Álvaro González de Aledo Linos

Carpe diem


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la motora más se caen por el suelo de la bañera, y los que van sentados en el balcón de proa más se mojan, y entre unos y otros más se ríen. Este tramo final es lo que mejor recuerdan.

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      CAPÍTULO 5

      EL PAIPO-ESQUÍ

      Desde el primer año de nuestras navegaciones, nos dábamos cuenta con qué admiración contemplaban los niños a las otras embarcaciones que navegan mucho más deprisa que los veleros, especialmente las motos de agua y las motoras que remolcan esquiadores. De las motos hablaremos en otro capítulo. Respecto al esquí acuático, era evidente que no es un deporte muy adecuado para ellos, por la falta de fuerza que suelen tener debido a la propia enfermedad y los tratamientos, y porque requiere una destreza que no se adquiere en los pocos días que nosotros podríamos dedicar a ello. Por eso inventamos un tipo especial de arrastre, que llamamos paipo-esquí, que consiste en arrastrar la tabla de paipo desde el velero con el niño encima. Este mecanismo evita la fuerza de brazos necesaria en el esquí acuático para sujetar a pulso todo el arrastre del esquiador (en el paipo-esquí, el tirón se transmite a la tabla, no al niño) y como la tabla flota por sí misma, permite el arrastre a baja velocidad, a diferencia del esquí acuático, en el que no se despega del agua hasta haber adquirido una velocidad alta, siendo precisamente el despegue lo que más esfuerzo cuesta. Además, la poca velocidad lo hace más seguro para los pequeños y tiene menos riesgo de accidentes. Por otra parte, un velero no podría, con los motores lentos que suelen tener, alcanzar la velocidad del esquí acuático, mientras que el paipo-esquí podemos practicarlo incluso navegando a vela.

      Para hacerlo, tomamos unas medidas de precaución especiales. Los niños suelen llevar traje de neopreno para no quedarse fríos, pues los baños son prolongados, y por supuesto siempre el chaleco salvavidas. Como el agua salpica mucho a la cara les recomendamos ponerse gafas de piscina o de bucear. Además de la línea de arrastre del paipo, lanzamos por la otra banda una mucho más larga que arrastra una defensa o un flotador. Es para que cuando el niño se caiga o se suelte del paipo, en lugar de tener que maniobrar con el barco para retroceder a recogerle, simplemente dé un par de brazadas en la dirección de esta línea de seguridad y se agarre a ella. Como cuando la alcanza ya hemos detenido el barco no recibe ningún tirón, y solo tiene que esperar a que la defensa le llegue a las manos y luego, desde el barco, le vamos acercando poco a poco al paipo para que se agarre de nuevo. Esta simplificación es muy útil cuando les arrastramos navegando a vela porque solemos hacerlo en empopada, y a este rumbo la maniobra de recuperación sería muy lenta. Además, el primer día que un niño nuevo hace paipo-esquí le enseñamos la maniobra para que no le pille de sorpresa cuando se caiga. También les enseñamos que no se tiren ni se acerquen al barco con el motor en marcha, y un código de señales para transmitir los principales mensajes entre el esquiador y el barco, ya que con el motor en marcha no nos oímos (ver dibujo). Este código tienen que aprendérselo antes del paipo-esquí y es como estudiarse los deberes, porque el que no se lo sabe no esquía.

      El arrastre lo practicamos por las zonas de la bahía en que está permitido, es decir, fuera de las líneas de navegación de los mercantes que entran al muelle de Raos, en la práctica en toda la zona al Sur de la canal, por encima de lo que se conoce como “El Páramo”. El cabo de arrastre lo utilizamos bastante más corto que el del esquí acuático, principalmente para poder hacer fotos cercanas del esquiador. A los niños más pequeños les arrastramos en un paipo inflable o de porespán que flota por sí mismo, y se sujetan sentados a velocidades muy bajas (uno o dos nudos); así solo se mojan de cintura para abajo y no tienen sensación de peligro. A los mayores, en un paipo de porespán o en una tabla de madera de tomar olas, con la punta levantada para planear mejor; esta última no flota con el peso del esquiador y necesita un poco más de habilidad para sujetarse encima hasta que alcanza velocidad. También hemos utilizado tablas de “paddle surf”, “donuts” o “caballitos” inflables para arrastrarlos. Las tablas de “paddle surf” son tan anchas y flotan tanto que prácticamente todos los niños, hasta los más pequeños, consiguen mantenerse de pie, lo que les encanta. Además les enseñamos otra modalidad que llamamos “el torete”, que consiste en arrastrar una defensa de las grandes, y agarrado a ella hacer giros en espiral como si fuera un tornillo; la mitad de cada vuelta por lo tanto se hace debajo del agua, y hay que llevar gafas de bucear y coordinar la respiración cuando el cuerpo sale a la superficie; es más difícil que el paipo-esquí y no tiene tanta aceptación.

      También aprenden a dirigir la tabla atravesando la estela y se familiarizan con el sistema, para luego ir más cómodos el día del paipo-esquí auténtico que luego comentaré. Una de nuestras mayores satisfacciones fue conseguir que hicieran paipo-esquí la niña parapléjica y la niña ciega. Para la primera, fue principalmente cuestión de confiar en sí misma. Empezó cuando ya había aprendido a nadar, a pesar de no poder ayudarse con las piernas. Esta niña estaba mucho más cómoda en el agua sin chaleco, pues en la piscina aprendió lógicamente sin él, pero principalmente porque la tendencia del chaleco es a colocarte panza arriba y es la acción de las piernas la que te mantiene vertical con el chaleco puesto. Al faltarle el control de las piernas, la posición horizontal y panza arriba le impedía agarrarse al paipo y aguantar los primeros momentos hasta alcanzar velocidad. Por eso, curiosamente, es la única a la que hemos dejado hacerlo sin chaleco. Los primeros intentos los hicimos arrastrando a la vez a uno de los médicos del equipo y a ella, pero era demasiado peso y aquello no tenía ningún aliciente. Así que se armó de valor y acabó probando sola, y todo fue sobre ruedas. Una vez alcanzada la velocidad de crucero, el esfuerzo es únicamente de las manos para no soltarse de la tabla y del tronco para guardar el equilibrio necesario. A partir de ese momento, se comportaba como cualquier otro del grupo y para ella era una enorme satisfacción, y no digamos para sus padres, al verla en las fotos haciendo lo que cualquier otro niño.

      Para la niña ciega el reto fue por el contrario confiar absolutamente en nosotros. Ella sabía nadar desde pequeñita y podía usar chaleco, pero le faltaban las referencias, la distancia a tierra o al barco de arrastre, etc. Es fácil comprender la diferencia entre estar en la piscina con las corcheras a unos centímetros por cada lado, o en el mar a varios kilómetros de la tierra más cercana y, además, sin saber en qué dirección. En esa superficie tan enorme, lo más obvio para nosotros es una dificultad enorme para ella. Por ejemplo, el día que les explicábamos las normas de actuación si se caen al agua, le decíamos que tenía que nadar hacia el aro salvavidas que le habíamos lanzado. Los otros del grupo lo tenían claro, pero ella preguntó cómo sabía en qué dirección tenía que nadar para recogerlo. ¡Imaginaos ahora dejarse arrastrar a motor y la angustia de pensar que si se suelta pierde cualquier contacto con su referencia de seguridad y solo le queda esperar en mitad de la nada a que volvamos a recogerla! Pues, a pesar de ello, acabó atreviéndose. Se puso sus gafas de piscina (siempre nada con ellas pues lleva prótesis oculares, y es para que no las pierda ni se le pueda meter arena o cualquier otra cosa en el ojo) y se tiró al agua con un adulto del equipo, que le ayudó a situarse en la tabla. Curiosamente, este otro miembro del equipo es el que más nos preocupó a posteriori, pues la ayudaba a colocarse pero, en cuanto arrancaba, todo el mundo estaba pendiente de la niña, si se caía o no, si tragaba agua, si se asustaba, etc., y en pocos minutos el ayudante se encontraba lejísimos de nosotros, asomando solo la cabeza en mitad de la bahía aunque, eso sí, fuera de las líneas de navegación. Poco a poco, había que dirigir el rumbo, con paipo-esquí y todo, hacia donde le habíamos “abandonado”. La niña hacía paipo-esquí a la perfección, se agarraba a la tabla como a un clavo ardiendo y acabó disfrutando de la actividad como los demás.

      Con estas experiencias previas de arrastre desde los veleros, poco a poco fuimos madurando la idea de dedicar una tarde monográficamente al esquí acuático en mejores condiciones. Así, a partir de 2005, conseguimos una motora, de un compañero médico que practica habitualmente el esquí acuático, y desde entonces cada verano lo repetimos. Ese día está centrado en el esquí acuático y no en la vela. Distribuimos a los niños en los veleros como siempre, pero solo a efectos de tenerlos repartidos y con una “base” donde cada uno se seque, se caliente al terminar, se cambie