Caroline Seebhom

Pancho Segura Cano: La vida de una leyenda del tenis


Скачать книгу

ciudad, todos gritaban y vitoreaban y saltaban proclamando que «su hijo favorito, en esta hora de triunfo… había alcanzado la gloria para su querido Ecuador», como dijo El Telégrafo de manera propiamente cívica.

      Segura ya tenía dieciocho años de edad. Su ascenso había sido meteórico. De humilde pasabolas y empleado de los socios del club guayaquileño se había convertido no solo en tenista internacional sino en campeón nacional. Su retorno a Guayaquil fue el de un héroe. Las personas acudían en hordas a las calles para darle la bienvenida. Se organizó un desfile. Los niños gritaban su nombre mientras recorría las calles, los pasajeros de bus sacaban sus cabezas por las ventanas para saludarlo. «Todos me invitaban a sus casas», recuerda Pancho. «La delegación me dio una gran bienvenida. Recibí medallas, banderines en mi honor, ¡de todo!». Se le dio su nombre a una calle. Luego de este reconocimiento triunfal, se tomó la decisión tardía de aceptarlo como miembro del Guayaquil Tenis Club.

      Durante 1939 Pancho Segura representó al Ecuador en cuatro torneos sudamericanos: en Uruguay, Chile, Brasil y Argentina. Ganó todos los torneos. Tal vez su victoria más importante fue en el estadio Millington Drake, en Carrasco, en las afueras de Montevideo, contra el campeón argentino Lucilo del Castillo. Los aficionados aún no conocían al notorio tenista ecuatoriano del golpe a dos manos, con velocidad excepcional y endiabladas devoluciones. Había mucha anticipación y, mientras el partido se jugaba, quedaba claro que Del Castillo se encontraba ante un legítimo rival. Empatados a un set, del Castillo sirvió el segundo set. Segura no le permitió ganar y se adelantó 11-9. Esa victoria tras un largo set fue el punto de quiebre; luego de ese momento, del Castillo perdió la esperanza. Pancho ganó el partido en cuatro sets.

      Pero aún faltaba un juego para llevarse la copa de un torneo jugado en presencia del embajador británico, Sir Eugen Millington Drake, que era la figura que daba nombre al estadio en Carrasco. Sir Eugen era un gran aficionado al tenis y era el cabecilla de la Federación de Tenis Uruguaya que auspiciaba el torneo. El embajador apretó la mano de Pancho afectuosamente cuando este entró al escenario, tal vez intuyendo la importancia del partido. El rival de Pancho era el campeón uruguayo Sebastián Hareguy, que jugaba como local. Esto le dio una ventaja inmediata y la muchedumbre rugía en su apoyo cuando ambos participantes salieron a la cancha.

      En esta ocasión tan tensa Pancho tuvo dificultades en descifrar el juego de su oponente. Luego de ganar el primer set 7-5, perdió el segundo y el tercero 0-6 y 0-6, marcadores humillantes que no había tenido en su contra a lo largo de todo el año. La multitud empezó a murmurar, preguntándose si lo del ecuatoriano había sido solo un chispazo. Pero ante una presión tal, Pancho mostró la tenacidad y el espíritu que se convertirían en los sellos distintivos de su estilo. Como todo gran jugador, encontró una manera de levantar su nivel y, al cambiar de velocidad y dotar sus golpes con más fuerza y precisión, ganó el cuarto set 6-1. Esto desconcertó al uruguayo y a sus seguidores que ya habían anticipado la victoria. Hareguy empezó a mostrar los signos del agotamiento al inicio del quinto set y tuvo que retirarse momentáneamente con calambres. El descanso no fue suficiente para devolverle las fuerzas y perdió el set final 6-3. Sir Eugen Millington Drake, en aprecio del buen nivel de tenis del que había sido testigo, presentó el trofeo a Segura.

      En esta ocasión la respuesta fue unánime. Francisco Segura era un tenista memorable. Hasta sus rivales reconocían de manera galante su talento y potencial. Millington Drake, llevado a un vuelo literario al haber observado un partido de tal nivel, describió el torneo como el crepúsculo de los dioses del tenis clásico (Hareguy y Del Castillo) ambos disminuidos ante la presencia brillante de la nueva y reluciente estrella: Segura.

      Terminado el campeonato, Pancho pasó a otros en Chile, Brasil y Argentina. Cada vez que regresaba a casa su renombre crecía. Su efigie se observaba por doquier, siempre el joven de tez oscura con su raqueta en ambas manos, su rostro iluminado por una sonrisa amplia y generosa que desde entonces hacía suspirar a sus seguidoras.

      La prensa no le daba descanso. El Telégrafo ahora lo llamaba, de manera rutinaria, un dios griego, merecedor de coronas de laureles y loas. «Segura ha sido el joven exponente de nuestro pueblo y ha mostrado a nuestros vecinos la gloria de nuestra raza, la fuerza inquebrantable de su voluntad… su dignidad, disciplina y coraje». Esta retórica nacionalista en parte tenía la intención de ofrecer esperanza a las grandes masas empobrecidas, intentando paliar de esa manera su sufrimiento, mientras se deleitaban con las hazañas y la gloria de uno de los suyos. Pancho era del pueblo, eso era lo importante. No se trataba de un señor encopetado, sino de un hombre del pueblo y sus victorias enorgullecían a los miles que compartían la pobreza que él soportó un día.

      De hecho, la situación era profundamente irónica puesto que convertirse en héroe nacional no arrojaba rédito económico alguno. Ganar torneos no significaba éxito financiero. Aunque sus padres gozaban ahora de la enorme aprobación popular que recibía su hijo, sus ingresos no cambiaron y los seguían plagando las mismas dificultades. «Mis padres empezaron a pensar que eran aristócratas», diría Pancho más adelante. «Hasta llegaron a endiosarlos. Pero mi éxito no trajo dinero a casa».

      Los desfiles eran apasionantes, pero no servían para cubrir las deudas. Fue solo luego de que la prensa reportó la pobreza de la familia Segura Cano que la Municipalidad de Guayaquil les entregó un lote de tierra para construir una casa. Esto fue en la esquina de las calles Cuenca y Quito. Una vez construida la vivienda, esta consistió en un local en el piso que daba a la calle para así recibir un alquiler, un apartamento modesto en el segundo piso con cuatro dormitorios pequeños, una pequeña sala que hacía también las veces de comedor y una cocina mínima. Apenas servía para alojar una familia tan numerosa, pero al menos era vivienda propia y todavía hoy en día viven ahí algunos familiares. En estas condiciones y sin poder pagar transporte, Pancho tenía que caminar de ida y vuelta al club para ahí cumplir con sus labores.

      De vez en vez, los amigos adinerados de Pancho le daban algo de dinero, ropa, enseres. En una ocasión, mientras jugaba en el extranjero, Agustín Febres Cordero, su antiguo mecenas, amigo y antiguo presidente del club, le dio quinientos dólares para que se los enviara a su madre. Pero otros amigos influyentes tenían planes más ambiciosos para este prodigioso hijo de su ciudad. Galo Plaza, su benefactor, ya era ministro de Defensa. Él mantenía interés en ayudar al ídolo y sugirió que Pancho viajara a estudiar tenis en Francia, uno de los países de mayor afición al tenis del mundo, junto con Gran Bretaña, Australia y Estados Unidos. Plaza pensaba que Francia sería un destino ideal para este sudamericano sin experiencia y con una educación rudimentaria, a diferencia del rudo mundo competitivo de Estados Unidos. En Francia tendría la oportunidad de refinar su juego y convertirse en una luminaria internacional para, de esa manera, poner al Ecuador en el mapa de manera espectacular. Ningún otro deportista ecuatoriano había alcanzado el éxito internacional de Pancho y Ecuador estaba dispuesto, mediante los oficios de Plaza, a auspiciar el joven talento ofreciéndole un estipendio para su manutención.

      Pero el mundo pensaba distinto. Pancho estaba jugando en Argentina cuando la guerra estalló en Europa. «Vi buques de guerra alemanes en el muelle en Buenos Aires», dice Pancho. «Yo sabía el significado de aquello». Luego se volvió imposible viajar a Francia a jugar tenis: «Fue el mayor golpe de fortuna de toda mi vida», declararía más tarde. Pese a este obstáculo, la fortuna de nuevo lo acompañó. Su fama se había extendido y alcanzó las orillas de un país con el que solo había soñado.

      «Un silencio