el que apoye y ayude al niño a sentirse valioso y ayudarle a mejorar y prosperar, es el mismo padre el que causa una lesión en la autoestima del niño, que en su esfuerzo de ser aceptado por el padre se esfuerza en «ser como esperan de él que sea». El niño aún no alcanza a comprender que los padres pueden ser poco competentes en su labor como padres, así que se explica que el que está mal es él; esto tiene varias funciones:
• Creyendo «Soy yo que no soy capaz y valioso», el niño puede seguir manteniendo la esperanza de que sus padres son capaces de cuidarle y quererle, que puede depender de ellos y ser cuidado.
• Si el fallo está en él, también puede mantener la sensación de control de que si cambia tal vez puede llegar a ser el hijo que los padres desean y le puedan aceptar y querer. Esto le provee de un sentido de falso control, de que puede hacer algo, de seguir luchando. Pensemos que el otro lado de la esperanza es la depresión y la resignación: el no esperar ya nada del mundo exterior y refugiarse en uno mismo.
En cualquier caso, lo que aquí ocurre es que para conservar el equilibrio del sistema, este niño tiene que construir una estructura más rígida que le ayude a mantener el control de sus necesidades. Como no puede satisfacer su necesidad natural de reconocimiento y valoración, concluye «No soy suficiente» como forma de mantener su necesidad controlada, ha de aprender a posponerla mientras se esfuerza en ser mejor para el padre y algún día, quizás, lograr su reconocimiento. La necesidad de relación no satisfecha da paso, pues, a que la estructura de la identidad («No soy suficiente») se haga más rígida para compensar y tratar de compensar el sufrimiento a la vez que queda un camino para la esperanza.
El equilibrio de fuerzas entre la necesidad de relación y de estructura puede todavía requerir un esfuerzo mayor. Imaginemos que la madre del niño es violenta, agresiva y habitualmente ausente porque es toxicómana. En esta condición, la madre no puede estar emocionalmente disponible, y cuando el niño tiene necesidades, ésta reacciona con violencia física o psicológica diciéndole mensajes crueles tales como «No debías haber nacido», «Has venido a arruinarme la vida», «Eres un asco»… Estos mensajes van dirigidos a la esencia del ser del niño, ni siquiera a su comportamiento. Son los mensajes más destructivos de la identidad y la naturaleza del niño. Lo probable es que cuando el niño experimenta necesidades y ha de acudir a la madre, ésta reaccione con agresión verbal o física reiteradamente. Esto produce una situación de confusión y de paradoja biológica y psicológica; a la vez que el niño quiere y necesita a la madre y ha de acercarse a ella para sobrevivir, se enfrenta al dolor de ser rechazado o maltratado. La paradoja es entre el necesitar y el tratar de no necesitar para no experimentar el dolor del rechazo y de que sus necesidades molestan y no son importantes. El niño ha de construir, pues, un mecanismo para tratar de resolver y compensar esta confusión. Muy habitualmente, estos niños desarrollan una parte interna muy agresiva contra sí mismos que los trata de forma muy cruel, funciona como «un maltratador interno», una parte muy crítica que les habla —en el diálogo interno— de manera muy agresiva: «¡Eres una mierda!», «¡No mereces que te quiera nadie!», «¡Nadie te va a querer!», «¡No es verdad que te quieran porque no eres importante!». Este «agresor interno» tiene la función de tratar de disuadir al niño (o a la persona cuando es adulta) de necesitar de los demás simplemente para no encontrarse con el dolor del rechazo. Suele repetir internamente lo mismo que ha oído a su madre, pero de una forma incluso más agresiva. Esto proporciona asimismo una «ilusión de control». El control consiste en que esta parte autoagresiva le dice cosas crueles con la función de que no tenga que escucharlas de su madre o de otros, que es aún más doloroso. La función de esta parte agresora es mantener las necesidades encapsuladas y bajo control, o incluso tratar de que el niño no experimente la necesidad y así no tenga que sufrir: de que sea autosuficiente. Pero la paradoja de este mecanismo extremo también es que se convierte en una condena a la soledad, a vivir una vida triste y sin esperanza, en un estado de letargo interno o una actitud de dejar que la vida vaya pasando sin ilusión en nada. En casos más extremos, la persona existe como un autómata o un robot que vive, trabaja, duerme y hace lo que tiene que hacer por rutina, pero sin encontrar satisfacción alguna en ello.
Este último caso hace que la estructura de la identidad se haga muy rígida, de manera que la persona se define a sí misma muy negativamente, a los otros como no dignos de confianza y a la vida como sin sentido. Es una autodefinición depresiva y traumática que no deja espacio a las necesidades naturales para poder ser satisfechas en relaciones gratificantes. Pero como el control nunca puede ser completo, porque el organismo mientras está vivo sigue necesitando, frecuentemente estas personas entran en relaciones muy destructivas con otros que los tratan mal cuando su necesidad se hace demasiado intensa. Cuando se atreven a acudir al otro, normalmente están en un estado de tanta necesidad que no disponen de los mecanismos de regulación y de selección apropiados para elegir quién le ofrece una relación conveniente y quién no. Suelen vincularse con personas que los tratan con rudeza o incluso con maldad. Con ello vuelven a confirmar que no son dignos de amor y que no pueden confiar en nadie, y el ciclo se perpetúa volviendo a refugiarse en sí mismos y tratando de vivir en soledad. No han aprendido a discriminar las claves de cuando los tratan mal debido a que han crecido aguantando o no sintiendo el dolor, tratando de no necesitar y quitando valor a los que les han dado muestras auténticas de cariño. Así que cuando su necesidad se despierta entran fácilmente en relación con cualquiera que les muestre un poco de atención e interés, pero que luego los maltratará o abandonará.
Hasta aquí, se ha expuesto cómo en la necesidad de relación (vínculo) le va dando forma también a la necesidad de estructura: quién soy yo, quiénes son los otros para mí, qué es la vida.
La tercera de las hambres o necesidades que motivan la conducta del ser humano es la «necesidad de estímulos». Como organismo vivo, el ser humano necesita nutrirse del entorno exterior, estar en contacto con los estímulos de su mundo interno (sensaciones, necesidades, pensamientos, fantasías, emociones, recuerdos…) y los estímulos procedentes del mundo externo que encajan o no con lo que se despierta internamente. Los estímulos internos son, pues, todo aquello que forma parte del mundo interno —intrapsíquico— de la persona; estos procesos internos informan de lo que el individuo necesita o desea y le mueven a poner en marcha una acción para dirigirse a buscar en el mundo externo su satisfacción y a recuperar el estado de equilibrio homeostático: el bienestar. Ya he señalado como en el organismo todo está orientado a la recuperación del bienestar y a la supervivencia.
Cuando el ser humano es todavía un bebé, los estímulos internos no tienen «forma», no son conscientemente conocidos. Simplemente se despiertan cuando el organismo biológico necesita algo y activan la llamada (el llanto). Como he dicho anteriormente, es la madre la que ha de responder identificando, etiquetando con la palabra y proporcionando la nutrición adecuada a lo que ocurre internamente. Así el niño va aprendiendo a asociar sus sensaciones internas con el nombre, lo que necesita para satisfacerse y lo que necesita hacer para lograrlo. La madre es, pues, el regulador bioquímico del mundo interno del niño, y la función principal de los cuidados maternales es «dar forma» a este mundo en principio caótico. En este proceso de aprendizaje activo, el ser humano va aprendiendo a leer los códigos de su mundo interior y también a interpretar los códigos para moverse adecuadamente en el mundo externo. Pronto va a aprender cuándo la madre, el padre u otros cuidadores están disponibles o no, aprende a anticipar y a desarrollar mecanismos de adaptación —personalidad— para moverse en el mundo y para mostrar aquello que tiene más probabilidades de ser aceptado y respondido; y a la inversa, aprende a inhibir y a reprimir aquello que anticipa que va a ser reprobado o rechazado. De esta manera, cuando la madre (siempre hablo de madre refiriéndome al cuidador primario) no satisface las necesidades del niño, éste ha de poner en marcha mecanismos de conformidad para sobrevivir; a estas estrategias Winnicott (1965) las llamó «Falso Yo». El Falso Yo, también llamado «Yo Social», oculta y protege al «Auténtico Yo» —el que responde a la naturaleza vulnerable de uno mismo— y trata de conformarse a las demandas ambientales. El «Falso Yo» es el que se muestra al mundo porque ha aprendido que va a ser aceptado, y el «Verdadero Yo» (el yo vulnerable) queda muchas veces oculto para evitar el dolor del rechazo. El resultado es frecuentemente un sentido generalizado de irrealidad, futilidad, carencia de vitalidad y sinsentido en la vida.
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