cada uno puede alterar con su mera conducta los resultados de la distribución. Que yo con mi coche y por causa de mi impericia le cause a un coche de Amancio Ortega o de Bill Gates o de Carlos Slim un desperfecto de quinientos euros no modifica ni un ápice la indemnidad, la autonomía o la capacidad de cualquiera de esos señores para elaborar y cumplir sus planes de vida. Pero resulta que el coche es suyo y a mí no me está permitido, sin su consentimiento, ni quitárselo ni deteriorarlo haciendo que disminuya su valor, y eso no en consideración a su derecho de propiedad, sino a la norma que le asigna la propiedad del coche. Porque si alguien puede destruir lo que la norma distributiva asigna como propiedad de otro, la norma distributiva en cuestión ha perdido su vigencia general y estaría siendo sustituida por otra que, a los efectos, vendría tácitamente a decir algo así como esto: a tenor de las normas vigentes de asignación de propiedad, cada cosa es propiedad de aquel al que según esas normas le corresponde, salvo que otro se la quite o se la destruya. En esa sociedad habría desaparecido la regulación de la propiedad.
Insisto en que no es tan grande la diferencia con Papayannis, porque este explica que no puede controvertirse la tesis de que “los derechos de indemnidad son una cuestión de justicia distributiva” (2014, p. 321), puesto que de justicia distributiva es la correspondiente decisión de repartir unos u otros derechos y de una u otra manera.
Es al Estado al que corresponde la distribución y es el Estado el que mediante las regulaciones del derecho de la responsabilidad por daño la respalda20, además de por otras vías, empezando por las penales. No es que el Estado se rinda ante los requerimientos insoslayables de la justicia correctiva y ponga su aparato coactivo en marcha a fin de que quien dañó injustamente a otro lo indemnice y recomponga el equilibro entre ellos roto. No es eso, sino que el Estado está defendiendo su propio orden básico, la distribución vigente, a base de otorgar al dañado la acción procesal para que, si quiere21, fuerce, mediante la indemnización, la recomposición de los resultados de la regla ignorada, y con cargo al que la ignoró22. Es en ese sentido en el que seguramente hay bastante razón en al menos una parte de la llamada teoría del “civil recourse” que sostienen Goldberg y Zipursky23.
El imperio ilimitado de la justicia correctiva daría cuenta de la vigencia irrestricta de la prohibición de dañar, del naeminem laedere. Pero no es así, ya que de todos los daños que unos a otros nos causamos en la convivencia ordinaria, incluso de mala fe y con el más frío designio, solo una parte muy mínima es tenida en cuenta por el derecho de daños: solo aquellos que ponen en cuestión una regla básica de distribución social24.
Papayannis afirma que “la violación de un derecho primario hace nacer un derecho secundario a la compensación” (2014, p. 332). Pero, en mi opinión, la vulneración de un derecho del dañador no es ni condición suficiente ni condición necesaria para que se impute responsabilidad y consiguiente deber de compensación. Ni siempre que se violan derechos, incluso derechos muy importantes para la autonomía y el plan de vida de los ciudadanos, ha lugar a compensación, ni siempre que hay compensación se puede identificar plenamente un concreto derecho violado del dañador, salvo que recurramos a esa especie de tautología de que siempre que hay daño es porque se ha vulnerado el deber de no dañar de uno y el derecho a no ser dañado de otro.
IV. LA CUESTIÓN DE LOS DAÑOS MORALES Y, EN GENERAL, DE LOS DAÑOS NO ECONÓMICOS
Hasta aquí puede dar la impresión de que, al hablar de que el fundamento último del derecho de daños está en la protección de las reglas de distribución y de su vigencia general, estamos aludiendo únicamente a la propiedad o cualesquiera medios de naturaleza económica. Tal enfoque dejaría al margen aquellos casos en que el derecho de la responsabilidad extracontractual reacciona ante el daño a bienes de la personalidad o de naturaleza moral, como puedan ser, paradigmáticamente, los llamados daños morales. Ante esa posible objeción no estarán de más un par de observaciones.
En primer lugar, se debe mencionar que es el propio derecho de daños el que hace la traducción económica de esos derechos morales. Podría pensarse, por ejemplo, en que la reparación a favor del que ha sido dañado en su honor consistiera en que el otro tuviera que desmentir cien veces en público y en voz bien alta la información falsa o el juicio malévolo que sobre el otro hizo. Medidas así se imponen a veces como penas accesorias para delitos contra el honor, pero no en el campo de la responsabilidad civil, en el que siempre es una compensación dineraria lo que se decide cuando se ha establecido que existió daño. Por consiguiente, si admitimos que a la justicia distributiva concierne lo referido a la distribución social de recursos económicos, esas transferencias económicas que el derecho de la responsabilidad impone incluso en los casos de daños puramente morales algo han de tener que ver con la justicia distributiva25.
En segundo lugar, y como se deriva también de planteamientos como el de Papayannis, no hay por qué entender que la justicia distributiva versa solamente o principalmente sobre los repartos de recursos económicos, de dinero, propiedades o bienes para los que se pueda fijar con facilidad un precio. Como ha quedado definitivamente claro desde la obra fundamental de John Rawls el siglo pasado, la justicia social o justicia distributiva se ocupa de la distribución de beneficios o bienes de cualquier tipo, empezando por algunos tan intangibles como pueda ser la libertad, en sus variadas manifestaciones. Cuando las normas jurídicas en una sociedad vigentes determinan quién puede o no gobernar su propia vida, quién puede o no expresarse libremente o con qué límites para cada cual, quién puede ser propietario de ciertos bienes o gestionar sus propiedades, quién puede moverse con libertad dentro de las fronteras del Estado o rebasándolas, etc., asistimos a los repartos sociales básicos y nos ubicamos en el campo propio de la denominada justicia distributiva.
Así que cuando un individuo altera dañinamente los resultados de aplicar una de esas normas, está atacando no solo el contenido del correspondiente derecho del dañado, sino también la vigencia de la norma misma que reparte el derecho de que se trate. Si yo, como cualquier ciudadano español, tengo reconocido mi derecho a moverme libremente dentro del territorio nacional o a expresar mis opiniones políticas y otro sujeto me impide por la fuerza desplazarme a otra ciudad según mi deseo o me castiga por discutir las tesis del partido político gobernante, viene a ser como si ese individuo, con ese daño que a mí me causa, estuviera además con carácter general diciendo que no vale con carácter general ninguna de aquellas dos normas que reconocen esos dos derechos. Precisamente, cuando, ante daños tales, el derecho de la responsabilidad manda recomponer la situación o su equivalente en valor económico, está reafirmando la pauta distributiva vigente frente a quien con su conducta dañosa la puso en solfa.
Tanto los intentos de vincular el derecho de daños a los esquemas de la justicia distributiva como mi tesis sobre el fundamento del derecho de daños en cuanto herramienta que tiene su razón de ser en la protección de las normas de reparto socialmente establecidas pueden tener fácil acomodo cuando hablamos de daños a la propiedad o daños directamente económicos o con inmediata y evidente traducción económica. Más difícil puede resultar cuando se trata de daños puramente personales. Por poner un ejemplo, de entre tantos posibles, pensemos en supuestos ligados a la reproducción, como cuando un error médico provoca la esterilidad de una mujer o cuando el fallo de un laboratorio hace que el embrión que mediante técnicas de fertilización in vitro se implanta a una mujer no sea el que se fertilizó en la clínica a partir del semen de su marido26.
Que el derecho de daños juegue en ese tipo de casos27 nos indica que, como tantos han dicho, protege también aspectos esenciales de la autonomía de las personas, derechos directamente relacionados con el ejercicio de la autonomía personal. Aquí no se trata de cómo en la sociedad en cuestión están repartidos los bienes materiales y del respeto a la regla de reparto de los mismos, sino de cómo se distribuye entre los individuos el ejercicio de la libertad personal o autonomía y de qué manera cada uno responde del ejercicio de la libertad suya y del daño a la esfera de libertad ajena.
Posiblemente habría que reflexionar acerca de cambios fundamentales en el derecho contemporáneo. Hasta hace un tiempo, se trazaba una nítida separación entre lo que podríamos llamar la suerte social y la suerte personal del individuo, lo relacionado con lo que también podría denominarse la suerte hacia afuera y la suerte hacia adentro.