Caetano Veloso

Verdad tropical


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de posibilidades reales que en visiones venidas de otro mundo: seguramente él consideraba mis canciones más originales y yo le parecía más inteligente de lo que yo era capaz de admitir. Durante mucho tiempo, me quedé en Bahía sin mover un dedo para organizar mi partida a Río, sin siquiera pensar en conseguir un lugar donde vivir allá, hasta que, en el Carnaval de 1966, Roberto me presentó a un artista gráfico chileno llamado Alex Chacón, que había venido de Río para colaborar con él en no sé qué proyecto. Alex adhirió inmediatamente a la campaña en favor de mi partida. No recuerdo que me haya oído cantar en Salvador. ¿Qué lo había hecho colaborar con tanto entusiasmo en la campaña? ¿Mis conversaciones? ¿La grabación de Bethânia de A manhã? Recuerdo haberlo escuchado hablar con un entusiasmo cómico de la locura del Carnaval de Bahía, estaba impresionado y decía que solo podía ser el diablo en persona quien tocara la mandolinita del trío eléctrico. Él mismo parecía un diablito, muy flaco y menudo, con ojos extremadamente vivos y el acento enfático de las personas de lengua española. Le pregunté cómo quería que yo abandonara una tierra como esa. Alex cambió inmediatamente de tono y dijo que en relación a eso no había discusión posible: me ofrecía vivir en su departamento. Estaba casado con una brasileña a la que los padres le habían dejado un amplio departamento en la avenida Nossa Senhora de Copacabana, casi en la esquina de la calle Santa Clara, donde vivían sin hijos. Cerca de dos meses después, alentado por Dedé –que decidió mudarse a Río por mí–, llegaba en autobús a la estación de Río de Janeiro donde me sorprendía la adorable cantante Sylvia Telles, que me esperaba con un perrito en brazos. Me llevó en coche hasta el departamento de Álex y me dijo que, en cuanto estuviese listo, iríamos ese mismo día a la casa de Edu Lobo. Este, un gran compositor que en ese momento estaba en la cresta de la ola, me recibió esa misma noche con un cariño e interés sinceros de los que nunca me olvidaré. Esa es la imagen de la hospitalidad con la que Río, a pesar de los prejuicios que descubrí más tarde, me recibió. Será siempre la medida de mi gratitud –a pesar de las crisis de furia– hacia aquella ciudad que João Gilberto llama “la ciudad de los brasileños”.

      PARTE II

      TRANCE

      Si el tropicalismo se debió, en alguna medida, a mis actos y mis ideas, tenemos que considerar el impacto que produjo en mí la película Tierra en trance, de Glauber Rocha, en mi temporada carioca de 1966-1967, como desencadenante del movimiento. Mi corazón dio un vuelco en la escena de apertura cuando, al son del mismo cántico de candomblé que estaba en la banda sonora de Barravento –el primer largometraje de Glauber–, se veía aproximarse, en una toma aérea del mar, la costa brasileña. Y, a medida que el film avanzaba, la inmensa fuerza de las imágenes que se sucedían confirmaba la impresión de que ciertos aspectos inconscientes de nuestra realidad estaban a punto de revelarse.

      A esa altura, el joven director bahiano Glauber Rocha era un verdadero líder cultural. Después de rodar Barravento, cuando todavía vivía en Bahía, impactó a directores y críticos europeos con Dios y el diablo en la tierra del sol, un film cuya belleza salvaje nos excitó a todos porque nos hizo sentir que era posible un gran cine nacional. No se trataba de la conquista de un estándar de calidad; esa había sido la meta de Vera Cruz, la productora fundada por el empresario paulista Franco Zampari, que construyó un estudio bien estructurado en el que se producían, hasta fines de los años 50, películas con buena terminación. Para dirigir esa empresa, Zampari convocó a Alberto Cavalcanti, el cineasta brasileño que había trabajado con éxito en Inglaterra y Francia y volvía a Brasil en respuesta a esa invitación de la élite para crear una industria brasileña de alto nivel. Era un intento por superar la etapa primitiva del cine comercial brasileño, representado por las comedias carnavalescas cariocas conocidas como chanchadas, fórmula que había sido estrenada con éxito en los años treinta. El Cinema Novo fue un movimiento que surgió en la primera mitad de los años 60 y se opuso tanto al academicismo de las producciones respetables de la Vera Cruz como al primitivismo de las chanchadas. No sin dificultad el Cinema Novo logró la victoria de prestigio sobre aquellas dos tendencias, y la falta de atención –casi hostilidad– a producciones como O Cangaceiro (Vera Cruz) u O homem do Sputnik (chanchada) hoy resultan francamente injustas.

      Glauber lideró en todo momento el movimiento, tanto en la teoría como en la práctica. Su libro Revisión crítica del cine brasileño argumentaba en favor de la creación de un cine superior nacido de la miseria brasileña como el neorrealismo había surgido de la indigencia de las ciudades italianas en el comienzo de la posguerra. Desde allí convocaba a todos los jóvenes intelectuales de izquierda que se habían sentido atraídos por el cine y se habían inspirado en films como Rio, 40 graus de Nelson Pereira dos Santos, tal vez el cineasta brasileño más influyente. Naturalmente, eso significaba un desprecio tanto a los sensatos, que solo intentaban poner frente a cámara historias razonablemente guionadas, como a los astutos que producían diversión para un público semianalfabeto.

      Dios y el diablo en la tierra del sol fue la película más emblemática del Cinema Novo. Más o menos en la época en que se estrenó había, además, otros buenos films (con verdadera calidad técnica entre sus numerosas virtudes) que trataban temas muy diferentes de los de la Vera Cruz, como Los fusiles de Ruy Guerra o Vidas secas de Pereira dos Santos, que inauguraban colectivamente el movimiento. Pero Dios y el diablo en la tierra del sol iba más allá de eso: se alzaba por sobre los esquemas industriales y no reverenciaba lo ya establecido artísticamente. El film habla de los fanatismos religiosos del nordeste brasileño y hace alusión al libro de Euclides da Cunha Los Sertones, un híbrido único entre un tratado sociohistórico, un ensayo periodístico y una novela. Dios y el diablo en la tierra del sol hace un retrato de los cangaceiros de la región, esos bandidos rurales que se hicieron famosos en Europa a través de la película O Cangaceiro, ganadora de varios premios de Cannes a mediados de los 50. Los cangaceiros de la vida real eran bastante impactantes con sus sombreros de vaquero estilizados, sus medallas y joyas. Crueles y románticos, estaban listos para la venganza social en una tierra dominada por los terratenientes. Glauber no le temía a la torpeza para exhibir las enseñanzas estéticas de Eisenstein, Rossellini, Buñuel o Brecht (además de la Nouvelle Vague y algún gesto aprendido del para nosotros emergente cine japonés) y las lecciones ideológicas de algunos marxistas. Presentaba un panorama exuberante y algo deforme (en Europa como en Brasil se lo llamó, creo que con tino, “barroco”) de las fuerzas épicas insertas en nuestra cultura popular. La verdad es que el resultado final de esta película se acerca más al genial Pasolini de El evangelio según San Mateo que a cualquier otro director: la fotografía sin contraluz, el delirio construido con material crudo, la imposición de un mundo mental a las imágenes. Los dos films, estrenados el mismo año, comparten esos elementos. Pero Dios y el diablo en la tierra del sol no se apoyaba en nada semejante a la poderosa simplicidad de los evangelios: tenía que dar cuenta de todo un imaginario y una problemática particulares de Brasil. Se podía ver en la pantalla el deseo de los brasileños de hacer cine. No era un Brasil que lo hacía bien (o demostraba que podía hacerlo) sino que se equivocaba y acertaba, pero proponía nuevos criterios para juzgar errores y aciertos a partir de un punto de vista propio. El cineasta español Fernando Trueba me dijo una vez que incluso las películas brasileñas malas no eran tan malas, porque siempre había algo salvaje para rescatar y que ese aspecto era el mismo que se veía, concentrado, en las buenas películas de Brasil. Esa verdad es perceptible incluso para los extranjeros, pero fue revelada por el Cinema Novo; y el Cinema Novo no hubiera existido sin Glauber. Lo que purifica a los malos films brasileños e ilumina los buenos de todas las épocas es la llama que arde en Dios y el diablo en la tierra del sol y que consagró a Glauber como maestro entre sus pares, más allá de su personalidad influyente (a pesar de ser –o justamente porque– siempre polémica) en todas las áreas de nuestra vida cultural. Mientras filmaba Tierra en trance, la expectativa en torno a lo que haría después de Dios y el diablo en la tierra del sol era enorme. Fui solo a un cine de Copacabana al estreno.

      Yo había ido a Río en abril o mayo de 1966 y, después de vivir en el departamento de Alex Chacón en Copacabana, me mudé al “Solar da Fossa”, nombre del precursor de los apart-hoteles en Río de Janeiro. Era una vieja casa de campo que había sido transformada en un conjunto de departamentos, con una portería de hotel barato y un mínimo