de todos los rincones del Reich o de países ocupados. Probablemente, por su composición era el rincón más heterogéneo de todo el mundo, adelantándose en varios años a lo que hicieron los Aliados en Los Álamos o los soviéticos en Akademgodorok.
Para la construcción de la base se decidió talar el menor número posible de árboles, no por motivos ecológicos sino para favorecer el camuflaje de las instalaciones. Según los planes iniciales, debería ocupar cincuenta kilómetros cuadrados y la Luftwaffe y el Ejército compartirían los gastos, pero estos se dispararon ante la necesidad de tener que levantar más construcciones de las previstas inicialmente como, por ejemplo, dragar el puerto de pescadores para permitir el uso de pequeñas unidades navales de apoyo, tender nuevas vías de ferrocarril y alargar las existentes o construir un dique. Todo eso encareció de tal modo la obra que a la Luftwaffe no le quedó más remedio que retirar su financiación en enero de 1939 y dejar al Ejército que se hiciera cargo de todo. La Luftwaffe sólo retuvo el control del aeródromo, que usaría para desarrollar sus propios proyectos. El inicio de la guerra aceleró la necesidad de un centro como Peenemünde, así que el propio Hitler encargó a su arquitecto favorito, Albert Speer, que se encargara de terminarlo de una vez. Y no sólo lo hizo, sino que además llegó a imaginarse un Peenemünde floreciente como una ciudad con 30.000 científicos, convertido en todo un centro espacial de primer orden para una Alemania victoriosa. Tras desembolsar 300 millones de marcos, a finales del 1939 el Ejército ya tenía su nuevo juguete, terminando el traslado del personal desde Kummersdorf. Peenemünde estaba listo, al precio de 13 millones de marcos anuales para mantenerlo funcionando. A la Luftwaffe sólo le correspondieron apenas los veinte kilómetros cuadrados que ocupaban el aeródromo y sus instalaciones adyacentes.
Ahora que ya se podría trabajar con la tranquilidad que da saberse fuera del alcance de la curiosidad ajena, la atención se centró en el diseño del a-3, el cohete más avanzado construido hasta entonces en el mundo. Despegaría apoyándose en sus aletas aerodinámicas y no desde una rampa, y además contaría con tobera girocontrolada, servoválvulas magnéticas y otras exquisiteces técnicas. Los trabajos en el a-3 habían empezado en Kummersdorf en 1935. Medía unos siete metros de altura, pesaba 745 kilos y su motor de oxígeno líquido y alcohol etílico desarrollaba una tonelada y media de empuje. En esa época, usaban como plataforma una simple superficie de cemento y como blocaos de control, troncos cubiertos con tierra. Desde allí despegaron en total cuatro ejemplares en el plazo de cuatro días, aunque los resultados no fueron ni de lejos los que se esperaban. El 4 de diciembre de 1937 despegó el primero desde la cercana isla de Greifswalder, terminando con un espectacular desastre. Al poco rato de despegar, se abrió el paracaídas de recuperación, el cohete se inclinó y tomó un rumbo horizontal que lo llevó mar adentro, precipitándose al agua. El 6 y el 8 de diciembre despegaron dos ejemplares más, que tras alcanzar los cien metros de altura sufrieron idénticos problemas que el primero. El último cohete a-3 despegó también el día 8 y llegó a alcanzar un kilómetro de altitud. Éste iba sin el paracaídas porque se creía que era el causante de los problemas de los anteriores, pero el caso es que terminó también fuera de control. Tras los estudios pertinentes, se resolvió que el problema estaba en su sistema giroscópico de control, que impidió que el a-3 volara con éxito una sola vez. Era un sistema basado en tres giroscopios y dos acelerómetros integrados (cuya función era cortar el suministro de combustible en un momento preestablecido) y que, actuando coordinadamente, efectuarían las correcciones de vuelo necesarias al detectarse una desviación de la trayectoria. Lamentablemente, ese sistema estaba muy por encima de las posibilidades tecnológicas de la época y estaba destinado al fracaso. Pero las presiones a los científicos aumentaban. Había que darse prisa si querían conseguir un cohete potente y fiable para la guerra que ya se empezaba a vislumbrar en un futuro a muy corto plazo
Albert Speer, el arquitecto favorito de Hitler, fue encargado por éste de terminar las obras de la base secreta de Peenemünde.
Desde abril de 1936, Dornberger había definido ya las especificaciones de cómo debería ser el cohete ideal para bombardear París desde una distancia mucho mayor a la que lo había hecho el cañón «Gran Berta» durante la primera guerra mundial:
– que pudiera transportarse por ferrocarril (es decir, que cupiese en un vagón de tren y pudiera pasar por los túneles existentes).
– que pudiera lanzarse desde rampas móviles.
– construido con materiales baratos y fáciles de encontrar, por si había que resistir un bloqueo, y así facilitar su producción en masa
– equipado con una cabeza de combate de una tonelada de alto explosivo.
– un alcance mínimo de 240 kilómetros.
– invulnerable a cualquier sistema de defensa enemigo.
– absolutamente indetectable.
– y, sobre todo, de absoluta y total confianza.
Antes de conseguir un proyectil que cumpliera con todos esos requisitos (en especial, el último) habría que ir paso a paso y el siguiente iba a ser el cohete a-5, con un nuevo sistema giroscópico para corregir los defectos de su antecesor. La designación a-4, por el acostumbrado sentido germánico de numeración por orden de evolución, ya había sido reservada por los técnicos para el que debía ser ese gran cohete. A principios de 1938 quedó listo un modelo a escala del a-5 sin motor ni sistemas de guiado, simplemente para probar su diseño aerodinámico soltándolo desde la panza de un bombardero. Pesaba 250 kilos y medía poco más de un metro y medio de largo y veinte centímetros de diámetro. Para el verano de ese año se iniciaron las pruebas en vuelo, aunque todavía sin los sistemas de guiado, lanzándose cuatro ejemplares y consiguiéndose una altitud de máxima de doce kilómetros. Se llevaron a cabo otras muchas pruebas con el a-5 con el objeto de comprobar diseños de las aletas estabilizadoras a velocidades supersónicas, algo que no podía llevarse a cabo de otra manera. El a-5 resultó una manera barata y fiable de hacer esos ensayos, al poder ser recuperado mediante paracaídas. En septiembre de 1939 se llevo a cabo la prueba soltando un a-5 desde un Heinkel 111, rompiendo la barrera del sonido aunque sin propulsión. Por fin, en octubre tuvo lugar el primer vuelo propulsado y controlado giroscópicamente y el propio von Braun lo relata así:
Después de esperar varias semanas que el tiempo mejorara en Greifswalder Oie, se decidió lanzar el primer a-5 con sistema de guiado, a pesar de un cielo predominantemente cubierto y con nubes a unos 1.000 m. El delgado proyectil se elevó verticalmente de su plataforma, y sin la menor oscilación desapareció entre las nubes. El rugido atronador de su chorro castigó los oídos de los presentes durante más de un minuto. Luego, el ruido cesó. Pocos minutos después la isla se estremecía con los gritos de alegría al reaparecer el cohete suspendido de su paracaídas; y se hundió suavemente en el Báltico escasamente a 180 m de la costa. Se izó prestamente a bordo de una lancha de salvamento y podría haberse lanzado de nuevo inmediatamente, de no encontrarse empapado.
Cuando se lanzó ese primer a-5 guiado, que llegó a los siete kilómetros de altitud en sólo 45 segundos, Alemania ya había invadido Polonia y el Alto Mando no se lo pensó dos veces. Había que acelerar el programa del a-4, el gran cohete del Ejército, según sus duras y exigentes especificaciones. Dado el interés que representaba para el Ejército el desarrollo de esta nueva arma no se escatimó ni esfuerzos ni dinero. Buena prueba de ello es un cálculo que se hizo después del conflicto: entre estudios y pruebas de las más diversas clases de sistemas, y sin saber el destino final de sus esfuerzos, trabajaron un tercio de todos los científicos e ingenieros del Reich, y no sólo de Alemania, en el desarrollo del cohete. Hasta finales de 1943 se siguió experimentado en vuelo con los 25 ejemplares construidos de a-5 que fueron lanzados desde plataformas o desde la panza de bombarderos Heinkel He-111 totalizando la importante cifra de 70 disparos, gracias al sistema de paracaídas con el que estaban dotados que permitía que cada cohete pudiera ser disparado varias veces.
Cohete a-3 en pruebas estáticas en las instalaciones de Kummersdorf en el verano de 1936.