Ricardo Capponi

Chile: un duelo pendiente


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el duelo, los personajes incorporados serán receptivos, pacientes, contenedores, esperanzados y afectuosos.

      b. Relación con la persona perdida

      El tipo de relación que se estableció con la persona perdida decide en forma muy esencial el curso del proceso de duelo. Y en este sentido, hay dos variantes que influyen poderosamente: el grado de narcisismo y el grado de ambivalencia de la relación con quien hemos perdido.

      El grado de narcisismo con que se eligió y se mantuvo la relación se refiere a cuán diferente de uno mismo se percibe al otro, y/o qué nivel de idealización se proyectaba en él. Veámoslos por separado:

      Si, por una parte, perdemos a alguien con quien nos relacionamos sintiendo que es una prolongación de nosotros mismos, al irse nos desgarrará llevándose una porción nuestra, que nos pertenece. El dolor psíquico es insoportable y la agresión que se desencadena es extrema.

      En condiciones normales, los hijos, la pareja, llevan inevitablemente un grado importante de vínculo narcisista, porque en tales relaciones íntimas es más fácil sentir al otro como parte de uno mismo y viceversa, y por la natural tendencia a idealizar a los hijos y a la pareja. Por eso son duelos tan difíciles. Las personas con trastornos de personalidad tienden a vincularse narcisísticamente con mucha facilidad y con gran intensidad, exponiéndose a permanentes duelos patológicos que los hacen ser tan inestables de ánimo.

      Por otra parte, si el hijo perdido era además el portador de todos aquellos ideales frustrados que el padre nunca pudo realizar, se le agrega al duelo la angustiante carga de perder un ideal, una ilusión. De la desilusión emerge el vacío y el sin sentido.

      En cuanto al grado de ambivalencia con que nos hemos relacionados con aquel que perdimos, se trata de un hecho psíquico difícil de aceptar, a pesar de que lo vivimos a diario. Todas nuestras relaciones, hasta las más cercanas y queridas, son una mezcla de amor y odio. A todas subyace esta ambivalencia de sentimientos, que proviene de la forma como se estructura nuestra mente desde sus orígenes. Está relacionada con la inevitable frustración que despierta agresión, ira y odio (muchas veces en forma inconsciente), aun en la relación más querida y carente de conflictos. Mientras más amamos a alguien más esperamos de él y, por lo tanto, más nos frustra.

      Sin embargo, el grado de ambivalencia varía, y mientras más integrado y más maduro sea el vínculo, menor ambivalencia tendrá, el amor sostendrá el odio y lo sobrepasará.

      Esta ambivalencia siempre se pone a prueba. De hecho, necesitamos ponerla a prueba para comprobar que en la relación predomina el amor y, en ese sentido, nos refuerza el vínculo. La relación sexual, interacción con el cuerpo donde se dan cita la agresión y el amor, cumple entre otros este propósito para la pareja. Pero también la ambivalencia se pone a prueba involuntariamente en momentos difíciles. Y el duelo es el peor de todos. En él se desencadena esta alternancia de sentimientos, que es una de las variables que más perturba el proceso de duelo. El odio se proyecta sobre el ser querido, aumentan la culpa desesperanzadora y la persecución. Parte de este odio se vuelca contra el sujeto mismo y genera conductas autodestructivas, sentimientos de minusvalía, autoexigencias agobiantes y autodescalificación.

      La forma en que aconteció la pérdida en la situación real del mundo externo, tiene importantes repercusiones en la evolución del duelo. Desarrollaré a continuación las más importantes de esas condiciones externas en el proceso de duelo.

      a. ¿Fue una muerte esperada, anunciada, inesperada, sorpresiva?

      La muerte de un familiar anciano con serias limitaciones en su salud física y psíquica es una pérdida esperada.

      La muerte de un ser querido al que se le diagnosticó cáncer incurable hace un tiempo es una pérdida anunciada.

      La muerte de un hijo que se alistó en las filas del bando oficial que se enfrentaba a sus contrarios con una lógica de enemigos, es una muerte inesperada. Lo mismo puede decirse de un militante del bando de la insurgencia que enfrentaba con la misma lógica al régimen oficial.

      La muerte de un ser querido sin militancia en grupos armados, a manos de la contrainsurgencia, es una muerte sorpresiva.

      Mientras más abrupta e inesperada es la pérdida, mayor será la reacción regresiva de la mente. La mente se inunda de angustia que no ha podido ligarse a ningún significado, ya que no ha habido tiempo. Esta angustia invade, provocando un estado traumático que hace regresar a estados primitivos muy persecutorios. La persona se conectará intensamente con los primeros estados mentales primitivos, cuando las pérdidas generaban un nivel de frustración, rabia, odio y angustia que teñían el mundo de persecución.

      Si es posible ir dosificando la pérdida en forma paulatina y progresiva, como sucede con la muerte de los padres o abuelos al final de sus vidas, ella no genera el estado ansioso traumático de la pérdida sorpresiva. Por lo tanto, no se cae abruptamente en el mundo persecutorio descrito. La mente no regresa a etapas tan primitivas de funcionamiento, con lo cual puede echar mano a recursos más elaborados. Se contacta con personajes internos que son capaces de ir tolerando el dolor y la frustración.

      En otras palabras, mientras más sorpresiva e inesperada es la muerte de un ser querido, más persecución, agresión y destrucción mental se desencadena, con lo cual más difícil se hace el duelo. Mientras más esperada sea dicha muerte, hay más dolor, culpa reparadora y preocupación, sentimientos que hacen más factible la tarea de reparar lo destruido y finalizar, así, el duelo.

      b. ¿Fue una muerte evitable o inevitable? ¿Fruto del azar o de un descuido? ¿Consecuencia de las propias acciones, o del odio y la violencia de terceros?

      Un padre maneja a alta velocidad. Al tomar una curva por adelantar a otro vehículo, vuelca. Muere uno de sus hijos. Este duelo va a ser tremendamente difícil, desgarrador.

      Como dijimos, cada vez que enfrentamos una pérdida se reactivan los duelos del pasado, que siempre nos señalan que, independientemente de las circunstancias externas, nosotros fuimos agresivos y, por lo tanto, contribuimos al daño, a la destrucción. Esta persecución se reactiva si se ve confirmada por la realidad; en este ejemplo, el descuido, la agresión implícita en el manejar imprudentemente.

      Este proceso de querer delimitar cuánto hemos cooperado con el daño a otro también surge cuando es uno mismo el dañado, la víctima de la agresión. Bruno Bettelheim, psicoanalista judío sobreviviente de los campos de concentración, en su libro Sobrevivir. El holocausto una generación después (1973), señala lo importante que es para el sobreviviente “comprender el por qué de lo que nos sucede incluyendo en esto el ver qué es lo que hay en uno mismo y que, sin que uno lo sepa y en contra de su voluntad consciente, ha cooperado en cierta medida con el destructor”. Si no se hace tal procesamiento, corremos el riesgo de culparnos más severamente aún, buscar castigo para expiar dicha culpa, y usar al victimario para que lo ejecute. Así podemos “favorecer las condiciones que inconscientemente le facilitan las cosas al destructor”.

      Siempre que somos afectados por una pérdida, evaluamos cuán responsables hemos sido de que tal evento aconteciera. Incluso en situaciones que son puramente accidentales, el familiar se atormenta pensando alternativas a veces hasta absurdas: “Y si le hubiera dicho que no saliera hoy, no lo habrían asaltado”. “Y si hubiera ido a casa de esa amiga nos habríamos encontrado y, por lo tanto, no habría salido a buscarme, y no habría tenido ese accidente”. “Si no le hubiera exigido tanto que nos cambiáramos de casa, no habría vivido con tanta tensión y no se habría infartado”.

      Sin embargo, aunque siempre tendemos a culparnos, mientras más alejado está de nuestra propia responsabilidad el accidente ocurrido, más fácil es dejar de atormentarse persecutoriamente y continuar el duelo. Mientras más real es nuestro descuido e indolencia, más nos confirma nuestra participación agresiva, y más nos conecta con la persecución y la culpa persecutoria.

      Entre ambos extremos hay un rango intermedio, en el que es muy difícil precisar el grado de descuido que hubo de parte nuestra. “Nunca debí presentarle a esos amigos, que yo sabía eran extremistas”.