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E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020


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conozco —contestó con voz queda.

      —Pues me alegro de que le conozcas, porque te aseguro que yo hace tiempo que he dejado de conocerle. Y lo único que sé de todo esto es lo que tú me estás diciendo, así que… —intentó zafarse.

      Axel exhaló un suspiro y la soltó.

      —¿Por qué demonios iba a inventarme todo esto?

      Desde luego, no para acercarse a ella, pensó Tara.

      —No lo sé —admitió mientras se volvía de nuevo hacia su coche—. Y, francamente, tampoco me importa —mintió.

      Al fin y al cabo, ¿qué importancia podía tener una mentira más entre ellos?

      Si la seguía a su casa, no sabía lo que podría llegar a hacer. Afortunadamente, no vio en ningún momento la camioneta de Axel por el espejo retrovisor. Sin embargo, eso no impidió que fuera más rápido de lo habitual.

      Aparcó en el garaje y cuando se dio cuenta de que había echado el seguro del coche volvió a suspirar. Estaba en Weaver, por el amor de Dios. A pesar de todo lo que Axel había dicho, era imposible que allí le ocurriera nada malo.

      Entró en su casa, llenó la tetera de agua y la llevó a la cocina. Pero la cocina no se encendió.

      Dar una patada a ese trasto viejo no serviría de nada, de modo que tomó aire intentando controlarse. Presionó de nuevo el mando y vio salir una pequeña llama del quemador sobre el que había colocado la tetera. Dejó la tetera al fuego, se quitó los zapatos y los llevó al dormitorio.

      Sentía que las ventanas la llamaban, pero consiguió evitar acercarse mientras se quitaba el vestido y se ponía una bata. De vuelta en la cocina, metió una bolsita de una infusión de hierbas en una taza y retiró la tetera del fuego.

      Sólo cuando cesó el silbido de la tetera oyó el timbre de la puerta.

      Como nadie iba nunca a verla, no tuvo que hacer un gran esfuerzo para imaginar quién podía estar en el porche de su casa. No había ninguna ley que obligara a abrir la puerta, razonó. Pero aun así, terminó yendo hasta allí para abrirla bruscamente.

      Por supuesto, encontró a Axel apoyando el dedo en el timbre de la puerta. En cuanto la vio, Axel le tendió su teléfono móvil.

      —Saluda —le pidió.

      —¿Qué? —preguntó Tara, mirándole con extrañeza.

      Axel se llevó el teléfono al oído.

      —Ahora mismo podrás hablar con tu hermano.

      Por un instante, el cerebro le dejó de funcionar. Pero rápidamente recobró la razón y fulminó a Axel con la mirada.

      —No sé a qué estás jugando…

      —No podemos perder ni un segundo, Tara —le interrumpió Axel.

      Tara le arrebató entonces el teléfono y se lo llevó al oído.

      —¿Diga?

      —Siento no haber aparecido el día de nuestro cumpleaños —fue lo primero que le dijo su hermano.

      A Tara estuvo a punto de caérsele el teléfono de entre las manos.

      —¿Qué es todo esto?

      —Pecosa, haz lo que Clay te diga y ya te lo explicaré todo más adelante.

      Tara cerró los ojos. Pecosa. Así era como la llamaba su hermano cuando eran niños. Era imposible que nadie más lo supiera. Los McCray nunca habían estado el tiempo suficiente en ningún sitio como para que nadie conociera ese tipo de detalles sobre ellos.

      —Sloan…

      Pero la conexión ya se había cortado.

      Axel le quitó el teléfono y la empujó suavemente para que entrara en casa.

      Tara fue incapaz de susurrar una protesta cuando la condujo hasta el sofá del cuarto de estar, y tampoco dijo nada cuando desapareció en la cocina y volvió a aparecer con la infusión de la que para entonces, ella ya se había olvidado.

      —Creía que eras más aficionada al café que a las infusiones —comentó Axel mientras le tendía la taza y se sentaba sobre la mesita del café, enfrente de Tara.

      —He dejado de tomar café —contestó Tara con un hilo de voz—. Así que estabas hablando en serio… —alzó la mirada hacia Axel.

      —Sí.

      —Es la primera vez que hablo con Sloan desde hace tres años —levantó la taza, pero volvió a bajarla sin beber si quiera—. Vivíamos juntos, ¿sabes? Y compartíamos todo. Creo que no hay nada que no supiéramos el uno del otro. Después, él decidió trabajar en la clandestinidad y… —sacudió la cabeza—. Todo cambió, todo —su vida, su hermano…

      —No para siempre, esto es algo temporal. O al menos eso fue lo que me dijiste —Axel se inclinó hacia delante. Su pelo rubio caía rebelde sobre su frente mientras le sostenía a Tara la mirada—. Y también lo será esta situación.

      Por supuesto que lo sería. Porque su interés por ella no tenía nada que ver con el fin de semana que habían pasado en Braden, era únicamente una cuestión de trabajo.

      —En el caso de que… en el caso de que decida colaborar, ¿qué tengo que esperar? Quiero decir… ¿qué tendrás que hacer? ¿Seguirme constantemente? ¿Vigilar la puerta de la tienda mientras estoy trabajando? ¿Qué?

      —Estar contigo las veinticuatro horas del día. Habrá momentos en los que no será posible, y entonces me sustituirá mi reserva.

      —Un momento, volvamos a eso de las veinticuatro horas del día.

      —¿Qué pasa con eso?

      Por un momento, Tara había llegado a imaginarse a un policía armado delante de su tienda, espantando a sus clientes. Y el hecho de que su estancia en Weaver fuera temporal no significaba que pudiera arriesgarse a perder su negocio. Classic Charms no era una tapadera, sino un auténtico negocio que había conseguido convertir en un éxito. Necesitaba que la tienda continuara siendo rentable cuando naciera el bebé.

      —No puedo tenerte todo el día rondando por la tienda. La gente se llevará una impresión equivocada.

      —No sólo tendré que estar en la tienda, sino también en tu casa. Tendré que vigilarte también cuando estés en tu casa.

      —¿Durante cuánto tiempo?

      —Hasta que neutralicen la amenaza contra Sloan.

      —¿Y quiénes la tienen que neutralizar?

      —La policía, Hollins-Winword, tu hermano…

      —¿Y tú no?

      —Ésa no es mi misión.

      —¿Y cuánto tiempo tardarán en hacerlo?

      —El que sea necesario.

      Tara se llevó la mano a la frente. Comenzaba a dolerle la cabeza.

      «El que sea necesario». ¿Cuántas veces había utilizado su padre esa frase cuando tenían que cambiar de casa, cuando tenían que cambiar de ciudad o incluso de país?

      «¿Cuánto tiempo nos quedaremos esta vez?», preguntaba siempre Tara, con la esperanza de poder terminar al menos el curso escolar. Para hacer amigos, para echar raíces. Todas esas cosas que había añorado desde que podía recordar. La respuesta de su padre siempre había sido la misma: «estaremos aquí el tiempo que sea necesario, Tara», y después la enviaba con su madre, porque fuera lo que fuera lo que estuviera haciendo, siempre tenía algo más importante que hacer que contestar a las preguntas de su hija.

      —¿Y esto no lo podría hacer otra persona?

      —Sí, pero voy a hacerlo yo.