Denis Fortin

Enciclopedia de Elena G. de White


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sexual fuera del matrimonio y el adulterio estaban prohibidos, y las prácticas comerciales aceptables requerían no robar ni dar falso testimonio contra el prójimo. La sociedad puritana estaba marcada por la obediencia fiel a Dios y a sus instituciones, por el decoro apropiado entre los sexos y por una fuerte ética comercial protestante. La imposición social de estas conductas aseguraba las bendiciones de Dios sobre la tierra y su gente.

      El pensamiento de Elena de White en estos asuntos religiosos y sociales es puritano en gran medida. Su creencia en la inmutabilidad de los Diez Mandamientos es un fundamento básico de su tema del Gran Conflicto. Ella creía firmemente que los principios eternos que se encuentran en el Decálogo son el reflejo del carácter de Dios y el mismísimo fundamento del gobierno celestial. Ella afirma este pensamiento al principio de Patriarcas y profetas: “Siendo la ley del amor el fundamento del gobierno de Dios, la felicidad de todos los seres inteligentes depende de su perfecto acuerdo con los grandes principios de justicia. Dios desea de todas sus criaturas el servicio por amor; servicio que brota de un aprecio de su carácter” (PP 12). Mientras la enemistad de Satanás contra la Ley de Dios buscaba derrocar el gobierno de Dios (ibíd. 351), Dios estableció el plan de redención para “[hacer] posible que el hombre volviera a la armonía con Dios y a rendir obediencia a su Ley” (ibíd. 342). Por lo tanto, la obediencia de los Mandamientos de Dios no es una opción para el cristiano. Sin importar cuán rigurosos puedan ser los Mandamientos, Dios pide a su pueblo que los obedezcan.

      Mientras los primeros cuatro Mandamientos del Decálogo abordan nuestra relación con Dios, los últimos seis se refieren a las relaciones humanas. La obediencia a estos Mandamientos sostiene el tejido social de todas las sociedades y grupos de seres humanos. Israel se encontró asolado por la degradación moral, las guerras y las hambrunas debido a que, una y otra vez, no abrazó plenamente la voluntad de Dios para ellos a través de la obediencia fiel a los Mandamientos, (cf. ibíd. 347; HC 51, 52; PR 222-224). De manera similar, Elena de White cree que los países modernos incurren en las mismas consecuencias por hacer caso omiso a los Mandamientos de Dios (p. ej.: los Estados Unidos durante la guerra civil [TI 1:239-243]; Francia durante la Revolución Francesa [CS 308-332]).

      Sin embargo, donde Elena de White diverge de los puritanos es respecto de la imposición social de la conformidad religiosa. En contraste con la práctica puritana, Elena de White era una fuerte defensora de la separación entre la Iglesia y el Estado. En su libro El conflicto de los siglos, ella dedica un capítulo a los Padres Peregrinos y a sus contribuciones a la fundación de las colonias estadounidenses. Ella sostiene la determinación primitiva de los puritanos de adorar a Dios solo según las reglas que se encuentran en la Biblia y su confianza en Dios. “En medio del exilio y las penurias, su amor y fe se fortalecieron. Confiaban en las promesas del Señor, y él no les falló en tiempos de necesidad. Sus ángeles estaban a su lado para animarlos y sostenerlos” (CS 335). Su deseo de adorar a Dios según los dictados de su conciencia los condujo a la costa de América y a establecer una nueva nación. Entre los puritanos, “la Biblia era considerada como el fundamento de la fe, la fuente de la sabiduría y la carta magna de la libertad. Sus principios se enseñaban diligentemente en los hogares, las escuelas y las iglesias, y sus frutos se hicieron manifiestos en prosperidad, inteligencia, pureza y temperancia” (ibíd. 341).

      Elena de White comenta de los puritanos: “Aunque eran honestos y temerosos de Dios [...] [la] libertad que, para lograrla sacrificaron tantas cosas, no estuvieron igualmente dispuestos a garantizarla a otros” (ibíd. 336, 337). Para ella, “la doctrina de que Dios ha concedido a la iglesia el derecho a regir la conciencia, y definir y castigar la herejía es uno de los errores papales más profundamente arraigados” (ibíd. 337). Esta práctica, firmemente establecida en las colonias puritanas, llevó al “resultado inevitable” de intolerancia y persecución (ibíd.). “La unión de la Iglesia con el Estado, por muy débil que sea, mientras en apariencia parece acercar el mundo a la Iglesia, en realidad lleva a la Iglesia más cerca del mundo” (ibíd. 342).

      En este contexto, la fundación de la colonia de Rhode Island por Roger Williams, que huyó de las persecuciones del Massachusetts puritano, “echó el cimiento del primer Estado de los tiempos modernos que reconoció en el pleno sentido de la palabra los derechos de la libertad religiosa” (ibíd. 339). Para Elena de White, los principios gemelos de Rhode Island, de la libertad civil y religiosa, “[llegaron] a ser la piedra angular de la República Norteamericana” y fueron grabados en la Primera Enmienda de la constitución estadounidense: “El Congreso no dictará leyes para establecer una religión ni para prohibir el libre ejercicio de ella” (ibíd. 339, 340).

      Aunque el pensamiento de Elena de White claramente refleja muchos principios del puritanismo, en su análisis final, la rectitud religiosa y moral no se puede imponer a la conciencia del individuo. En este asunto, sus raíces anabaptistas tienen precedencia sobre sus afinidades puritanas. A pesar de todo lo bueno defendido por el puritanismo estadounidense, le faltaba un principio religioso esencial: el de la libertad religiosa que, como veremos después, es la piedra angular del pensamiento de Elena de White en su tema del Gran Conflicto.

       El milenarismo

      Una última corriente teológica y religiosa del siglo XIX evidente en los escritos de Elena de White es el milenarismo, la creencia de que la humanidad está viviendo ahora en los últimos días de su historia y que, pronto, el mundo será cambiado para anunciar el establecimiento del Reino de Dios.