Mario C. Salvador

Más allá del Yo


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con alguien del que podamos depender de una manera sana, es decir, que respete nuestras necesidades, nuestro ritmo, nuestra naturaleza y temperamento básicos y que nos permita crecer y ser a nuestra propia manera. Los cuidadores demasiado heridos o demasiado rígidos en sus ideas y concepciones de «lo que ha de ser el niño» no dejarán suficiente espacio para que la naturaleza genuina del hijo brote y madure a su ritmo y manera.

      Ya que necesitamos depender por un largo período de tiempo, el tipo de experiencias que ocurren en la relación con nuestros cuidadores suelen repetirse frecuentemente. Es esta repetición lo que ayuda a reforzar un esquema de experiencia haciendo más probable que se active en un futuro el mismo tipo de vivencia y manifestación ante estímulos y circunstancias que recuerden la experiencia original.

      Factores de la motivación humana

      Los seres humanos vamos dando forma a nuestro sentido del ser y organizando nuestra experiencia basándonos en tres motivadores que nos mueven como especie: la necesidad de estar en relación con otros (vinculación), la necesidad de estar estimulados para crecer y la necesidad de tener estructura.

      El primer motivador psicológico para garantizar nuestra existencia es la necesidad de estar vinculados a otro ser humano. Como mamíferos, no podemos sobrevivir por nosotros mismos ya que nuestras necesidades dependen de nuestros cuidadores. En todas las especies mamíferas vemos como los cachorros van detrás de sus madres para mantenerse a salvo y garantizar el alimento. Y esta necesidad de vínculo también tiene programada la distancia física de nuestro progenitor a la que nos sentimos seguros. Pensemos en las crías de elefante que van siempre corriendo y pegadas a su madre y a la manada; «saben biológicamente» que quedarse a distancia las hace más vulnerables a los depredadores. Así que el alejamiento o la ausencia del cuidador disparan la vivencia de alerta, peligro y la emoción del miedo o la angustia de separación y peligro. En cualquier caso, la separación comporta en sí misma un peligro: la vivencia de desamparo y desprotección. Pensemos en cuántos adultos tienen reacciones de angustia y ya no tienen consciencia de su causa. La raíz está en las experiencias tempranas de separación más allá de lo que era tolerable para un niño pequeño.

      Los teóricos del vínculo como John Bowlby y Mary Ainsworth han estudiado cómo afecta la experiencia de vinculación en los primeros años de la vida en cómo solemos establecer nuestros vínculos afectivos posteriormente en la edad adulta. Bowlby empezó a elaborar su teoría en los estudios del comportamiento animal y en los niños con problemas psiquiátricos, y Mary Ainsworth, seguidora de Bowlby, posteriormente elaboró más detalladamente los diferentes estilos de apego o lo que llamamos «esquemas de estar en relación». Bowlby postuló cómo el apego es un factor básico para la salud mental de los seres humanos y cómo las heridas en el establecimiento de los vínculos y el aprendizaje en los vínculos determinaban la salud y el éxito en las relaciones posteriores de las personas.

      Bowlby y Ainsworth determinaron que los elementos clave en la configuración del patrón de estar vinculado eran entre otros:

      • La duración del vínculo. El niño necesita estar un tiempo suficiente para poder vincularse a su cuidador, así los cambios frecuentes en el vínculo van a determinar la vivencia de «pérdida», el niño no vive un tiempo suficiente el vínculo como para confiar en que durará la relación y experimenta que ésta se acaba demasiado pronto.

      • La estabilidad. Tiene que ver también con que la persona que ofrece los cuidados sea estable, predecible en sus conductas y organizada.

      • Que produce calma y regulación emocional. La persona que provee de los cuidados ha de tener una inteligencia emocional suficiente como para diferenciar el complejo mundo interno del niño; diferenciar cuando la queja implica miedo, hambre, frío, etc. para poder ofrecer un cuidado que regule y calme los estados internos del niño y le ayude a recuperar el bienestar.

      • Que provea de protección. Es la condición para que el niño se sienta seguro y protegido de los peligros y recupere la confianza.

      • Permiso para la exploración. Una vez que el niño está calmado y satisfecho, necesita volver a explorar el mundo en su afán de ser estimulado para favorecer su aprendizaje y relación con el mundo. El cuidador que permite la satisfacción de la curiosidad y el aprendizaje facilita el sentimiento de que puede ir al mundo sintiendo que hay alguien que le apoya y cree en él.

      El niño cuando nace vive una primera experiencia de separación del cuerpo de la madre. Hasta ese momento, en la vida intrauterina la respuesta a las necesidades del organismo puede haber estado aceptablemente en sintonía, ya que la programación biológica se encarga de la comunión y conexión. Ya fuera del cuerpo de la madre, el niño y su madre necesitan ir ajustando sus ritmos y sus necesidades. La madre tiene que adaptarse a un nuevo organismo, que le pide y necesita, y el niño tiene que adaptarse a emplear sus propios órganos para hacerse cargo de sus funciones vitales y también ir adaptándose a que la madre no esté siempre disponible. Es el comienzo de la aventura del yo, de la historia de la experiencia de frustración y de la elaboración de la frustración. Pero en esta etapa de los primeros meses, el bebé se experimenta como una prolongación de la madre; no tiene consciencia de ser un yo separado y diferenciado, depende completamente de la madre y se vive feliz o infeliz dependiendo de la eficacia con la que la madre le atiende.

      A medida que madura va desarrollando su capacidad perceptiva y sus órganos van ganando destreza para moverse por sí mismo. Cuando comienza a gatear puede vivir que es capaz de moverse más allá del cuerpo de la madre y por sus propios medios; poco a poco la consciencia de la separación y diferenciación se va incrementando. Es en este proceso de ir y venir, acercarse y separarse, en el que va aprendiendo que la madre está de una forma consistente, estable y segura: le calma, le protege, le quiere, y cuando ya tiene suficiente le permite volver a explorar.

      Las interacciones en las que el niño prueba una y otra vez que puede explorar y que si tiene miedo vuelve y encuentra invariablemente a la madre proporcionándole un cuidado adecuado van reforzando la vivencia de que si se siente vulnerable, en cualquiera de los sentidos, la madre está siempre. Algún día se atreverá a desplazarse fuera del campo de visión de la madre, la perderá de vista y si sigue experimentando que cuando vuelve está y le sigue calmando podrá incorporarla internamente, sentir que la madre está aunque no la vea. Esto es lo que los psicoanalistas denominan «constancia del objeto de cuidados» y que permite al niño sentirse en calma y seguro aun quedándose en el colegio o en casa de amigos y aunque no vea la presencia física de la madre. Los adultos que no han establecido bien esta etapa y no han consolidado este aprendizaje, tendrán dificultades en sentirse amados si la persona con la que están vinculados no les manifiesta frecuentemente que los ama; y aun así, pueden vivir una inseguridad básica sobre su derecho a «merecer ser amados».

      Cuando el vínculo se ha establecido sobre interacciones protectoras y calmantes, se establece un patrón de apego seguro.

      Las personas que han madurado en un estilo de apego seguro tienden a ser más cálidos, estables y con relaciones íntimas satisfactorias; tienden a ser más positivos, integrados y con perspectivas coherentes de sí mismos, y muestran tener una alta accesibilidad a esquemas y recuerdos positivos, lo que les lleva a tener expectativas positivas acerca de las relaciones con los otros, a confiar más y a intimar más con ellos.

      En otras circunstancias, el niño puede vivir con cuidadores que son distantes y fríos afectivamente, o que incluso pueden vivir las demandas y necesidades del niño con irritabilidad o incluso hostilidad. Estos cuidadores no proveen de una respuesta con calor, acogimiento y cariño aunque puedan ser buenos dando los cuidados físicos en relación con los alimentos, la ropa, la estructura y el ritmo de los quehaceres domésticos. Pero este tipo de cuidados no satisface todas las necesidades. Los niños que crecen en este tipo de vínculo tienen despliegues mínimos de afecto o no sienten angustia hacia el cuidador; se evaden de esta figura en situaciones que normalmente exigen la búsqueda de cercanía. Tienen estructuras de pensamiento rígidas con propensión al enfado, y se caracterizan por metas destructivas, frecuentes episodios de enfado y otras emociones negativas. Algunos niños sujetos a un régimen imprevisible parecen llegar a un punto de desesperación en el que muestran un relativo desapego o desinterés en el cuidador —ya no acuden