cree”.1
Al hombre de la evidencia propia, el campeón del sentido crítico, del máximo rigor epistemológico, dan ganas de decirle que, después de todo, él es así por el contexto en que se formó, por factores, sí, complejos, y en los que no faltaron decisiones personales relevantes, pero que a fin de cuentas su rigor no se explica sin un contexto social.
No cabe duda de que la creencia –no saber por propia experiencia, sino por el testimonio de otro– se nos presenta como un conocimiento imperfecto. Incluso quien tiene en mucho el acto de fe valora la experiencia directa. Es una valoración que podríamos llamar evangélica, ya que el episodio de Jesús y la samaritana se concluye justamente con su formulación, en boca de los habitantes del mismo poblado de aquella mujer: “Ya no creemos por lo que tú nos has contado, pues nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es, de veras, el salvador del mundo”.2
Cuidado, sin embargo, con pensar que un esfuerzo por apreciar la creencia consiste en resaltar su valor de conocimiento –“limitado, sí, pero conocimiento al fin y al cabo”–, una especie de visión optimista: algo es algo. De ninguna manera. Se trata de descubrir un elemento positivo único del que carece el conocimiento por evidencia propia: la relación entre las personas, más allá de la comunicación de contenidos cognoscitivos.
El acto de confiar en otro posee una especificidad humana única y nos hace crecer como personas:
En efecto, la perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad. Al mismo tiempo, el conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre, creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta.3
4.2. Valor del testimonio
Aristóteles hace notar que para persuadir no suelen bastar los medios puramente racionales: decir proposiciones verdaderas y formular razonamientos correctos. Esto tiene que estar sostenido por las características personales de quien habla (su credibilidad) y, muchas veces, también por la sintonía anímica que quien habla consigue establecer con quien escucha.4 ¿Cuántas veces nos ha parecido poco probable un dato que, sin embargo, aceptamos plenamente porque quien nos lo comunicaba nos parecía digno de confianza? Por eso dice la encíclica que tal aceptación de una verdad
se logra no sólo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos.5
Se trata de “la verdad misma de la persona: lo que ella es y lo que manifiesta de su propio interior”.6 A esta verdad sólo se accede por el contacto auténticamente personal, que va más allá del contenido cognoscitivo que se puede trasmitir. Sin ese elemento –la verdad de la persona–, el martirio sólo podría testimoniar la capacidad humana de adhesión a una idea. Muchos lo verán así, es verdad. Algunos de ellos, porque no cuentan con los recursos necesarios para compartir el horizonte que puede iluminar la acción de quien sufrió martirio; otros, porque han decidido inhibir su capacidad de reacción al testimonio que se les ofrece. Pero cuando los recursos están allí y uno no se cierra, no puede dejar de crearse una sintonía, misteriosa y al mismo tiempo poderosa, porque el mártir “dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar”.7
4.3. Valor de la confianza
El sentido crítico es humanamente vital y no se debe descuidar en la educación. No pertenece a ella como un contenido –al modo de civismo o geografía– sino como parte de su esencia. Lo que es deplorable es el criticismo hipertrofiado, del que tanto adolece la mentalidad moderna. Éste limita la libertad igual que la carencia de todo sentido crítico. Quien trabaja en el campo de la educación conoce lo lamentable de ambos extremos. “¡No lo afirmes sólo porque lo dije yo!”, se le insiste al alumno excesivamente sumiso; pero no está menos falto de libertad quien requiere de la exhortación contraria: “¡No deseches el dato sólo porque lo dijo otro!”.
Hay un tema en mis cursos que puntualmente me acarrea protestas. Es una explicación de dos extremos en la concepción de la verdad, el relativismo y el fundamentalismo.8 Yo ya sé de antemano que nunca faltará alguien que me tome por relativista y tal vez arme revuelo. Hace tiempo, al final de un curso, una alumna escogió espontáneamente ese tema para comenzar su examen. Me extrañó, y me esperaba un diálogo difícil, porque por su manera de ser me la había figurado entre las personas que impugnarían mi modo de exponer la cuestión. Vaya sorpresa: su exposición fue espléndida y, por mucho que la puse a prueba –pues no daba crédito a mis oídos–, ella demostraba haber hecho propio el tema y argumentaba con medios que no había recibido a la letra en mis clases. Al terminar le pregunté: “¿Nunca pensó que yo estaba defendiendo el relativismo?, ¿que les estaba proponiendo una noción de verdad demasiado subjetiva?”. Respondió: “No, porque yo confiaba en usted”. Yo no sé cómo me había ganado su confianza, pero el resultado fue una exposición más brillante que la de otros de quienes hubiera esperado más. Y lo que expuso era conocimiento suyo, no mío.
“No se ha de olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un diálogo confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes consideraban la amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen filosofar.”9
* * *
Sobre estos recursos de relación con la verdad y con las personas, véase Franca D’Agostini, “Logica, erística ed educazione alla verità”, Eris, 2017, 2(1), pp 26-42 [en línea], disponible en <https://pdfs.semanticscholar.org/e9f3/b7632c745e87901404d61a1392bab31c5abc.pdf>, consultado el 17 de abril de 2020.
1 Juan Pablo II, Fides et ratio, núm. 31.
2 Juan 4, 42.
3 Fides et ratio, núm. 32.
4 Cfr. Retórica, I, 2, 1356a.
5 Fides et ratio, núm. 33.
6 Ibid., núm. 32.
7 Ibidem.
8 Como se expuso en los capítulos anteriores.
9 Ibid., núm. 33.
5. El valor crítico de la confianza*5
La encíclica Fides et ratio ofrece un abundante material de recursos dialécticos,1 con la riqueza añadida que llevan consigo nociones gnoseológicas, teológicas y antropológicas a las que el tema del documento obliga a recurrir. El acento que la Ilustración pone en el valor que tiene “pensar con la propia cabeza”2 inclina a la convicción –un lugar común bastante difundido– de que quienes en su propia vida cuentan con una revelación, y por tanto con la validez de una creencia, no aprecian el conocimiento por evidencia inmediata.
5.1. Valor de la evidencia inmediata
La realidad es otra. Basta pensar en el pasaje evangélico del encuentro de Jesús con la samaritana, mencionado en el texto anterior, donde es evidente que se considera