en este terreno porque sus preocupaciones tenían otros horizontes. Lamentablemente esto hizo que en general los marxistas relegasen dichos problemas bajo el definitivo apelativo de “problemas burgueses”, con lo que se les ponía una lápida ilevantable.
2.4. Con la trascendencia
Junto con las anteriores aperturas el hombre está siempre abierto a la trascendencia, palabra que sin duda provocará en muchos no pocos rechazos, debido al uso que a lo largo de la historia se ha hecho de ella, pero a pesar de ello nos parece insustituible.
El hombre siempre se sobrepasa a sí mismo, siempre es más que él mismo, siempre sale en busca de la tierra prometida “que mana leche y miel”, de la Ciudad de los Césares o del Dorado. Ello está anunciando esta apertura fundamental a la Trascendencia, al Ser, a la Plenitud.
Tenemos conciencia de que este punto es particularmente conflictivo, debido fundamentalmente a la “cosificación” a que se sometió el concepto de trascendencia, y al uso que de él han hecho las clases dominantes, y se han prestado a ello las Iglesias a lo largo de la historia, para mantener su sistema de dominación. Esta experiencia está en la base de la afirmación hecha por Marx de que “la religión es el opio del pueblo”, y de su condenación, no solo de toda forma religiosa, sino también de toda metafísica.
Sobre este punto es necesario proceder con la máxima claridad y honestidad posibles. Marx ha hecho una crítica radical del fenómeno religioso, considerándolo una de las “formas de conciencia” que distorsionan la realidad. Dicho fenómeno se basa en la dualidad humana, en la miseria presente, vista como no modificable. En consecuencia el hombre toma el opio religioso, consolándose con la esperanza de un paraíso de delicias en el otro mundo. Siendo por tanto una traba para que el hombre pueda romper sus cadenas, es decir, superar su miseria presente mediante la transformación revolucionaria de la realidad en la que está inserto, se hace necesaria una lucha ideológica para romper con las creencias religiosas. Marx es ateo. Piensa que Dios es un estorbo para la liberación del hombre. De ello no caben dudas.
El problema radica en ver si de esta manera ha atacado todo tipo de fenómeno religioso. Él cree que sí. Pero es necesario aplicarle un concepto elaborado por él mismo: una cosa es la realidad, y otra la conciencia que se tiene de ella. Es un hecho que tanto cuando se quiso hacer la revolución burguesa como la proletaria, fue necesario llevar una lucha contra Dios. Por ello, tanto Diderot como Marx y Engels se proclamaron ateos. Ello fue así porque Dios era contrarrevolucionario, por cuanto formaba parte –y una parte importante– del orden o sistema que se quería destruir. En ese sentido la lucha contra la creencia en Dios estaba plenamente justificada.
El problema como lo queremos plantear nosotros puede formularse así: las relaciones sociales anteriores al proceso revolucionario eran alienantes, se oponían al cambio. No por ello las negamos, sino que las cambiamos de signo. De fuerzas de regresión las transformamos en fuerzas profundamente renovadoras. La cultura anterior a un cambio revolucionario, por ejemplo la cultura feudal antes de la revolución burguesa, y de forma mucho más evidente para nosotros, la cultura burguesa antes de la revolución proletaria es alienante, entorpecedora del cambio. Ello no nos lleva a renegar de toda cultura, sino a cambiarla de signo, a ponerla en el lugar que le corresponde en la realización del hombre total. Algo semejante es lo que postulamos para la trascendencia.
Evidentemente aquí no pretendemos resolver este punto. Constatamos fenomenológicamente en el hombre esta apertura a la trascendencia, al “ser-más”, para emplear la terminología de Teilhard de Chardin. Creemos que se trata de una de las aperturas fundamentales de ese ser esencialmente abierto que es el hombre, apertura que está condicionada como lo están todas las demás. Y así como no negamos las demás aperturas por el hecho de que muchas veces sirvieron para “alienar” al hombre, sino que tratamos de darles la interpretación correcta, de la misma manera debemos hacer con esta.
Por lo menos, si históricamente constatamos que ha predominado una concepción “cosificada” de la trascendencia que sirvió para que el hombre no tomase plenamente conciencia de sí y se paralizase en su impulso revolucionario para “ser-más”, no debemos olvidar que una concepción como la de los profetas hebreos, lejos de ser paralizadora, era un motor, una verdadera “fuerza material”, en el sentido típicamente marxista del término, es decir una fuerza real, actuante, del proceso histórico. Justamente esta visión de la trascendencia los llevaba a cuestionar todos los ídolos que los hombres iban creando en su proceso histórico.
3. LA APERTURA SIEMPRE SE DA EN UNA TOTALIDAD DINÁMICA Y ESTRUCTURADA
Con esto queremos decir, en primer lugar, que no podemos considerar las aperturas que hemos señalado, como si se tratase de realidades independientes, indiferentes entre sí. Por el contrario, la manera como se realiza una de ellas está íntimamente relacionada con la manera como se realizan las restantes. Existe una mutua interinfluencia que es necesario detectar correctamente y desentrañar en su funcionamiento. Queremos decir, por ejemplo, que la manera como el hombre de un determinado estrato social “se abra” a sus semejantes, a los otros hombres, está íntimamente relacionada con la manera como se abra al mundo, a sí mismo y a la trascendencia.
En una sociedad capitalista, por ejemplo, donde lo que importa es acumular bienes, y en la que todo se rige por la relación dominadores-dominados, es lógico que un hombre de clase media se considere a sí mismo como un futuro dominador, poseedor de grandes capitales, se relacione con los demás como con enemigos actuales o potenciales a quienes deba vencer, o como aliados circunstanciales para lograr imponerse a los demás, y “se abra” a la existencia de Dios como Ser Supremo, dominador de todo el cosmos, que puede tomar la figura de un rey de reyes, gran empresario o supremo estanciero.
Hay algunas relaciones especiales –como las que se dan en la familia, especialmente entre el hombre y la mujer– que ocupan el centro de las meditaciones de algunos de los filósofos de la existencia, como sucede con Marcel o con Buber, que están de una manera particular condicionadas por la manera general como se rigen las relaciones en la sociedad en que están enclavadas.
Marcel, con mucha perspicacia y agudeza, señala cómo los seres humanos están marcados por el sentido del tener y de la dominación que emponzoña todas las relaciones o aperturas. Anota acertadamente que “la pérdida del sentido del ser” es uno de los males fundamentales de la sociedad moderna. Como veremos más adelante, sin embargo, no logra develar los verdaderos motivos de tal distorsión de las relaciones humanas, que son distorsiones en el verdadero ser del hombre.
En segundo lugar, esta totalidad es dinámica. Esto significa que tiene un nacimiento, una génesis que no es mágica ni debida a alguna intervención de seres superiores, sino a la acción creadora de los hombres; un crecimiento, a lo largo del cual se van realizando las potencialidades puestas en movimiento en su génesis, y crisis, cambios bruscos o revolucionarios, que hacen que las aperturas cambien radicalmente de sentido.
Con esto señalamos el carácter estrictamente histórico de todas las formaciones político-sociales, saliendo al paso de todo sistema político-social instalado que pretende explicar su naturaleza a través de pretendidas leyes eternas, provenientes sea de Dios o de la misma naturaleza de la sociedad, como si esta fuese ahistórica. Ya Marx demostró de manera clara y terminante el absurdo de la posición burguesa al hacer la historia de las formaciones sociales anteriores, y pretender que la suya, es decir la sociedad capitalista, fuese ahistórica.
Es un hecho conocido la resistencia a la historia de los pueblos primitivos. Dicha resistencia no ha terminado con ellos. Lo nuevo, como lo desconocido, siempre suscita en nuestro interior una cierta resistencia, contrapuesta a la curiosidad que también provoca. Ejerce dos tipos de influencia en sentido opuesto: atrae y repele. En las sociedades primitivas, en las que los hombres apenas emergían de la naturaleza, cuando su poder de creación era todavía muy débil y se encontraban sometidos a múltiples peligros frente a los cuales carecían del cúmulo de defensas que posteriormente crearían, la repulsión a lo nuevo, es decir a la historia, al futuro, vencía a la atracción por él.
Solo en un pueblo cuya