a tiempo, la persona muere. Esto sucede después de un período progresivo de deterioro psicofísico, en donde la persona dirige toda su agresividad hacia sí misma al no poder dirigirla afuera; pudiendo llegar a la inanición y a la muerte. Si el niño experimenta esto crónicamente, dejará de ser activo y se volverá pasivo, triste, enfermizo; a medida que vaya adquiriendo lenguaje, irá construyendo conclusiones del tipo «Si pido, molesto», «No hay nadie» y creencias tales como «No importo», «No existo», «Soy invisible», «No valgo», «Soy una carga». Habitualmente comporta, pues, una actitud depresiva. Asimismo, adoptará decisiones inconscientes para manejar este tipo de situaciones en adelante y cuando experimente el malestar ya no pondrá en marcha una acción de demanda al exterior: «Esperaré triste a que se den cuenta», «Esperaré a ser mayor para encontrar a alguien que me quiera, a tener una familia», «Dejaré que la vida pase hasta que llegue el final». En esta segunda opción se va desarrollando un sentido de «no valía», en la que la vulnerabilidad natural de todo ser humano —necesitar de los otros— es percibido como algo inadecuado o que simplemente uno no puede sentir o mostrar, porque sería volver a experimentar el dolor de que nadie responde o lo hace de manera frustrante. Así que mejor es no sentir y no expresar, instalarse en una actitud vital de tristeza y de desesperanza.
La tercera opción puede ser aún más traumática, si la llamada del llanto es respondida con violencia o agresión, el organismo reaccionará con miedo —el cuerpo se encierra, se tensiona y se encoge— tratando de protegerse porque recibe algo dañino del entorno. Biológicamente se interrumpe repentinamente la reacción de llamada (llanto y rabia) y se conecta con una reacción de supervivencia basada en el miedo, incluso en el terror si la agresión amenaza la integridad física y la vida. Si este ciclo ocurre más veces, este organismo aprende a conectar la necesidad y el malestar asociado con miedo o terror; aprende a desensibilizarse de la necesidad, a ni siquiera sentirla, porque sentirla le recuerda la agresión y es peligroso. Estas personas aprenden muy tempranamente a vivir como «zombis», como si fuesen autómatas que ni sienten ni padecen; viven sin ser conscientes de sus necesidades y no aprenden a identificar sus sensaciones internas como informadoras de su bienestar o malestar. En muchos casos, no son conscientes de su necesidad de dormir, descansar, comer… ni mucho menos de deseos más sofisticados. Es el caso de los niños víctimas de abusos físicos y sexuales y maltratos. Este niño no puede enfrentarse porque el agresor es más poderoso y además depende de él, ni huir porque no tiene a donde ir ni sabe aún valerse por sí mismo. Ante el terror, la persona se paraliza de miedo, se congela y así «no siente ni padece». Más adelante desarrollaré este patrón cuando hable de los mecanismos de defensa de la disociación.
Es en el primer año de vida cuando se conforma el esquema básico de cómo nos sentimos en el vínculo con otro ser humano. En este primer año no tenemos lenguaje ni pensamiento abstracto para entender; pero las vivencias y experiencias repetidas de cómo nos sentimos en la proximidad de otro cuerpo humano quedan grabadas en nuestras memorias corporales, memorias implícitas. Si nuestra vivencia era de agrado y reconfortamiento, nuestro cuerpo se expresará relajado y cómodo (claro que dependiendo de las cualidades del otro), y si estas experiencias originales eran de estar ante alguien alterado, deprimido, irritado o agitado, volveremos a «recordar sintiendo» que la proximidad conlleva algo desagradable. Es el caso, por ejemplo, del niño que experimenta a su madre como invasiva cuando se acerca para abrazarlo, esta madre no besa o abraza al niño cuando éste es el que lo necesita y lo pide, sino que irrumpe en el espacio físico del niño cuando ella experimenta el deseo de abrazarlo y al margen de lo que esté haciendo el niño. Muchos podemos quizás recordar y notar lo que sentimos cuando alguien nos abraza «pidiéndonos» o «atrapándonos». Son recuerdos inconscientes, que siente nuestro cuerpo sin ser conscientes de que estamos recordando una vieja historia grabada en nuestra corporalidad, en nuestras células; y que en adelante impregnará el resto de las experiencias de contacto físico con otros seres humanos. Estoy hablando de las «huellas» que estas interacciones tempranas graban en nuestros registros somáticos. Asimilo el cuerpo a la «caja negra» de los aviones que va registrando todas las incidencias y detalles del vuelo; así, nuestro cuerpo lleva la cuenta y el registro de toda nuestra historia (y como veremos, también nuestra prehistoria transgeneracional); recuerda siempre, aunque no tengamos el recuerdo consciente de las experiencias a las que se refiere.
Estas «huellas» contienen información de lo que pasó. El niño viene al mundo equipado esencialmente con los reflejos programados en su inteligencia genética, producto de la selección milenaria de lo que ha sido necesario para sobrevivir y adaptarse a la vida. Los reflejos no son puestos en marcha por una operación consciente, se activan ante un estímulo desencadenante (por ejemplo, el reflejo de succión cuando el bebé está cerca del pecho y el pezón de la madre). Pero en las interacciones con el medio se van modificando y adaptando a las circunstancias del ambiente. Pongamos otro ejemplo, la adaptación del reflejo de prensión. El bebé cierra su mano cuando le acercamos un dedo o un objeto, simplemente lo agarra, y aún no tiene ninguna intencionalidad al agarrarlo, es pura puesta en marcha del programa biológico. En sus continuas interacciones con el medio ha de ir adaptando la prensión a la forma de diferentes objetos, circulares, alargados, grandes, pequeños. Todos ellos requieren una manera diferente de agarrar. Así, el entorno, el medio y las experiencias van «moldeando» el reflejo, y las estructuras más desarrolladas de nuestro cerebro —el neocórtex— encargadas de acumular el mayor volumen de aprendizaje, se van «haciendo cargo» y haciéndose con el control voluntario de cómo hemos de agarrar. Algún día, a medida que se desarrolle nuestra maduración cerebral podemos ejercer un control consciente sobre lo que queremos que hagan nuestros músculos.
Lo que quiero decir con todo esto es que la experiencia va introduciendo información en nuestro sistema; esta información se va organizando relacionando un estímulo interno —ganas de coger algo, hambre, frío, desamparo…– con la puesta en acción de un paquete de conductas dirigido al entorno, la respuesta del exterior y la vivencia de satisfacción o insatisfacción experimentada a consecuencia de la respuesta. Toda esta experiencia queda organizada en nuestras redes neuronales,[6] que además contienen un estado del yo que comporta una forma de sentirnos, de pensar y de actuar. Por ejemplo, el niño pronto aprende a predecir que cuando el padre tiene rostro serio ha de ir con precaución porque puede recibir una regañina; o por el contrario, cuando le ve cara apacible y risueña sabe que puede acercarse y pedir carantoñas. Esto es un esquema de cómo estar en relación con el otro, y también es un estado del yo: tranquilo o atemorizado, dependiendo del estímulo del mundo externo.
La experiencia deja una huella que no sólo contiene, pues, información de lo vivido, sino que a partir de aquí también conforma un filtro de cómo percibir la realidad en adelante. El niño que cuando llora se encuentra con un cuidador irritado aprende a anticipar esta respuesta, a «saber corporalmente» que «está mal pedir», y aprende a inhibir el llanto; quizás lo veamos de adulto tragando saliva cuando se siente triste.
Una metáfora que encuentro clara para ilustrar cómo se configuran estas huellas profundas de experiencia es la de la nieve en la montaña y la experiencia de las personas que van a esquiar. El primer esquiador puede elegir realmente por donde bajar; toda la nieve está sin pisar, así que elegirá, probablemente, el paso que considere más fácil o más adecuado. Su paso deja una primera huella. El siguiente esquiador puede también elegir, pero lo más probable es que elija bajar por la huella ya hecha porque está pisada y es más fácil pasar. El tercero y los que vienen detrás pisarán casi con toda seguridad el mismo camino porque ya está marcado y ofrece la seguridad de que alguien antes ya pasó por allí. De manera parecida, nuestra experiencia va recorriendo los mismos caminos neuronales cada vez que se encuentra ante situaciones parecidas. También llamamos a esto generalización; es un proceso de economizar nuestro aprendizaje. Por ejemplo, si aprendemos cómo abrir una puerta con una manilla, vamos a generalizarlo a cómo abrir otras aunque las manillas sean diferentes. Esto nos ayuda a extrapolar nuestros aprendizajes a situaciones que tienen algún parecido y a economizar recursos; es una manera de ir haciendo automáticamente aquello que ya sabemos y así podemos liberar recursos de nuestra atención para incorporar nuevas cosas.
Esquemas organizadores de la experiencia: el guion de vida
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