuestro legado ancestral como especie sin consciencia. A mí me gusta equiparar esta área de nuestro funcionamiento con la parte de nosotros mismos en la que reside nuestra «fuerza vital», el instinto de vida, la parte de nuestro yo que se encarga de mantenernos vivos y lucha por ello. Pienso en las personas que cuando están deprimidas tienen una parte de sí mismos que desea abandonarse a morir, y no obstante, hay algo más fuerte que sigue agarrándolos a la vida. En todo ser humano, por muy dolorosa que haya sido su historia, hay momentos en los que ha habido conexión con la vida y el impulso a vivir. En la psicoterapia podemos recurrir a esta parte de nosotros cuando la energía vital puede ser tan baja que la persona se siente tentada a «dejarse ir»; y podemos acceder y estimular esta parte de nuestro yo que siempre ha tirado adelante.

      Por encima del cerebro reptiliano se formó el cerebro paleomamífero,[8] llamado así porque refleja la evolución del cerebro en los mamíferos inferiores. También se conoce con el nombre de cerebro límbico o cerebro emocional. MacLean propuso esta capa del cerebro como mediadora y articuladora de las reacciones emocionales. Está relacionado con la memoria, la atención y las emociones, entre otras funciones. En esta región del cerebro los procesos ocurren también de una forma rápida y veloz, sin que medie nuestro proceso de pensar o tomar decisiones de manera consciente; todo ocurre de manera reactiva y automática.

      Para el propósito que nos ocupa en este libro, nos interesan especialmente algunos núcleos de esta región del cerebro. El primero de ellos es el denominado «amígdala»; la amígdala (ver fig. 2.1) es como un detector de humo en nuestro cerebro, se encarga de activar de manera súbita toda nuestra respuesta organísmica ante un peligro real o potencial. Imaginemos que vamos cruzando una calle de manera tranquila y de repente observamos que se abalanza un coche sobre nosotros. ¡No podemos pensar!, todo nuestro sistema biológico se pone en situación de alarma vital para tratar de salvar la vida y saltamos a la acera. ¡Uf!, una vez en la acera tomamos consciencia del peligro que hemos corrido y de haber estado cercanos a la muerte; entonces experimentamos miedo y puede que nuestro cuerpo se ponga a temblar. Pero antes simplemente hemos tenido que saltar, sin pensar. Ésta es la función de la amígdala: poner en marcha la alarma de todo nuestro sistema para enfrentarnos a un peligro inminente: luchar o escapar. He de decir que este núcleo está completamente maduro al nacer y está implicado en el registro de nuestra memoria. Particularmente, media en el tipo de memorias que técnicamente se llaman memorias implícitas, se refiere a recuerdos que están registrados en nuestra memoria corporal y sensorial sin ser conscientes de estar recordando. La amígdala es responsable también de los recuerdos de procedimientos automáticos necesarios para nuestro funcionamiento (memoria procedimental) en la vida diaria. Aquí me refiero a este tipo de recuerdos que también están grabados en nuestro cuerpo y son vitales para tareas tales como tragar, andar, montar en bicicleta, conducir un coche… Alguna vez tuvimos que aprender a tragar un filete, a andar y a montar en bicicleta; pero una vez aprendido esto, ya no necesitamos pensar más en ello, nuestro cuerpo simplemente lo recuerda y lo ejecuta sin más. Es más, si queremos explicarlo a otros lo más probable es que nos volvamos torpes.

      Figura 2.1.

      El hecho de que la amígdala esté completamente madura en nuestro nacimiento justifica que muchos de nuestros aprendizajes hasta los dos años y medio o tres de nuestra vida son recordados como memorias corporales y sensoriales (somatosensoriales). Por ejemplo, después de cientos y miles de experiencias de estar en la proximidad del cuerpo de mamá, el niño ha aprendido corporalmente si estar próximo a otro cuerpo es una experiencia que le va a proporcionar bienestar o, por el contrario, frustración y malestar (si la madre está ansiosa, asustada o irritada cuando coge al niño); su cuerpo recordará —incluso de adulto— un abrazo y se relajará con él, o se tensará ante la anticipación de algo desagradable. Lo mismo ocurre ante la experiencia del contacto físico en general. El contacto ocular es también una experiencia emocional primitiva que activa nuestros recuerdos sentidos (memoria procedimental) de estar en intimidad. Aquellos niños que han crecido con madres depresivas no han registrado la experiencia de ser mirados con vitalidad y alegría, se encuentran con los ojos de alguien que emocionalmente no está; o aquellos que han crecido con padres que expresaban odio, envidia o lujuria en sus miradas. Estos seres humanos evitan el contacto ocular con otros porque recuerdan somáticamente estas primeras experiencias.

      Otra estructura importante en los procesos de memoria que también se ubica en el sistema límbico es el hipocampo. Su nombre, hipocampo,[9] refiere su forma de caballito de mar en los mamíferos superiores. Esta estructura está al cargo de «traducir» las experiencias vividas (por tanto, vivencias corporales y sensoriales) en experiencias narradas o explicadas. Es, pues, una estructura clave implicada en poder contar lo que nos pasó como algo que ya ocurrió en algún momento de nuestra historia vital. Pensemos que contar lo que hemos vivido implica «hablar de lo ocurrido» en lugar de revivirlo; esto último —revivir— a