Natalie Anderson

Toda la noche con el jefe


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se apagara por completo. Su cuerpo reaccionó por instinto; sus pechos se endurecieron y se tensaron. Cerró los ojos y disfrutó de aquel aroma a limón tan delicioso, enredando los dedos en su pelo y encogiendo los dedos de los pies al sentir cómo la tensión aumentaba. El magnetismo y el abrazo eran irrompibles. El simple beso de buenas noches se convirtió en algo más; mucho más.

      Él deslizó las manos por su espalda, presionándola contra su cuerpo. Lissa disfrutó de la sensación de su torso duro y firme contra ella. Deslizó los dedos por su pelo y se restregó contra él, temblando de placer al sentir la fuerza de su abrazo. Notó cómo deslizaba las manos por encima de su falda, agarrándole las caderas y presionando para hacerle sentir el calor. Siguió bajando las manos hasta el dobladillo de la falda, deslizándolas por debajo y comenzando a subir por la parte de atrás de sus piernas. Sus dedos llegaron al final de las medias y, acto seguido, comenzaron a explorar su piel. Piel contra piel, incandescentes. Oyó sus gemidos contra su boca mientras movía las caderas incansablemente.

      Fue la señal de alarma que necesitaba. ¿Qué estaba haciendo? Apartó la boca y dio un paso atrás. Sorprendida y avergonzada por la ferocidad de aquel beso, se sentía incapaz de mirarlo a los ojos. De modo que miró hacia los apartamentos, rezando para que su cuerpo se calmara. Temía lanzarse a sus brazos si volvía a mirarlo.

      Él la había soltado y no había dicho nada, pero era consciente de su respiración entrecortada. Su cuerpo le pedía más. Aquél no había sido un casto beso de despedida, sino el comienzo de una pasión que habría llevado a algo mucho más salvaje con una única conclusión. No iba a tener una aventura de una noche con el amigo de su amiga. Sobre todo sabiendo que le gustaba jugar, que era hombre de una sola noche. No era de extrañar que sus besos fueran tan buenos. Tenía mucha experiencia. La atracción se volvió rabia, más hacia ella misma que hacia él. Él sólo estaba haciendo lo que le resultaba natural; sin embargo su respuesta no era natural en ella. Las sensaciones que había despertado un solo beso no podían ser naturales.

      –Buenas noches –murmuró ella.

      Se alejó y comenzó a buscar las llaves en el bolso mientras subía las escaleras. Hasta que no llegó al pequeño rellano de su piso, no se atrevió a mirar hacia atrás. Él estaba apoyado en el coche, con una pierna sobre la otra y los brazos cruzados, mirándola. Aunque era difícil saberlo con la escasa luz de la farola, estaba segura de que sonreía. Levantó la mano para despedirse de ella informalmente. Agitada, Lissa se dio la vuelta y, milagrosamente, consiguió meter la llave en la cerradura a la primera. Abrió la puerta y la cerró tras ella, sin atreverse a mirar de nuevo.

      Cinco minutos después, agachó la cabeza para que el agua caliente le cayese por el cuello mientras se duchaba. No pudo evitar sonreír al recordar su voz y su sonrisa; ni estremecerse al revivir aquel beso.

      Había sido un gran error.

      La tentación le susurraba al oído. Era Karl. El amigo de Gina. No trabajaba con él; no sería una aventura de oficina. ¿Qué daño podía hacerle un poco de diversión? Había pasado mucho tiempo. Sería deseo carnal de una magnitud letal.

      Pero, si jugaba con fuego, acabaría con quemaduras de tercer grado.

      Y se marchaba en dos meses. Sería una locura embarcarse en algo que sentía que podía ser tan fuerte, tan devastador, y que ni siquiera tenía claro si podría controlar.

      Nada de aventuras; no con él. Se tomaría las cosas con calma cuando apareciese una persona segura.

      Eso era lo que deseaba.

      Capítulo 2

      Cansada por la falta de sueño, Lissa echó una pastilla de complejo vitamínico en un vaso con agua y se la tragó. Ya desayunaría más tarde algo sustancial.

      –¿Qué te pasó anoche? –Gina estaba sentada en su escritorio devorando un tazón de cereales, con el ordenador encendido.

      Lissa la miró sorprendida. Estaba casi segura de que Gina ya habría hablado con Karl. Decidió seguirle el juego un rato.

      –Realmente no estaba de humor. Me quedé sentada un rato fuera y me marché a casa pronto. ¿Y tú?

      Gina la miró con desconfianza.

      –Estoy segura de que hay algo más, tienes mirada de culpabilidad.

      Lissa sintió cómo se le sonrojaba la cara, pero se guardó sus sentimientos y se centró en Gina.

      –¿Y qué me dices de ti? ¡Debes de sentirte muy contenta esta mañana!

      –¿Por qué? De hecho es más bien al contrario –contestó Gina.

      –¿Por qué? ¡Parecía que las cosas iban muy bien! ¡Parecía que os gustabais!

      Gina la miró perpleja.

      –¿De qué estás hablando?

      –De Rory y de ti –contestó Lissa con impaciencia–. No te quitaba los ojos de encima.

      –¿Rory? ¡Si ni siquiera estaba allí!

      –Claro que estaba. Lo vi hablando contigo: alto, moreno, con un abrigo de cuero negro.

      –¡Oh! –Gina empezó a reírse–. Ése no era Rory. Era Karl.

      Lissa sintió como si la tierra se moviese bajo sus pies.

      –¿Karl? ¿El hombre con el que estabas hablando era Karl?

      –Por supuesto!

      –Oh, Dios. ¿Entonces quién…?

      –¿Quién qué? –preguntó Gina con evidente curiosidad.

      Se oyeron voces por el pasillo y Gina escondió apresuradamente los cereales detrás de una pila de libros. Lissa estiró la mano tras ella para colocar otra revista en la pila y así ocultarlo correctamente. Se quedaron de pie la una junto a la otra mientras un grupo de consultores entraba con Hugo, el consultor principal.

      –Gina, Lissa –dijo él con una sonrisa maligna–, tenemos algo de sangre fresca para vosotras. Gina, seguro que recuerdas a Rory; ha vuelto de Nueva York.

      Lissa observó cómo Gina miraba a Hugo. Hugo no estaba sordo y era plenamente consciente de las numerosas veces en que Gina había discutido sobre «El Regreso» con ella. Había pocas cosas que Hugo no supiera.

      Entonces miró al hombre alto que salió de detrás de Hugo. Alto, devastadoramente guapo, vestido con traje y con una sonrisa dirigida a ella, allí estaba su «Karl» de la noche anterior. ¿Era Rory? Aquellos increíbles ojos verdes estaban clavados en ella con un brillo humorístico. Lissa se quedó mirándolo, incapaz de pensar en nada salvo en que era más guapo por la mañana, recién afeitado.

      Hugo estaba presentándoles a los otros hombres, pero Lissa no se quedó con ninguno de los nombres. Le temblaban las piernas como a un cordero recién nacido. Finalmente le quitó los ojos de encima y trató de respirar con normalidad. Sonrió automáticamente a los demás y simplemente deseó que se la tragara la tierra. De pronto recordó partes de la conversación: «Regalo divino», «cuando te mira…». ¿Pero qué había dicho?

      Fue consciente de que se estaban alejando para investigar las terminales de bases de datos que había en la zona de la biblioteca. Lissa se quedó donde estaba, mirando la silla de Gina.

      –Debería habértelo dicho.

      Levantó la mirada, horrorizada al ver que Rory no se había alejado con los demás, sino que se había acercado más a ella. Aún sonreía, y Lissa se sintió algo molesta, lo cual hizo que le subiera la temperatura aún más. Lo miró seriamente, negándose a reconocer el brillo de atracción en su mirada.

      –Sí, deberías –susurró.

      –Lo siento mucho –dijo él sonriendo más abiertamente–. No pude resistirme.

      –Fue imperdonable. Debías de saber que te había confundido con otra persona.

      –Mmm