Natalie Anderson

Toda la noche con el jefe


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      –No y no –contestó.

      Rory le devolvió la sonrisa. Ella apartó la mirada y siguió caminando. ¿Por qué tenía que tener una sonrisa tan atractiva? Hacía que fuese difícil mantener su decisión; imposible, de hecho.

      –Deberías haberme dicho quién eras.

      –Probablemente –admitió él–. Pero fue mucho más divertido no hacerlo. Fue muy interesante.

      –Gina nunca me lo perdonará. No se lo había contado todo –la última parte salió de su boca como un murmullo, y se sintió molesta al notar el calor delator en sus mejillas.

      –Yo tampoco se lo diré –dijo él–. No tiene por qué saberlo. Cena conmigo.

      El cambio de tema fue sorprendente.

      –No.

      –¿Comer?

      –No.

      –¿Café?

      –No.

      –¿Por qué no?

      –Porque no me gustan los líos en la oficina.

      –A mí tampoco.

      –¿Entonces por qué me estás pidiendo salir?

      –Estoy dispuesto a hacer una excepción en tu caso. De todas formas, ¿quién ha dicho nada sobre un lío?

      Lissa tuvo que contener una sonrisa. En eso se había colado, tenía que reconocerlo. En otro lugar o en otro momento, tal vez hubiera dicho que sí. Pero no en ese universo. Era un compañero de trabajo; más que eso, era uno de los jefes. Pero no quería sacar a relucir viejos asuntos y decidió darle otra excusa.

      –No me gustan los cotilleos en la oficina.

      –¿Qué? –preguntó él riéndose–. Me contaste bastantes cosas anoche.

      Aquello le dolió porque sabía que era cierto.

      –Pensé que estábamos hablando de un compañero mutuo. No dije nada malicioso.

      Rory se quedó mirándola pensativamente. Lissa aguantó el escrutinio todo el tiempo que pudo antes de apartar la mirada, incapaz de soportar el calor y la promesa que encerraban aquellos ojos verdes.

      –Nadie tiene por qué saberlo –dijo él suavemente.

      Por un momento se sintió tentada. Pero entonces recordó la realidad. No, lo mejor era mantenerse todo lo alejada que le fuera posible de ese hombre. Pero él no dejaba de mirarla.

      –Eso sería imposible.

      –¿Tan importante es lo que piensen los demás?

      –Por supuesto –dijo ella frunciendo el ceño, sabiendo que no era cierto. Su madre le había enseñado a vivir la vida según sus propias reglas, con dignidad, sin hacer daño a los demás, y entonces nadie tendría derecho a juzgarla. Por supuesto, no salir con un compañero de trabajo era una de las reglas.

      –Aquél no fue un beso corriente, Lissa.

      Lissa se sintió aliviada de no llevar ella el café, pues se le habría caído al suelo. Rory había hablado tan suavemente por un momento que se preguntaba si lo habría soñado. No contestó, no podía. Habría sido más fácil de haberse tratado de Karl, el mujeriego del que definitivamente debería mantenerse alejada. Pero no era Karl, sino Rory; una persona totalmente diferente, un peligro totalmente diferente, e igual de inapropiado.

      Llegaron al edificio y Lissa lo miró expectante, deseando poder llevarse la bandeja del café. Él negó con la cabeza y, apretando los dientes, ella abrió la puerta. Sus tacones resonaban en el suelo mientras caminaba directa hacia el ascensor.

      –Estás muy callada hoy –comentó él–. Es curioso, cuando anoche parecías tener tanto que decir.

      Oh, la noche anterior sí tenía muchas cosas que decir, pero dudaba de su habilidad para decirlas sin recurrir a palabras inapropiadas. Ya había sido suficientemente descuidada la otra noche. Él era un socio, un jefe.

      Subieron en el ascensor en silencio. Lissa trató de ignorar su cercanía y no lo consiguió. Le dirigió una mirada de soslayo y se sonrojó al ver que él la estaba mirando fijamente. Apartó la mirada de nuevo y se quedó mirando los números de los pisos. Incapaz de evitarlo segundos más tarde, volvió a mirarlo. Él seguía observándola. Parecía sorprendido y ligeramente satisfecho.

      Se abrieron las puertas de su piso y ella salió andando apresuradamente, desesperada por alejarse de él.

      –¡No te olvides el café! –exclamó Rory.

      Lissa se dio la vuelta y lo vio de pie en el vestíbulo con la bandeja. Consciente de que la recepcionista no estaba cerca, regresó junto a él. Se detuvo a unos treinta centímetros y estiró los brazos. Rory dio un paso hacia ella y le colocó la bandeja en las manos. Sin dejar de mirarla, él colocó las manos suavemente sobre las suyas. Lissa sintió su piel electrificada y cómo sus dedos se movían inquietos. Rory dobló los dedos sobre los suyos, asegurándose de que sujetase la bandeja con fuerza. Dejó sus manos allí más tiempo del necesario, y fue una sensación maravillosa. Lissa supo que un abrazo suyo sería igual de agradable. Apretó los labios. ¿Cómo podía ser aquello? Era un hombre, como cualquier otro.

      –Gracias.

      –Adiós, guapa –le apretó las manos ligeramente y el corazón le dio un vuelco. Le dirigió una sonrisa arrolladora antes de soltarla y desaparecer tras una puerta.

      Lissa se quedó inmóvil. Acababa de llevarse su respiración con él. Aún podía sentir la presión de sus dedos, y su sonrisa era lo único que veía.

      –¿Tienes un minuto? –preguntó Hugo al regresar de una reunión. Gina y Lissa se giraron en sus sillas y lo miraron–. Estamos reasignando investigadores para los equipos a causa de un nuevo proyecto. Es muy sensible con respecto a los asuntos de confidencialidad de un cliente importante. Inicialmente es sólo un trabajo de un par de semanas y quieren a un investigador entregado. Lissa, eres tú. Empiezas el lunes.

      Lissa se quedó mirándolo.

      –No podrás trabajar en otro proyecto al mismo tiempo porque estarás encerrada en una sala de reuniones. Es todo muy secreto. Lo están preparando ahora. Es un equipo pequeño; un socio, dos consultores y tú. Tú tendrás que preparar la presentación y la propuesta final. Mucho trabajo de ordenador y horas extra. ¿Te parece bien?

      Lissa asintió, tratando de controlar la sensación de decepción. Había pasado casi todo el tiempo trabajando en un proyecto para una compañía localizada en Portugal. Iba a acabar pronto y, como recompensa, el equipo iba a viajar a Bilbao durante el fin de semana para una fiesta en el Guggenheim. Le habían dicho que ella estaría incluida si seguía allí al finalizar el proyecto. Tenía muchas ganas de ir. No había tenido ocasión de ir sola y ahora su tiempo se acababa. Su billete de vuelta para Nueva Zelanda ya estaba cerrado.

      –Ve directa a la sala de reuniones dos el lunes –continuó Hugo–. Podrás hacer las búsquedas sin problemas, tus habilidades informáticas son excelentes. El socio piensa que serías la mejor.

      Ella sonrió, en parte aliviada por el cumplido.

      –¿De verdad?

      Hugo asintió.

      –Te eligió personalmente. Trabajarás directamente con Rory.

      Tras una noche sin apenas dormir, Lissa llegó quince minutos antes el lunes por la mañana, y se sintió avergonzada al descubrir que era la última.

      –No pasa nada. No llegas tarde, Lissa –dijo Rory poniéndose en pie y caminando hacia ella–. Hemos empezado temprano para que tuvieras algo de trabajo.

      Ella asintió y lo miró. Sus ojos se encontraron y se mantuvieron la mirada. No vio nada en él salvo una corrección profesional, pero eso no evitó que se le acelerase el pulso al fijarse en sus ojos