Caroline Seebhom

Pancho Segura Cano: La vida de una leyenda del tenis


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estilizados angloamericanos, Rosalind asumió su tarea con entusiasmo.

      «Lo vi jugar», recordaba. «Y vi su relampagueante sonrisa. A mí no me importó que haya perdido. Pancho dejó su huella».

      Rosalind Palmer quedó prendada. ¿Y qué si ella no hablara español o que él no hablara inglés? Ella lo entendía perfectamente. Se llevaron bien desde el inicio, ella lo acompañó a las canchas y a las cenas en honor de los jugadores que se celebraban los viernes y sábados por la noche. Y al terminar iba a casa de sus padres. Pancho dormía en los vestuarios. Él no se hacía problema, estaba en Estados Unidos, jugaba tenis y una bella joven estaba pendiente de él. ¡Qué estupenda manera de conocer este nuevo mundo!

      Ese fue el inicio de una amistad de toda la vida, una de muchas que Segura, con su extraordinario talento para conseguir y conservar amigos, lograría afianzar. El sentimiento era compartido. Décadas más tarde, Rosalind expresaría el mismo afecto por el pequeño jugador que había conocido en el Meadow Club.

      La semana siguiente al torneo de Southampton, Pancho compitió en el torneo de tierra batida de East Orange, Nueva Jersey. Esta vez se sintió más cómodo, la tierra batida era la superficie que mejor conocía: «Me encantaba la arcilla porque tenía un buen drop shot y ese es un golpe muy efectivo en la arcilla». Pancho diseñó una buena estrategia en esta superficie más lenta: «Yo fingía un golpe largo, mi oponente se preparaba para recibirlo y al último instante giraba mi muñeca y ponía un drop shot. ¡Así los engañaba!»

      Esa jugada picante fue efectiva en uno de los partidos más importantes del torneo. El juego era contra Jack Kramer, que luego se convertiría en una figura clave en la carrera de Pancho. Kramer, de diecinueve años, de la misma edad de Pancho, ya había ganado el campeonato nacional juvenil, integraba el equipo senior de Copa Davis y había triunfado ante los mejores jugadores del país. Meses más tarde ganó el título de dobles en el campeonato nacional de Estados Unidos. Su experiencia excedía de largo la del ecuatoriano patucho, ya era un jugador famoso por su saque y todo apuntaba a que iba a ganar el juego fácilmente.

      Pero como recordaría Kramer años más tarde: «Pancho me sacó de la cancha en el primer set. Yo estaba buscando su tiro más débil, que en ese entonces era su revés. Pero era difícil obligarlo a dar ese golpe porque Pancho era tan veloz y anticipaba tan bien que no importaba dónde ponía la bola, él se ubicaba de manera que respondía con su golpe preferido, el drive a dos manos». Kramer continuó señalando que ese mismo golpe constituyó la perdición de Pancho en esos días, puesto que este se agotaba corriendo en exceso para llegar a su drive letal: «Creo que me ganó 6-0 en ese primer set, y luego pude frenarlo y finalmente ganarle».

      Dice mucho de Pancho que, en las pocas semanas desde su llegada, ya había empezado a analizar el asunto de jugar en césped. Tuvo poca oportunidad para practicar puesto que no conocía a nadie y carecía de recursos, pero para cuando enfrentó a Frank Parker no salió mal parado. El marcador final quedó 6-3, 6-1, 7-5, a favor del jugador más experimentado. En el reñido set final, Pancho demostró su poderoso drive a dos manos, sus golpes precisos y su feroz tenacidad. Creó una ola de simpatía e interés entre los aficionados, que lo alentaron cálidamente hasta el final.

      En octubre de 1940 Pancho logró su primera victoria en césped en Estados Unidos. En un torneo organizado por el Club de Tenis Hispánico venció al campeón irlandés y jugador de Copa Davis, George Lyttleton 6-2, 6-4. El juego de Segura ya mostraba un repertorio de golpes devastadores: lanzamientos cruzados a profundidad, golpes violentos sobre su cabeza, drop shots y, por supuesto, su despiadado drive a dos manos. Como escribió Manuel Velarde, el comentarista deportivo del diario La Prensa: «Rogers no podía ocultar su sorpresa cada vez que Segura lanzaba su celebrado guantón a dos manos, que dejaba plantado al irlandés». Ya Pancho empezaba a tomar la medida de la nueva superficie y aprendía de a poco a explotarla.

      Pero si su tenis iba en alza, sus condiciones de vida se dirigían en el sentido opuesto. Inicialmente, el arreglo era que Segura se alojara con el cónsul ecuatoriano en Nueva York, Sixto Durán-Ballén Romero. Pero debido a los resultados adversos iniciales, el Gobierno ecuatoriano empezó a expresar reservas ante su «representante especial». ¿Qué clase de representante era si recibía una paliza en casi toda presentación en Estados Unidos? La beca que se le había prometido se secó misteriosamente.

      El invierno se aproximaba. Las oportunidades de juego se hacían cada vez más escasas. Tenía frío, estaba solo y prácticamente quebrado. Un día regresó a su alojamiento temporal para encontrar sus ropas en la vereda, puesto que no podía costear el alquiler. Más adelante le contó a un amigo de esos días terribles, que él describe en su lenguaje típicamente picante: «Me dejaron jodido en Nueva York, ¡y ni siquiera hablaba inglés!»

      En esos días duros conoció a un periodista deportivo que trabajaba en La Prensa. Este personaje se compadeció del ecuatoriano y lo introdujo a una familia puertorriqueña que vivía en la parte latina de Harlem. La familia lo acogió. Segura sabía que su primera tarea era aprender inglés y encontró una escuela cerca que ofrecía cursos de lengua. «Me equivoqué», se ríe, «resultó que era una sinagoga a la que asistían portugueses». De todos modos aprendió a hablar inglés, se empleó en lo que podía, trabajaba de mesero y con frecuencia acudía al consulado ecuatoriano en busca de recursos. En Navidad tuvieron la generosidad de entregarle veinte dólares.

      Fue un invierno cruel. Pancho escribía comunicados al Gobierno, pidiendo la entrega de su estipendio. Preguntó si se le podía otorgar una beca para ir a la universidad en California, cuyo clima le permitiría jugar tenis de manera constante. Las autoridades ecuatorianas le enviaban pequeñas cantidades de dinero de vez en vez, mientras citaban resoluciones y compromisos que impedían mayores desembolsos. La situación era grave. Pancho se sentía como un inmigrante despreciado.

      Para almorzar caminaba cuarenta cuadras hasta Horn y Hardart, donde vendían sánduches baratos. La caminata le levantaba el ánimo porque sentía que iba a perder su condición física con el avance del invierno. «Luego me iba a la calle 42 para ver los cabarés; —sácatelo, sácatelo, yo gritaba junto con los demás, sin saber qué significaba. Eran unas rubias despampanantes, yo creía que todas las americanas eran rubias, no me había enterado de que existía la tintura de pelo».

      Pancho estaba acongojado por la soledad. Venía de una familia amplia y extrañaba a sus hermanas y hermanos. Le escribía a su madre una vez por semana hasta que ya no pudo pagar el envío. No podía ir a ningún sitio que requería transporte, salvo que llegara a pie. Una vez logró ingresar al famoso salón de música Radio City para ver a las bailarinas: «¡Qué emocionante!», recuerda. Anhelaba compañía femenina pero no podía invitar a nadie a una cita. «Conocí a una chica alemana, que aprendía inglés igual que yo, y me gustaba pero no tenía un centavo. —Llévame a la estatua de la libertad, me dijo una vez, y de alguna manera llegamos, pero la relación no tenía futuro».

      Pancho tenía frío, estaba solo y lo más duro de todo: no podía jugar tenis. Para jugar en una cancha bajo techo debía pagar y no podía hacerlo. Fue una de las peores épocas de su vida.

      Su suerte cambió con la llegada de un benefactor cuya generosidad llevó al desolado joven a un lugar enteramente nuevo. Su nombre era Arturo Cano y se trataba del cónsul boliviano en Nueva York. Cano era encantador, ocurrido y rico. También era aficionado al tenis. Recordaba el triunfo de Pancho en los Juegos Bolivarianos, sabía de lo que era capaz este joven talento y así