su función es integrar —digerir— las experiencias que vamos viviendo para elaborar un aprendizaje adaptativo, es decir, sacar una lección vital útil que nos sirva para movernos en el territorio de la vida. En este mismo sentido, es un gran mecanismo de anticipación y previsión de lo que puede ocurrir para saber cómo hemos de enfrentarnos a los eventos que puedan devenir. En esto consiste en parte la memoria, en recordar nuestra historia previa para ayudarnos a manejarnos con las experiencias ya conocidas o tener algunos recursos en nuestro repertorio para saber qué hacer ante lo que es novedoso.
Ahora bien, he dicho que nuestro cerebro es neuroplástico, es decir, capaz de aprender y reaprender nuevas habilidades o conceptos durante toda la vida. Pero también he apuntado que cuando las experiencias vividas han sido demasiado dolorosas, las estructuras que llamamos creencias han podido consolidarse de una manera demasiado rígida. Cuanto más temprano en la vida nos ha acontecido el daño, más inamovible hace que sea la creencia, más difícil de cambiar. Y podemos pensar: «¿Cuál puede ser el propósito de que algo se convierta en rígido y muy difícil de cambiar?». El propósito tiene que ver con la costumbre, crear un hábito que se active siempre de una misma manera, una experiencia que se repita automáticamente. El lado positivo de este tipo de aprendizaje es que nuestro cerebro consciente no necesite el estar aprendiendo siempre lo que ya es conocido, que se pongan en marcha patrones sin tener que pensar en lo que hacer, sentir o pensar. El lado negativo es que estos esquemas van a estar más cerrados a lo nuevo, a incorporar matices de la experiencia que puedan enriquecer y ampliar nuestro repertorio vital.
Aun con lo dicho, no parece suficiente la función que pueda tener el establecer una creencia rígida. Qué podríamos ver de conveniente en que alguien establezca rígidamente una creencia de «No merezco que me quieran» o «No soy importante, soy invisible; y si los otros me conocieran de verdad, me rechazarían». Parece no haber nada bueno en esto; y sin embargo, si volvemos a pensar en que un ser humano vive durante un tiempo prolongado en una relación de dependencia generalmente con los mismos cuidadores, esto hace que las situaciones, escenas, reacciones y experiencias vividas tengan un carácter frecuente, crónico y previsible. Estoy apuntando al carácter continuado de algunas experiencias, lo que las hace estables, predecibles y conocidas. Quizás es más fácil de entender con un ejemplo; pensemos en una situación de negligencia parental en la que pueda vivir un niño al que llamaremos Andrés. Andrés tiene una madre deprimida y un padre que es alcohólico y muestra reacciones violentas frecuente pero impredeciblemente. Esto crea una atmósfera en la que Andrés observa y padece las explosiones violentas, a veces del padre con la madre y otras contra él mismo; esta madre deprimida no tiene la fuerza, la vitalidad ni la autoestima necesaria para parar las agresiones de su marido hacia ella o incluso hacia Andrés. Así que el niño vive desamparado ante el padre y desprotegido por la madre; además, la madre deprimida carece de vitalidad y alegría esencial para ofrecer al niño un vínculo en el que hay contento y orgullo de que exista. Andrés no puede experimentar las conductas de apego que todo ser humano necesita naturalmente para madurar y desarrollar un sentido profundo de «ser digno y valioso»: ser mirado a los ojos con alegría, ser tocado y abrazado con la ternura y la tranquilidad de sentirse cuidado, ser hablado con el tono de voz que transmite cariño, apoyo y alegría de que el niño exista. Estas conductas son las que transmiten un sentido congruente y profundo de que el niño es realmente querido y se está alegre por su existencia. En su lugar, la madre de Andrés está habitualmente entristecida, resignada en su vida, suspira frecuentemente y su mente está en otra parte; por lo que Andrés no percibe un sentido de conexión y presencia plena de la atención de su madre. Por otra parte, la madre manifiesta quejas habitualmente de lo dura que es su vida, del trabajo que pasa cuidando a los hijos y de lo mal que la trata el marido. Andrés «huele» desde muy pequeño que si manifiesta sus necesidades a su madre, ésta se siente a veces desbordada y otras simplemente le atiende aseándole, poniéndole la comida o vistiéndole de una manera mecánica aunque funcional y dándole buenos cuidados físicos. Pero generalmente no tiene la paciencia ni la serenidad para ver cuando Andrés se encuentra inquieto, triste o asustado por la conducta violenta de su padre. Así que el mundo interno y las necesidades emocionales de Andrés no son vistas ni atendidas con la suficiente sintonía; la madre no resuena con la experiencia interna de Andrés mostrando alegría y orgullo cuando hace algo bien, reconfortándole cuando se siente triste o asustado y tomándole en serio cuando está apenado. El niño va desarrollando un sentido doloroso de sí mismo con creencias del tipo «Soy culpable de existir», «No soy importante», «Soy una carga para mamá si la necesito», «Tengo que cuidar a mamá no dándole problemas», «Me resignaré a no necesitarla y dejaré que pase el tiempo con la esperanza de que algún día me vea y me cuide», «Yo cuidaré de mamá y no la dejaré sola con papá»; para llevar a cabo de manera eficaz estas decisiones inconscientes, Andrés tiene que aprender a quitar importancia a sus necesidades y deseos —para no molestar—, incluso a tratar de no sentir, de «no ser débil», que es lo mismo que ser vulnerable y necesitar. Pensemos que esto requiere de un esfuerzo sobrehumano de tratar de anular la vitalidad y el impulso a ser y crecer siendo uno mismo. Y pronto aprende a llevar dentro, oculta, una parte de sí mismo que se siente triste —aunque no sepa por qué, ya que nunca tuvo esas experiencias que debía haber tenido y no tiene con qué compararlas— y una parte que muestra hacia fuera de «niño bueno» que no da problemas, no pide y se las arregla solo (Yo social). Por otra parte, en la relación con el padre aprende a temer a la autoridad, a sentirse habitualmente en peligro y a desarrollar un radar para tratar de predecir, observando la cara del padre, si hoy viene con cara de padre bueno o viene cargado de tensión y dispuesto a explotar con cualquier cosa. Aprende a vivir orientado a detectar en el mundo externo las señales que le hagan predecir si el padre va a reaccionar con ira y si la madre puede abandonarse y dejarse a la depresión. En esta relación con el padre, del que escucha «No vales para nada», «Siempre estás estorbando», «Nunca haces nada bien», «Eres un inútil, aparta que ya lo hago yo», etc., va construyendo su autoestima en relación con el ser o no ser competente. En este clima va concluyendo «No valgo», «No soy capaz», «No puedo pedir ayuda porque no hay nadie», «No puedo confiar», «Estoy solo en el mundo»… Por otro lado, no hay nadie que le proteja y le mantenga seguro en las experiencias de miedo a su padre, así que también tiene que negar su miedo, tratar de no sentirlo y suprimirlo. En esa atmósfera en la que vive desde bebé hasta que es un adolescente que puede salir de casa ha vivido miles de veces el mismo tipo de interacciones y reacciones de ambos progenitores. Así que ha conformado una visión de la vida de «Esto es lo que hay», «La vida es así: peligrosa, sin nadie afuera que me pueda satisfacer, triste y sin esperanza». Como cualquier niño, Andrés basa su autoestima en cómo fue tratado y desarrolla un estilo de apego ansioso con los demás seres humanos, con los que se comporta de manera retraída y con temor a la humillación. Más profundamente consolida un sentimiento de vergüenza de sí mismo por sentirse inadecuado e incapaz de valerse por sí mismo.
Podemos comprender aquí cómo estas creencias dolorosas se han conformado y confirmado en un número incontable de veces; su vida se ha hecho predecible en torno al tipo de reacciones que obtenía con más probabilidades de sus padres o cuidadores primarios. Fue importante para él «asumir» creencias tales como «No soy importante ni merecedor de cuidados y amor», «Tengo que ser fuerte y no necesitar para bastarme a mí mismo porque sólo me tengo a mí». Incluso puede haber desarrollado una parte interna que le trata con rudeza y le critica: «¡Eres débil si necesitas!», «¡Nadie te va a querer, así que no te creas que te quieren!», «¡Te van a dejar si te conocen de verdad!». Esta parte autocrítica tiene la función de inhibir las necesidades naturales de amor y el deseo de estar vinculado para proteger a Andrés de buscar en otros algo que no había y protegerlo de experimentar el rechazo y la crítica externa una y otra vez. De alguna manera, si «se convence a sí mismo» de no necesitar y de que nadie le puede querer, dejará de buscar algo que simplemente no existe en su mundo ni para él. La función de estas partes y creencias tan rígidas y difíciles de cambiar son: a) proporcionar la seguridad que da el adaptarse a lo conocido y no arriesgarse en lo que es desconocido o lo que no está hecho para uno; b) la función de dar continuidad al sentido profundo del yo: «La vida es así y no se puede esperar otra cosa: hay que conformarse y no sufrir por lo que no hay» y c) predictibilidad: es lo que siempre habrá. La función de estas creencias rígidas es, pues, simplemente adaptarse y tratar de no sufrir