Diana Wang

Los niños escondidos


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      LA BAÑERA. En mi casa no tuvimos el problema del agua porque como éramos un poco más pudientes que la media, teníamos algunos “lujos”, entre ellos, una bañera que nos permitía evitar bañarnos en los baños públicos. En casa, en esa bañera nos bañábamos todos, con la misma agua porque era muy difícil llenarla. Primero nos bañábamos los chicos y después mis padres. La noche del primer bombardeo justo nos habíamos bañado y quedó la bañera sin desagotar; esa agua, bien filtrada y hervida, nos sirvió para no tener que ir a buscar agua afuera y arriesgarnos.

      EL SÓTANO Y EL MIEDO. No había escuela. Durante los bombardeos pasábamos la mayor parte del tiempo en el sótano donde había una fábrica de espejos. Tenía unas mesas muy largas porque los espejos se fabricaban con cristal y se trabajaban en mesas. Entonces llevábamos unas cobijas y pasábamos la noche ahí. Lo único que se podía hacer era tener miedo, temblar e ir de la mano de un grande adonde a uno lo llevaran. Yo no tenía ningún acto autónomo, absorbía todo lo que pasaba alrededor. Me acuerdo del pánico y, mientras media ciudad ardía, escuchaba con atención lo que decían los grandes.

      LAS BOMBAS. Hablaban de los bombardeos que sucedían de día y de noche, continuamente, y mencionaban dos clases de bombas: las incendiarias y las de demolición, que donde caían deshacían lo que había abajo. Eran tan pesadas que un edificio se podía derrumbar entero. Las incendiarias eran más chiquitas pero donde caían desparramaban un líquido que se inflamaba al entrar en contacto con el aire. Los hombres hacían guardias nocturnas sobre los techos y tenían barriles con arena y unas pinzas por si caían las bombas incendiarias. Si eran de explosión, volaba todo, pero si eran incendiarias, tenían unos segundos para agarrarlas con las pinzas y meterlas en el barril con arena antes de que explotaran. Mi padre llegó a coleccionar tres de esas bombas ya descargadas que no habían producido incendios. Las tenía en el techo de mi casa. Creo que yo escuchaba estas historias como cuando se escuchaban aventuras por la radio. Sobre nuestra casa no cayó ninguna bomba, sobre la de mis abuelos sí; una noche, una bomba cayó de forma tal que mis abuelos se quedaron sin el piso. Cuando nosotros nos fuimos de Polonia ellos ocuparon nuestra casa porque no tenían donde estar.

      SALIDAS PELIGROSAS. Rápidamente nos adaptamos a esa realidad. Cuando los ataques cesaban, a veces salíamos a ver qué había pasado. Pero los ataques no se podían prever. Una vez mi padre salió a buscar algo y no pudo regresar. Estaba enfrente, pero como empezó el bombardeo, tuvo que protegerse debajo de un portón. Volvió todo lastimado por las esquirlas, pudo haber muerto. Después de los bombardeos salíamos a visitar a mis abuelos paternos y por la calle veía caballos muertos, perros comiéndoles las entrañas. Frente a esas escenas yo era más insensible que los adultos.

      HOMBRES DIFERENTES POR LA CALLE. Empecé a ver esos hombres diferentes por la calle, los alemanes, con sus uniformes. Por suerte nunca presencié una escena de agresión, pero sí escuché a mi padre llegar muy impresionado porque había visto cómo golpeaban y humillaban a un religioso. Esto se sumó a la obligación de llevar el parche amarillo, como llamábamos con rabia a la estrella que debíamos usar. Entonces mi padre dijo: “Esto no da para más”. Tomó en serio la agresión de los alemanes y sus burlas sobre el religioso, como si hubiera comprendido que el mensaje era que los judíos tenían que morir. Entonces empezó a organizar nuestro traslado. Yo absorbía todo eso con un miedo terrible. El único episodio personal que tuve con un alemán fue una vez que estábamos en la casa con otro chico vecino jugando y de golpe se abrió la puerta de una patada y entró un oficial enorme, que a mí me pareció de treinta metros de alto, gritando en alemán y con un revólver en la mano. No sé por qué, quizás fue porque nos vio tan asustados, pero se fue. Fue la primera vez en mi vida que alguien me apuntó con un arma. Son cosas que no se olvidan.

      LA APUESTA. A mis siete años no entendía la trascendencia de las cosas. Escuchaba lo que comentaban los adultos. Percibía un clima de gran inquietud y preocupación. A pesar de lo que decían a nuestro alrededor, mi padre aseguraba que la guerra iba a durar mucho. Él estaba informado de las noticias internacionales, había leído periódicos y creía, a diferencia del resto, que esta guerra no iba a ser igual que la Primera Guerra Mundial.

      Tanto era así que hizo una apuesta con un vecino, el padre de mi novia de invierno. El vecino decía que la guerra no iba a durar más de seis meses y mi padre decía que iba a durar años, que se trataba de un plan. Apostaron una botella de cerveza que, claro, ganó mi padre porque a los seis meses se veía que la cosa venía para largo. Gracias a esa actitud de mi padre nos salvamos porque en el año 40, cuando ya se hablaba de que se iba a formar el gueto, mis padres decidieron que nos mandáramos a mudar. En la primavera de ese año, pocos meses después de que Alemania invadiera Polonia, fuimos a lo de mis abuelos maternos en Sokolow.

      Lublin

      La ciudad de Lublin tenía una importante comunidad judía, 40 mil personas, lo que representaba un tercio de la población total. La población judía tenía a su disposición doce sinagogas, tres cementerios, un hospital, dos diarios, un orfanato y un asilo para ancianos. El 18 de septiembre de 1939, las tropas alemanas entraron en la ciudad luego de una breve batalla en los suburbios y varios días de bombardeos. En marzo de 1941 se estableció el gueto de Lublin. Hanka estuvo muy cerca de allí, en el gueto de Piaski, que había sido creado dos años antes.

      Hanka (8 AÑOS)

      LAS PATAS DE LOS CABALLOS. Me acuerdo cuando los alemanes entraron a la ciudad, nosotros vivíamos en un segundo piso, en la calle Lubertowska, en Piaski, cerca de Lublin. Yo estaba sentada con una amiguita en la puerta del edificio, y me impresionaron mucho las patas de los caballos, porque eran muy anchas y grandes, esto me dio mucho miedo.

      RUSOS Y ALEMANES. Tenía mucho miedo por los bombardeos. Vivía en un clima de miedo, las huidas, los apuros, ver a mis padres asustados, todo me asustaba. Después se fueron los alemanes y entraron los rusos. Por esa época mi papá quería convencer a mi mamá de que nos fuéramos, pero mi madre no quería. Mi papá quería ir a Rusia con la idea de buscar un lugar para después llevarnos, pero mi mamá me mandó a pedirle que no fuera. Los rusos se quedaron unos pocos meses, volvieron los alemanes y ya era demasiado tarde.

      EL GUETO. En el año 39 se formó el gueto donde tuvimos que ir, aunque nosotros fuimos de los últimos. Me acuerdo que venía al gueto gente de todas partes, de Checoslovaquia, de Rumania, y cada uno tenía que recibir a alguien porque no había lugar para todos.

      Lodz

      El 8 de septiembre de 1939, los alemanes ocuparon Lodz, Radom y Tarnow en Polonia. Lodz era el centro industrial de la preguerra. Más de un tercio de la población de 665 mil habitantes era judía. Cuando empezó la ocupación, muchos judíos, creyendo que la situación era más segura en Varsovia, decidieron trasladarse hacia allí.

      Judith (12 AÑOS)

      EL PILOTO BLANCO. El 3 de septiembre de 1939, Francia e Inglaterra entraron en guerra y todos decían que si ellos entraban, la guerra terminaba en tres meses. El 5 de septiembre del 39, los hombres de la casa decidieron ir a defender a Varsovia, que había sido ocupada el primero de ese mes. También se hablaba de ir a Rusia. Era un momento de gran confusión. Los hombres se iban caminando a Varsovia. Entonces mi mamá decidió que fuéramos detrás de ellos. En un punto había dos caminos posibles y como no sabíamos por cuál habían tomado ellos, temimos no encontrarlos. Al mismo tiempo ya nos sobrevolaban los aviones alemanes y bombardeaban los caminos. Me acuerdo que iba vestida con un piloto blanco. Un señor gritó: “¡La del piloto, que se lo saque, es un blanco para los alemanes!”. Al final volvimos a Lodz y fuimos a lo de los abuelos y ahí esperamos el regreso de los hombres. Recién cuatro días después, en mi cumpleaños número doce, como un regalo impensado, apareció mi papá. Volvimos a casa entonces.

      TANQUES. Los alemanes habían entrado dos días antes. Los miré desde el balcón de la casa de la abuela que estaba en la calle principal. Cuando los escuchamos entrar, salimos al balcón. El ruido de los tanques era impresionante, entraba toda la tropa alemana. Había ruido de metales sobre el empedrado. Estábamos asustadísimos.

      POLYANA. Cuando entraron los alemanes, nos hicieron poner la estrella de David. Me sentía muy orgullosa de llevarla, era como una medalla, yo me inventé eso. Lo que