Denis Fortin

Enciclopedia de Elena G. de White


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la importancia del libre albedrío, de la respuesta humana al magnánimo ofrecimiento divino de la salvación, teniendo en cuenta que esta respuesta solo es posible por la obra divina de la gracia preventiva. “En la obra de la redención, no hay compulsión. No se emplea ninguna fuerza exterior. Bajo la influencia del Espíritu de Dios, el hombre es dejado libre para elegir a quién ha de servir. En el cambio que se produce cuando el alma se entrega a Cristo, hay la más completa sensación de libertad. La expulsión del pecado es obra del alma misma. Por cierto, no tenemos poder para librarnos a nosotros mismos del dominio de Satanás; pero cuando deseamos ser libertados del pecado y, en nuestra gran necesidad, clamamos por un poder exterior y superior a nosotros, las facultades del alma quedan dotadas de la energía divina del Espíritu Santo y ellas obedecen los dictados de la voluntad en cumplimiento de la voluntad de Dios” (DTG 431, 432; cf. CC 38-40, 42).

      El pensamiento de Elena de White sobre la salvación también es arminiano wesleyano cuando se trata de la justificación y de la santificación. Ella afirmó categóricamente: “La justificación es enteramente por gracia, y no se la consigue por ninguna obra que el hombre caído pueda realizar” (FO 18). “Cuando el pecador penitente, contrito ante Dios, comprende el sacrificio de Cristo en su favor, y acepta ese sacrificio como su única esperanza en esta vida y en la vida futura, sus pecados son perdonados. Esto es justificación por la fe” (ibíd. 107).

      La justificación es completamente la obra de la gracia de Dios, y consiste en la transferencia de los pecados del pecador a Cristo y de la justicia de Cristo al pecador. “La gran obra que ha de efectuarse por el pecador que está manchado y contaminado por el mal es la obra de la justificación. Este es declarado justo mediante aquel que habla verdad. El Señor imputa al creyente la justicia de Cristo y lo declara justo delante del universo. Transfiere sus pecados a Jesús, el representante del pecador, su sustituto y garantía. Coloca sobre Cristo la iniquidad de toda alma que cree” (MS 1:471, 472).

      El crecimiento cristiano y la santificación son comparables a la vida de una planta. Dios primero da vida a la planta cuando la semilla germina, y también es Dios quien continúa dando vida a la planta mientras esta crece. La planta nunca sería capaz de hacerse crecer a sí misma. “Asimismo, solo mediante la vida que proviene de Dios es como se engendra vida espiritual en los corazones de los hombres. [...] Lo que sucede con la vida sucede con el crecimiento” (CC 57). “Las plantas y las flores crecen no por su propio cuidado o ansiedad o esfuerzo, sino porque reciben lo que Dios ha provisto para contribuir a su vida. El niño no puede, por alguna ansiedad o algún poder propio, añadir algo a su estatura. Ni tú podrás, por tu afán o esfuerzo personal, conseguir el crecimiento espiritual” (ibíd. 58). Para crecer, se nos invita a “[permanecer] en Cristo”. “Así como la rama depende del tronco principal para su crecimiento y fructificación, así también tú debes depender de Cristo con el fin de vivir una vida santa. Apartado de él no tienes vida. No tienes poder para resistir la tentación, ni para crecer en gracia y santidad. Morando en él puedes florecer. Extrayendo tu vida de él no te marchitarás ni serás estéril. Serás como un árbol plantado junto a corrientes de agua” (ibíd 58, 59).

      A los que malinterpretan la justificación por la fe y la santificación por medio de las obras y los esfuerzos humanos, Elena de White declara: “Muchos tienen la idea de que deben hacer alguna parte de la obra solos. Ya han confiado en Cristo para el perdón de sus pecados, pero ahora procuran vivir rectamente por sus propios esfuerzos. Pero tales esfuerzos fracasarán. Jesús dice: ‘Separados de mí nada podéis hacer’. Nuestro crecimiento en la gracia, nuestro gozo, nuestra utilidad, todo depende de nuestra unión con Cristo. Es por medio de la comunión con él diariamente, a cada hora –por morar en él–, que crecemos en la gracia. No solo es el Autor sino también el Consumador de nuestra fe. Cristo es el primero y el último siempre. Estará con nosotros no solo al principio y al fin de nuestra carrera, sino en cada paso del camino” (ibíd. 59).

      Otro paso crucial en el crecimiento es entregarse cada día a la voluntad de Cristo (ibíd.) y mantener los ojos fijos en él (ibíd. 60). En otras palabras, debemos vivir diariamente en la presencia de Cristo, por el poder de su Espíritu Santo. Una vida así trae consigo la transformación del carácter y la obediencia. Elena de White es cuidadosa en mantener un equilibrio entre la obra de la gracia de Dios en la justificación y la santificación, y el papel de la humanidad en el proceso de crecimiento. Como resultado de la obra de la gracia de Dios en la vida del pecador, los caracteres son transformados a semejanza del carácter de Cristo, y la obediencia a la Ley de Dios y al evangelio se vuelve parte de la naturaleza interior de uno. “Aunque la obra del Espíritu es silenciosa e imperceptible, sus efectos son manifiestos. Si el corazón ha sido renovado por el Espíritu de Dios, la vida testificará de ese hecho” (ibíd. 49). El carácter de uno refleja esta transformación: “El carácter se revela, no por las obras buenas o malas que de vez en cuando se ejecutan, sino por la tendencia de las palabras y los actos habituales” (ibíd. 50).

      Con el desarrollo del carácter a la imagen del carácter de Cristo, la obediencia se vuelve parte natural del crecimiento y de la respuesta fiel al don de la gracia de Dios. “En vez de eximir al hombre de obedecer, es la fe, y solo la fe, la que lo hace participante de la gracia de Cristo, la cual nos capacita para rendirle obediencia. No ganamos la salvación por nuestra obediencia; porque la salvación es el don gratuito de Dios para ser recibido por fe. Pero la obediencia es el fruto de la fe” (ibíd. 52; cf. MS 1:478; FO 87-90). Ante creyentes en Suecia, Elena de White declaró en 1886: “La santificación verdadera se evidenciará por una consideración concienzuda de todos los Mandamientos de Dios” y “por un desarrollo cuidadoso de cada talento, por una conversación circunspecta, por revelar en cada acto la mansedumbre de Cristo” (FO 53). Unos años después, ella escribió: “Si bien debemos estar en armonía con la Ley de Dios, no somos salvados por las obras de la Ley; sin embargo, no podemos ser salvados sin obediencia. La Ley es la norma por la cual se mide el carácter. Pero, no nos es posible guardar los Mandamientos de Dios sin la gracia regeneradora de Cristo” (ibíd. 98, 99; cf. CC 53).

      A menudo, este proceso de santificación es invisible e imperceptible en la vida de uno; por lo tanto, es erróneo hablar de perfeccionismo o de la posibilidad de obtener, en esta tierra, una vida de exaltación propia, impecable. De hecho, Elena de White dio una advertencia velada a los que predican el perfeccionismo: “Cuanto más cerca estés de Jesús, más imperfecto