que navegaban en el puerto de Guayaquil. Para él era impensable que algún día pudiera pagar el pasaje de esos enormes barcos. Brillantes y glamorosos, los barcos seducían al joven con sus sirenas estridentes y llenas de promesas. Con frecuencia soñaba que algún día se iría de Guayaquil en uno de esos barcos. «Algún día me subiré a uno de esos botes y me largaré de aquí», se prometía a sí mismo, «un día voy a triunfar».
Entre tanto, no tenía otra alternativa que golpear bolas contra el muro del Guayaquil Tenis Club. Empezó a esforzarse en aprender el juego. Aunque veía que todos los jugadores adultos del club ejecutaban sus golpes con una sola mano, notó que él podía pegar con más fuerza si utilizaba ambas manos en su drive. Sin embargo, no fue sino hasta los años sesenta cuando otros jugadores empezaron a usar ambas manos para el drive y el revés. Observaba cuidadosamente a los otros jugadores, analizando sus golpes, su juego de pies, la técnica y luego copiando todo mientras jugaba contra una pared. Aprendió de los movimientos de don Nelson Úraga, un tenista zurdo altamente reconocido que tenía un espíritu guerrero que Pancho admiraba. Practicaba su grip, su juego de pies, su posicionamiento. Arreglaba las raquetas viejas y abandonadas que estaban a su alcance y las veneraba. Reparaba las cuerdas desgastadas con cinta para evitar que se siguieran desintegrando y para que duraran.
Su juego mejoraba. «Jugando contra la pared me di cuenta de que la bola regresaba rápido y aprendí a pegarle de una». Nacido con instintos y coordinación, Pancho desarrolló reflejos para compensar sus deficiencias. También empezó a hacer ejercicio con una máquina de remo, un aparato nuevo en el club. Su padrino, J. J. Medina, se aseguró de que su ahijado pudiera entrar al deseado cuarto de ejercicio cuando no había nadie. A los once años de edad, la práctica incesante, la concentración implacable y la mente concentrada de este insólito atleta empezaron a dar fruto. Consiguió una raqueta viable, una Top Flite, que una vez olvidó un brasileño de paso por Guayaquil. «La miraba con orgullo», recuerda su madre, «como si fuera un tesoro, y la utilizó por muchos años».
La gente empezó a notarlo. «Pronto empecé a ganar a los chicos mayores», dice Pancho con un brillo en el ojo. Mientras trabajaba, a veces lo invitaban los miembros del club para que jugara con ellos. Para ellos no era un partido legítimo entre un adulto con experiencia y un pequeño “pata ´e loro”, como lo llamaban. Ni siquiera llevaba puestas medias ni zapatos deportivos. Pero le daba a la bola como un diablo y siempre devolvía la pelota, era como una máquina de aquellas que aparecerían en el tenis años más tarde. Si no había nadie más en el club, o si no había ningún instructor disponible, los socios llamaban al pequeño. «Yo era un pasabolas para ellos y me pagaban tres reales, hasta cinco, para que jugara con ellos».
Aunque cinco reales parece muy poco, para Pancho y su familia ese dinero era importante. La lucha de sus padres por mantener a su familia producía una ansiedad constante, especialmente para su madre que a veces no podía pagar las cuentas. La actitud de su padre hacia el dinero era más pragmática: los consejos que daba a sus hijos eran prácticos: «No salgan a la lluvia que no tenemos impermeables» o «si necesitan usar traje, compren uno negro que puedan usar en velorios y así comer gratis». Que su hijo menos prometedor llegara a casa con dinero, no importa cuán poco fuese, era inesperado y salvador.
El hecho de que el tenis fuese una manera de aportar fondos para la familia fue una revelación que transformó la manera que tenía Pancho de pensar sobre su familia y su propia vida. «Jugar tenis traía dinero a la casa y mis padres apoyaban aquello», dijo, reconociendo las inmensas implicaciones de este inesperado hallazgo.
Practicó con afán y los socios del club pronto notaron la determinación de este pequeño que siempre rondaba las canchas. Al jugar con los chicos de más edad, Pancho aprendió de ellos y desarrolló su juego, revelando una competitividad feroz que sorprendía a sus adversarios. Se convirtió no solo en pasabolas del club, sino en el pasabolas oficial, ganando pequeñas sumas de dinero. «¡Pero nunca me pagaban!», recuerda riéndose. «Esperaba afuera de los camerinos mientras se cambiaban y, cuando salían, ¡les pedía mis tres reales!» Fueron estas las primeras experiencias que tuvo Pancho con la indiferencia de los ricos, que exigían su tiempo y su talento a cambio de nada. Más tarde, al empezar su viaje por el mundo glamoroso del tenis, entendería perfectamente este hábito cruel de los ricos y famosos, y al igual que en su adolescencia en el Guayaquil Tenis Club, se encogería de hombros y sonreiría de manera resignada.
En 1935, cuando Pancho tenía trece años, un personaje importante visitó el club. Se llamaba Francisco Rodríguez Garzón y era el periodista y editor más importante de la sección deportiva del diario El Telégrafo. Vio jugar a Pancho y, unos días después, el diario publicó un artículo que causó sensación:
Tan pronto como lo vi, ese joven humilde y tímido, que se puso más nervioso cuando le dije que se dejara sacar fotos, se adentró en mi ser. Tenía miedo de que los dueños se enojaran y no quería hablar de su pasión por el tenis, de sus habilidades, ni de lo que era capaz de hacer. Pero una vez que hablé con los socios del club, me puse a pensar sobre lo que un chico con ese talento, ese conocimiento de la raqueta y los secretos del tenis y con la capacidad de impresionar a todo el país pudiera lograr.
Entonces empezó el amorío entre El Telégrafo y su nueva celebridad. Ese artículo también anunció al mundo por primera vez que en Guayaquil vivía alguien que se convertiría en un héroe nacional. Los socios del Guayaquil Tenis Club no podían seguir ignorando al joven mestizo que había sido su pasabolas por tanto tiempo. Ahora Pancho les ganaba a los mejores jugadores con cierta frecuencia: «No les gustaba para nada», sonríe, «siempre objetaban los puntos».
En cierta ocasión un jugador norteamericano conocido como el señor Brown llegó al club con la intención de jugar tenis. Allí tuvo noticias de un pasabolas con una gran habilidad para jugar tenis y lo buscó. Los funcionarios del club aceptaron un enfrentamiento entre ambos a regañadientes. Pancho ganó el encuentro en tres sets consecutivos con facilidad. Lejos de sentirse ofendido, el gringo informó al club que tenían un gran jugador entre manos y los exhortó a que dejaran de emplearlo como pasabolas y en su lugar que le ofrecieran la oportunidad de hacer del tenis una profesión: «Este chico, cuando cumpla diecisiete, va a brillar, y va a hacer que todo el país brille».
Aunque algunos de los socios no aceptarían nunca que este «cholito» pudiera convertirse en un jugador de tenis relevante, una familia en particular empezó a interesarse en este excepcional talento. En 1937 Luis Eduardo Bruckmann Burton y su esposa, Ángela, decidieron hacerse cargo de este improbable prodigio. Invitaron a Pancho a que los acompañara a su casa vacacional en Quito. No sabían entonces que se convertiría en un gran jugador, habían oído los rumores y entendieron intuitivamente que podían ayudarlo dándole apoyo.
En ese tiempo Quito era una alternativa para aquellos guayaquileños adinerados que podían costear su permanencia en la capital durante los meses complicados de invierno. Los Bruckmann Burton le ofrecieron a Pancho un trato generoso. Lo alimentarían, velarían por su bienestar mientras respiraba aire puro y, a cambio, él les enseñaría los rudimentos del tenis a sus dos hijas adolescentes, Ilse y Olga. Era una oportunidad espléndida y Pancho la aprovechó no sin dejar de expresar su gratitud. Los Bruckmann Burton cumplieron su palabra. Una vez en Quito comió bien, se fortaleció y ejercitó su cuerpo, aumentando tono muscular a su físico en pleno desarrollo. En cuanto a lo demás, compartió días inolvidables con Ilse y Olga.
Pancho pasó unos meses en Quito junto a la familia Bruckmann Burton y regresó a su ciudad natal en mejor condición física que cuando se fue. Para entonces tenía dieciséis años de edad, su primera prueba como tenista estaba por llegar.
5. Cholo: el término tiene varios significados, entre los cuales se encuentran: mestizo de sangre europea e indígena, de mal gusto o término despectivo usado para referirse a algo o alguien. El Diccionario de la lengua española dice: «Dicho de un indio: Que adopta los usos occidentales».
6. Sucre: moneda utilizada en Ecuador antes de la dolarización (en el año 2000).
Capítulo 2
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