George Knight

Introducción a los escritos de Elena G. de White


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de naturaleza carismática que ad­ministrativa. Ella nunca había ocupado un cargo oficial en la estructura del liderazgo de la iglesia. Más bien, se había convertido en la consejera o asesora principal de los lí­deres de la iglesia. Y, aunque desde la muerte de su esposo había recibido las credenciales de pastor ordenado de la Iglesia Adventista del Sépti­mo Día, nunca había sido ordenada por los “hermanos”. Ella creía que su comisión provenía directamente de Dios.

      De diversas maneras, los últimos 27 años de su vida (1888-1915) fueron los más fructíferos. Durante ese tiempo, el cúmulo de sus conocimientos y experiencias contribuyó en alto grado a la cada vez más creciente iglesia. En esos años se vería una mayor internacionalización de la Iglesia Adventista, y Elena de White seguiría trabajando personalmente en el escenario internacional, dedicando casi toda la década de 1890 a la región del Pacífico Sur. Durante sus años de servicio a la obra adventista, la Sra. de White había sufrido más de la cuota que le co­rrespondía de tensiones y pugnas eclesiásticas. Pero to­davía le esperaba su batalla más difícil, la cual tendría lugar en el crucial congreso de la Asociación General celebrado en Min­neápolis, Minnesota, en octubre y noviembre de 1888.

       Exaltando a Jesús en Minneápolis

      Al reflexionar sobre el congreso de 1888, Elena de White escribió lo siguiente: “En su gran misericordia, el Señor envió un preciosísimo mensaje a su pueblo por medio de los pastores Waggoner y Jones. Este mensaje tenía que presentar en forma más destacada ante el mundo al sublime Salvador, el sacrificio por los pecados del mundo entero. Presentaba la justificación por la fe en el Garante; invitaba a la gente a recibir la justicia de Cristo, que se manifiesta en la obediencia a todos los mandamientos de Dios. Muchos habían perdido de vista a Jesús. Nece­sitaban dirigir sus ojos a su divina persona, a sus méritos, a su amor inalterable por la familia humana [...]. El mensaje del evan­­gelio de su gracia tenía que ser dado a la iglesia con contornos claros y distintos, para que el mundo no siguiera afirmando que los adventistas hablan mucho de la ley pero no predican a Cristo, ni creen en él” (Testimonios para los ministros, cap. 2, pp. 91, 92; la cursiva es nuestra).

      El trasfondo de esa evaluación de las reuniones de 1888 era la desviación teológica que se había producido gradualmente en el adventismo entre 1844 y 1888. Para entender esa desvia­ción, debemos reconocer que la teología adventista se basa en dos ti­pos de verdades relacionadas entre sí. La primera ca­tegoría in­clu­ye las creencias compartidas con otros cristianos, como la salvación solamente por gracia, el poder de la oración y el papel histórico de Jesús como Salvador del mundo. La segunda categoría doctrinal incluye las enseñanzas distintivas de la teología adventista, como el sábado, la muerte como un sueño inconsciente, el mi­nisterio de Jesús en dos fases en el Santuario celestial y la creencia en la segunda venida de Cristo antes del milenio.

      Siendo que los adventistas del siglo XIX se desenvolvían en una cultura predominantemente cristiana, no solían destacar las creencias que tenían en común con otros cristianos. Después de todo, ¿por qué predicar la salvación por la gracia a los bautistas siendo que ellos ya tenían esa creencia? Según su razonamiento, lo importante era presentar las creencias distintivas de los adventistas para que la gente se convenciera de verdades tales como la observancia del sábado.

      Pero cuatro décadas de insistir en eso habían conducido a una especie de separación entre el adventismo y el cristianismo básico, asunto que para 1888 había alcanzado dimensiones problemáticas. Elena de White vio “el mensaje más precioso” de A. T. Jones y E. J. Waggoner como una co­rrec­ción de esa falta de equilibrio. Debemos mencionar que Jones y Waggoner eran dos ministros relativamente jóvenes, procedentes de California, que hacían énfasis en Jesús y en su gracia salvadora de una forma más plena que la mayoría de los ministros adventistas de la época.

      Lamentablemente, muchos líderes de la iglesia consideraron que su predicación era una traición a la teología adventista y no una corrección. Como resultado de esa perspectiva, los dirigentes de la iglesia intentaron silenciar a esos jóvenes ministros; pero al no lograrlo, los trataron con bastante dureza.

      Esa injusticia dejó pasmada a Elena de White. Le parecía imposible creer que los líderes de la iglesia se comportaran con tanta falta de cristianismo en lo que ellos llamaban defensa de la doctrina cristiana. Como resultado, sostuvo que los jóvenes predicadores necesitaban ser tratados con justicia y que de­bían ser escuchados en Minneápolis. Debido al apoyo que ella les prestaba, tuvo que sufrir la misma hostilidad que Jones y Waggoner: “Ignoraron mi testimonio, y nunca en mi vida [...] me habían tratado tan mal como en ese congreso” (The Ellen G. White 1888 Materials, p. 187).

      Elena de White deploró la dureza de corazón que se ma­nifestó en muchos en las reuniones de Minneápolis. Para ella, el espíritu ruin que allí se exhibió se parecía al de los fariseos. Esa hostilidad y antagonismo la convenció más todavía de que la Iglesia Adventista y sus ministros necesitaban a Jesús, su amor y su gracia suavizadora en sus vidas. Tenían la doctrina correcta, pero no tenían a Jesús.

      Esa comprensión cambió el énfasis de su ministerio, tanto en Minneápolis como en los años subsiguientes. “Mi responsabilidad durante las reuniones –escribió retrospectivamente– fue presentar a Jesús y su amor delante de mis hermanos, porque veía claras evidencias de que muchos no tenían el es­píritu de Cristo” (ibíd., p. 216).

      “Necesitamos la verdad tal cual es en Jesús –dijo a los de­legados reunidos en Minneápolis–. He visto preciosas almas que hubieran abrazado la verdad [del adventismo] volverse atrás por la manera en que esta ha sido presentada, ya que Jesús no estaba ahí. Y esto es lo que he estado tratando de hacerles ver en todo momento: necesitamos a Jesús” (ibíd., p. 153).

      Deberíamos considerar las reuniones de Minneápolis como “el rebautismo” del adventismo, la combinación de las doctrinas distintivas de la iglesia con los grandes énfasis del cristianismo básico. Por eso, en los años siguientes encontramos a Elena de White, Jones, Waggoner y otros exaltando el mensaje de Jesús y su gracia salvadora ante los adventistas por medio de la prensa y en reuniones públicas. A cada paso los reformadores tenían que enfrentar las carencias y la dureza de un legalismo orientado hacia la ley, que había procurado llenar la atmósfera de las reuniones de Minneápolis.

      La Sra. de White dejó en claro que ella apreciaba mucho la exaltación de Jesús como Salvador hecha por Waggoner y Jones, pero también señaló que no estaba de acuerdo con todas sus enseñanzas doctrinales; ni siquiera con algunas de las que fueron expuestas en Minneápolis. Uno de los resultados desa­fortunados de las reuniones de Minneápolis fue la tendencia de algunos a creer que todo lo que enseñaban los dos jóvenes predicadores era cierto. La Sra. de White rechazó re­pe­tidamente tal creencia. Para ella, ellos no eran guías “infalibles” (ibíd., p. 566). Los que seguían sus percepciones necesitaban más bien mirar lo que ellas señalaban: a Jesús y la Biblia.

      Los años subsiguientes a 1888 también fueron testigos de un cambio definitivo en la obra literaria de Elena de White. Al comprender mejor que nunca la dureza y la esterilidad de una iglesia que enfatizaba en exceso las doctrinas, siguió exaltando a Jesús y su justicia. Los años posteriores a 1888 vieron fluir de su pluma libros cristocéntricos como El camino a Cristo (1892), El discurso maestro de Jesucristo (1896), El Deseado de todas las gentes (1898), Palabras de vida del gran Maestro (1900) y los primeros capítulos de El ministerio de curación (1905).

       Reavivamiento de la educación y actividades de Elena de White en el Pacífico Sur

      La reforma de la educación adventista, que se efectuó desde fines del siglo XIX hasta principios del siglo XX, estuvo vinculada directamente con el reavivamiento cristocéntrico estimulado por las reuniones de Minneápolis.

      Los años inmediatamente posteriores a 1888 fueron testigos de un esfuerzo concertado para educar a los laicos y los ministros en el tema de la justificación por la fe, y para desarrollar una relación