Mario C. Salvador

Más allá del Yo


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quizás de adultos acudan a fármacos o diversas adicciones para calmar su dolor y vacío interno.

      Biólogos celulares como Bruce Lipton o neurocientíficos como Daniel Siegel van más allá afirmando como el entorno puede, de hecho, modificar la biología. Lipton lo defiende desde lo más biológico y celular demostrando cómo el entorno despierta, activa y demanda algunos genes sobre otros en función de lo que se necesita para adaptarse al ambiente; lo hace a través de la síntesis de proteínas, que activan unos genes mientras que mantienen otros inactivos. Éste es el campo de estudio de la epigenética. Daniel Siegel estudia y elabora en la revisión de la literatura de la neurociencia cómo los vínculos interpersonales determinan la maduración de nuestro cerebro y configuran la arquitectura de nuestras redes neuronales.

      Cuando el aprendizaje de la regulación emocional ha sido bien establecido y consolidado, el ser humano se hace resiliente, capaz de tolerar y enfrentarse de manera mejor a las adversidades de la vida, capaz de tolerar las frustraciones a sus necesidades sin poner en peligro su sentido de la valía personal. Esto no nos hace inmunes al sufrimiento ni al dolor, éste forma parte de la vida. Si perdemos a un ser querido, hemos de sufrir porque la separación comporta tristeza, miedo…, pero nuestro sentido profundo de una identidad valiosa («soy digno e importante como ser humano», «la vida sigue teniendo sentido») no se ve alterado.

      Este sentido de la valía en nuestro yo nuclear, corporal, va construyendo la narración que nos hacemos de nosotros mismos en relación con el otro. Es decir, nos vamos contando una historia de quiénes somos, quiénes son los otros en relación con nosotros y qué es la vida. Construimos esta narración de una manera coconstruida; es decir, en nuestras relaciones. Es en estas relaciones en las que nos vamos contando y creando la historia de quiénes somos, quién son los otros para nosotros y qué es la vida. Las respuestas a estas preguntas responden a la necesidad de darnos estructura, o lo que es lo mismo, ir adquiriendo los códigos para saber movernos en la vida, saber cómo mostrarnos a los demás y tratar de dar una mínima estabilidad al mundo que nos rodea; necesitamos hacer nuestro entorno predecible para adaptarnos a él y saber cómo responderle.

      Pero no somos el resultado de los hechos y acontecimientos que hemos vivido, sino de lo que nos contamos de nosotros mismos, los otros y la vida por lo que la vida nos hizo. Somos cada uno de nosotros los arquitectos de nuestro yo; los demás colocan los ladrillos y los materiales para construir el edificio, pero es cada individuo el que decide cómo colocarlos y qué forma darles. Es por esto por lo que siempre podemos cambiar, porque el cambio implica el reconstruir la forma en la que nos percibimos a nosotros mismos y la vida, cambiar la historia que nos contamos sobre lo que somos y lo que nos pasó. Nuestro cerebro está haciendo nuevas conexiones y aprendizajes en todo momento, es neuroplástico. La neuroplasticidad cerebral se refiere a la capacidad para establecer conexiones neuronales nuevas durante toda nuestra vida, de aprender y reaprender lo que necesitamos, de reorganizar nuestra experiencia de una manera diferente a la luz de las nuevas experiencias y las nuevas relaciones.

      Me he extendido especialmente en lo que ocurre en los primeros años de la vida, esto no significa que sean los únicos significativos. Por supuesto, será la globalidad de la historia y la calidad de la atmósfera en la que vamos madurando como personas la que determinará la huella que deje en nuestro desarrollo el entorno. En condiciones «suficientemente buenas», para usar el término de Winnicott, el ser humano madura de manera saludable.

      Las experiencias dejan una huella más o menos determinante en función de la intensidad y del período de maduración. La importancia de lo que ocurre en estos primeros años estriba en que son el fundamento (las bases) sobre el que se asienta la construcción posterior de la identidad y de la personalidad. Estas experiencias tempranas organizan los primeros esquemas o patrones de experiencia (volveré posteriormente a este concepto), y consolidan nuestras «creencias corporales nucleares» que servirán para interpretar los acontecimientos posteriores que encajen con ellos. Cabe decir aquí que los seres humanos vivimos, generalmente, con los mismos cuidadores durante un tiempo prolongado, por lo que la cualidad de las experiencias suele ocurrir repetidamente, actuando como reforzador de un esquema o red de memoria.

PREGUNTAS DE AUTOCONOCIMIENTO

      • ¿Qué sabes del estado emocional de tu madre, padre o cuidadores primarios en los primeros años de tu vida?

      • ¿Cómo te imaginas que eran las interacciones con ellos cuando tenían que cuidarte o calmarte?

      • ¿Qué imaginas que veías en los ojos de tu madre (o cuidador primario) cuando te alimentaba, bañaba o aseaba?

      • ¿Qué esperaban de ti cuando te concibieron o cuando estabas en gestación?

      • ¿Cómo manejaban tus inquietudes por explorar el mundo y conocerlo?

      En este proceso de interacciones repetidas, el niño —y su sistema neurológico— va aprendiendo a conectar y asociar las señales internas, que son sus sensaciones físicas, con una acción hacia el exterior (al principio es la llamada del llanto o la protesta de la rabia), la anticipación de una respuesta externa y la recuperación del estado de equilibrio y bienestar u homeostasis. Así, aprende a anticipar y a predecir lo que puede esperar.

      La construcción de la identidad dolorosa: cuando las cosas van mal

      Hasta ahora he ilustrado el lado óptimo del desarrollo. ¿Pero qué ocurre si las cosas no ocurren satisfactoriamente? El proceso es marcadamente diferente. Si en el lado positivo el niño va conformando esa actitud vital de «estar bien en el mundo y ser digno» y va aprendiendo los códigos adecuados para madurar e ir haciéndose cargo de sus necesidades, cuando los cuidados recibidos se caracterizan por la negligencia, el abandono o el desencuentro, esto tendrá efectos más o menos devastadores en la maduración.

      El ciclo de la experiencia sigue básicamente los siguientes pasos: emergencia del estado de necesidad (ocurre un desequilibrio en el estado de bienestar, aparece el «hambre» de una necesidad), consciencia del malestar (el umbral estará más o menos alto en función de la edad de la persona y del aprendizaje y maduración), acción de pedir o hacer algo para satisfacerla, reacción del mundo exterior —el cuidador— a la necesidad, y en el punto final pueden ocurrir dos cosas: a) que la respuesta del exterior sintonice con la necesidad y que el organismo recupere el bienestar, el equilibrio y la felicidad en suma («Yo soy merecedor y digno»), o b) que la respuesta sea frustrante o atemorizante y que el organismo tenga que reaccionar con una respuesta de supervivencia (lucha, miedo o parálisis). En el caso b), la necesidad no sólo no es satisfecha, sino que se acentúa el dolor cerrando el ciclo con una conclusión que ayude a manejar la experiencia y a protegerse (por ejemplo, concluyendo «No soy importante, molesto si pido», y tomando una decisión del tipo «Me bastaré solo y no molestaré»). Cuando el ciclo se cierra con la alternativa frustrante, y si esto ocurre reiteradamente, el organismo se irá cerrando hacia el exterior, la persona dejará de pedir, e incluso, en casos más extremos, dejará de esperar y se resignará o se abandonará; es el principio de una actitud depresiva en la que se trata de suprimir la necesidad en relación con otros seres humanos.

      Pensemos en cómo se puede originar un esquema o patrón[5] de experiencia así. Imaginemos que un bebé de pocos días, cuando siente el malestar propio por la emergencia de una necesidad, comienza a quejarse y a llorar, al principio de una manera suave. La persona que se encarga de sus cuidados no responde inicialmente, así que el llanto aumenta en intensidad para tratar de llamar la atención e impactar en alguien. A partir de aquí, veamos las diferentes opciones. La primera puede ser que el cuidador finalmente acuda y haga lo apropiado para calmar y satisfacer al niño; entonces éste recobrará su bienestar y registrará una satisfacción corporal y psicológica, aprenderá que puede ser activo en el mundo y a mantener la esperanza en que éste le responderá adecuadamente y aprenderá a confiar. La segunda opción es que aun cuando llora más, siguen sin responderle, entonces tendrá un acceso de ira, cogerá una rabieta, tratando de llamar con más fuerza; si aún nadie responde, llegará un momento en que el organismo se fatigue, no puede seguir luchando y llamando, y entrará en un estado de resignación, de rendimiento. Aquí el organismo se abandona y se retira, renuncia a esperar nada proveniente del mundo externo y se deja ir en una