A los diez años el dolor e inflamación eran tan grandes que Pancho no podía caminar. Eventualmente lo operaron y repararon la hernia.
Un peligro para los habitantes del Ecuador de ese entonces era la malaria, una enfermedad endémica en los trópicos. Los mosquitos eran una amenaza constante en Guayaquil, dentro y fuera del hogar, ya que el calor sofocante obligaba a los habitantes a mantener las ventanas abiertas. Pancho contrajo malaria a los ocho o nueve años y sufrió sus consecuencias, a intervalos, hasta los veinte. Debido a las fiebres debilitantes que la malaria produce Pancho tuvo que guardar cama a menudo. En una ocasión recibió quinina; su madre lo acompañó preocupada mientras temblaba en la cama del hospital.
Sin embargo, la peor enfermedad que sufrió fue el raquitismo. Este es un desorden juvenil causado por la malnutrición, particularmente por la falta de vitamina D, calcio y fosfato. Esta enfermedad causa deformidades esqueléticas, en especial piernas estevadas. Las consecuencias del raquitismo acompañaron a Pancho toda su vida. Es difícil saber qué comían Pancho y su familia, pero la incidencia del raquitismo muestra que la pobreza jugó un papel importante.
Domingo Segura, el padre de Pancho, mantenía a su gran familia de la mejor manera que podía. Era un hombre guapo y fuerte de un metro ochenta que trabajaba como cuidador en la propiedad de uno de los hombres más ricos de Guayaquil, don Juan José Medina. Medina estudió en Inglaterra, era un banquero importante y fue el padrino del pequeño Pancho. Este se preocupó por el desarrollo del chico y opinaba que Pancho debía tener una actividad que lo ayudara a fortalecer sus huesos, desarrollar sus músculos y agregar masa corporal a su marco atrofiado. Medina decidió que dicha actividad sería su deporte favorito: el tenis.
El señor Medina formaba parte del consejo directivo del Guayaquil Tenis Club: un pequeño club de las élites guayaquileñas que contaba con quinientos miembros. En Ecuador, como en el resto del planeta, el tenis era considerado un juego de hombres ricos. Un juego reservado solo para privilegiados que pudieran pegar a pelotas caras con raquetas igualmente caras sobre una superficie difícil y costosa de mantener.
Medina decidió emplear a Domingo Segura para que sea el cuidador del Guayaquil Tenis Club. Así Segura no solo recibía un salario estable sino también un lugar para vivir. Él y su familia vivían en una casa pequeña en las afueras del terreno del club. Entre sus obligaciones estaba ocuparse de las canchas, mantener el terreno y la sede del club, y proveer servicios para los miembros, incluyendo conseguir pasabolas. Panchito no solo sería el asistente de su padre, sino que también empezaría a jugar tenis.
Era, desde luego, un arreglo enteramente privado. A los miembros del club no les importaban sus empleados. Siempre y cuando el club y las canchas se mantuvieran en perfecto estado y hubiera pasabolas, no importaba quién hiciera el trabajo. Al igual que tres o cuatro otros niños empleados por el club, Pancho pasaba el día recolectando pelotas y devolviéndolas a los jugadores cuando fuera necesario. Cuando no eran necesarios, los niños se preocupaban de desaparecer. Pancho era el más joven de ellos. «Mi papá me hacía recoger bolas, barrer las líneas, arreglar la red, pasar las toallas a los socios», recuerda Pancho. El club solo tenía cuatro canchas de cemento que se ocupaban los fines de semana, cuando los socios no tenían que trabajar. Pancho, sin embargo, iba todos los días a ayudar a su padre.
En la escuela primaria de Guayaquil, Pancho demostraba buenas aptitudes académicas, especialmente en matemáticas: «Era bueno con los números», cuenta. Tenía buenos profesores, pero era un muchacho solitario. Debido a su baja estatura y cuerpo frágil, los compañeros de Pancho se burlaban de él sin piedad y lo llamaban «maricón». Todos los días después del colegio, en vez de jugar en la calle o juntarse con sus amigos, Pancho iba al club de tenis, un lugar vedado para sus compañeros. Tuvo una vida ensimismada como niño.
Pero un día levantó una raqueta de tenis. Era vieja, abandonada y desechada por uno de los socios. Era demasiado grande para él: debía utilizar ambas manos para alzarla y no le daba la fuerza para golpear una bola. A pesar de ello, Pancho puso sus manos en la empuñadura, tiró una bola y la golpeó. «En un principio no estaba interesado», recuerda, «todos mis amigos del colegio jugaban fútbol. Pero cuando le di al muro con la bola, me gustó».
Sin embargo, había también otros factores en juego. Pancho era pequeño y débil para su edad y no podía hacer deporte como sus compañeros de colegio. Mientras ellos jugaban fútbol y béisbol, Pancho se quedaba sentado. Podía aprender este misterioso juego llamado tenis, que ninguno de sus compañeros conocía, en privado, en el club con su padre. A veces, cuando las canchas estaban vacías, el padre de Pancho lo llevaba junto con una raqueta a golpear bolas. «Entrábamos a hurtadillas a las canchas».
Su madre, por otra parte, era la deportista de la familia y no solo Pancho heredó esos genes; Elvira, la hermana de Pancho, fue campeona nacional de básquet. Francisca Cano también jugaba tenis con Panchito y, por un corto tiempo, le ganaba. «Pancho se sentía tan frustrado que, por fin, ella lo dejó ganar», recuerda Elvira.
Pero Francisca no quería que sus hijos se dedicaran al deporte. Ella esperaba que sus cinco hijas se quedaran en casa y ayudaran con los quehaceres mientras se preparaban para el matrimonio. La madre se sentía incómoda por la pasión creciente que Pancho mostraba por el tenis: el deporte lo alejaba de casa y de ella. Él era su primogénito y el más preciado por su fragilidad; después de todo, sus dos hermanos alcanzaron el metro ochenta de altura. Francisca se preocupaba, cuidaba y oraba por su hijo. Amaba de igual manera a sus otros hijos, hasta fajaba las piernas de sus hijas para evitar que quedaran torcidas como las de su hijo mayor.
Pero Panchito, por ser el más vulnerable, era su favorito. La señora Cano quería que Pancho fuera más devoto, por eso, lo mandaba con sus hermanas a novenas. Cada vez que pasaban frente a una iglesia, ella insistía que Pancho se persignara con agua bendita. Ella también era la mano dura en la familia: «Solía darnos con el cinturón», cuenta Elvira. «Recuerdo que Pancho se oponía y decía: Mamá, ¿le vas a pegar a un campeón de tenis?».
Francisca acompañaba a Pancho a las canchas pero le angustiaba hacerlo. Pancho no usaba zapatos de tenis, los suyos estaban hechos de caucho y sus medias no eran largas y blancas como las de otros jugadores; esos eran lujos fuera del alcance familiar. Pero había cosas peores, según recordó al final de su vida, veía cómo los socios trataban a su pequeño cuando trabajaba de pasabolas: «Recuerdo cuando se sentó en la silla de uno de los señores durante un juego, este le dijo: ¿Qué mierdas haces sentado ahí? Tienes que sentarte allá, en las escaleras. Y mi hijo se levantó y, en silencio, se fue a sentar en la escalera. También tenía prohibido usar el baño de los señores. Pero, con su buen sentido del humor, me decía: Me dicen que no use sus sillas ni su baño, pero cuando no están, me siento en sus sillas y me ducho cuantas veces quiera… Y, algún día, seré yo el que esté sentado ahí en frente de todos ellos».
Fue entonces cuando su madre aceptó la ambición de su hijo y el amor que tenía por el juego. Mientras Pancho crecía, Francisca se encontró atrapada por la obsesión que este tenía y lo empezó a animar. Iba al club al anochecer, cuando no quedaban socios, y lo llevaba a las canchas vacías para jugar. Una vez que llegó a la adolescencia, no cabía duda de quién ganaba entre los dos. Jugaban hasta que se ponía demasiado oscuro para ver la bola: «Recuerdo que lloraba porque no podía jugar en el día», dice Elvira, «solo de noche».
Pancho era el mayor de los hermanos, el más centrado y el favorito de su madre. Como sucede, por lo general, con los hijos mayores, conocía perfectamente bien su lugar en la familia. De niño solía sacar un burro a las afueras de la ciudad para traer leña a casa. «Hubo muchas veces que mi hijo volvía con un sucre (6) que se había ganado en el día», recuerda la orgullosa madre. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera por su familia, incluso si eso tuviera repercusiones más adelante. A los doce años tuvo que dejar la escuela para aportar económicamente en casa.
Años más tarde admite que su niñez había sido triste porque su vida en el club y su abandono escolar lo alejaron de sus amigos. «Ellos no tenían permitida la entrada. Era un club privado y nosotros solo trabajadores. No los podía invitar». La falta de dinero también lo marginaba. «Nunca tuve una bici. No podía ir a ninguna parte, ni siquiera a la playa».
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