trampilla, sus garras traseras eran lo único que quedaba de su transformación. Pensé que había desaparecido para siempre en el agujero, pero reapareció un instante más tarde, arrastrando una gruesa manta. Lo observé hacerse un nido en el suelo. Me gruñó y alzó la vista hacia Malik. El lobo mayor se sentó junto a él y el chico se escondió por completo debajo de la manta, con la cabeza en la falda de Malik.
No moví un músculo.
–Ya –dijo Malik, pasando la mano por encima de la manta–. Ya está. Demasiada excitación para el día de hoy.
–Y huele mal aquí –murmuró el chico, con la voz amortiguada–. A mierda. A animales. Extraño el granero.
–Lo sé. Pero es solo por esta noche –Malik alzó la vista hacia mí–. Pronto todo estará bien de nuevo.
Tenía preguntas. Demasiadas preguntas. Me daban vueltas por la cabeza, quién y cómo y por qué por qué por qué. El niño parecía tener ocho o nueve años. Pero ya podía transformarse, lo cual era imposible. No debería haber podido ni siquiera transformarse a medias hasta estar más cerca de la pubertad.
Y estaba el asunto de sus ojos.
Esos ojos violetas.
La pregunta que hice no fue la que pensaba.
–¿Cómo se llama?
Malik se sorprendió. Se le veía en la cara.
–Brodie.
Asentí.
–Brodie. ¿Es tuyo?
–¿Sangre? No. ¿Manada? Sí.
El chico se movió debajo de la manta, pero no dijo nada.
Me sentí impotente. El hedor que había olido antes, la enfermedad, apestaba el aire. Venía del chico. Pero más allá de ser un Omega, no parecía pasarle nada más. De todos modos. Era suficiente.
–Por esto dejaron de comunicarse.
–No a propósito –explicó Malik–. Perdimos… la noción del tiempo. Un descuido.
No era mentira, pero estaba cerca de serlo. Había algo más, pero no quería revelarlo.
–¿Cómo sucedió? ¿Cómo es posible?
El chico gruñó.
Malik lo hizo callar con ternura, y le pasó la mano por la espalda.
–Debes tener los ojos abiertos, Robbie. Se te ha ocultado mucho de este mundo, intencionalmente. No se te han contado cosas.
Lo maldije mentalmente por ser tan poco preciso en semejante momento.
–Tal vez, si me lo contaras de una maldita vez, podría…
–No me corresponde –me interrumpió, sacudiendo la cabeza–. El daño que podría hacer… Temo que sería permanente.
Fruncí el ceño.
–No tiene sentido lo que dices.
–Hay un prisionero en tu complejo.
–¿Qué?
No se inmutó ante la furia en mi voz. El niño gruñó de nuevo, pero no se movió.
–Un prisionero. Alguien con un poder enorme y terrible. Debes ir a verlo. Debes matarlo. Solo entonces todo se aclarará.
–¿Has perdido totalmente la cabeza? –le espeté–. ¿Sabes lo que…?
–Retrocede.
Ni me había dado cuenta de que me había movido.
Una mano apareció por debajo de la manta. Las garras acariciaron el suelo, filosas. Pelo negro surgió de la mano y luego desapareció, y la mano volvió a la manta.
Una advertencia clara.
Hice lo que se me pedía y me senté cerca de la puerta.
–Sé que estás confundido –dijo Malik, el volumen de su voz apenas un poco más alto que un suspiro–. Y sé que tienes miedo.
–No tengo…
–Lo puedo oler –gruñó el chico.
Malditos niños.
–De acuerdo. Lo que digan. Tengo miedo. ¿Pero cómo carajos debo…?
–Concéntrate, Robbie.
No debería haber venido.
–¿Cómo sabes que hay un prisionero?
Malik hizo una mueca con la boca.
–No estaba seguro hasta ahora. Gracias por confirmarlo.
–Ah, vete a la mierda –no me impresionaba. No.
–Él es la causa de esto –señaló al chico con la cabeza–. De alguna manera. Es una infección, y debes detenerlo ahora que aún podemos evitar que se propague.
–Es imposible –negué–. Hay protecciones. Ezra en persona las colocó. No hay manera de que el prisionero pueda…
–Este chico es parte de mi manada. Nuestra manada.
–No es posible –afirmé, y sentí que me mareaba–. No sería un Omega si así fuera. Sus ojos serían naranjas y…
–Y, sin embargo, no lo son –señaló con sencillez Malik–. Es un Omega, aunque su Alfa es Shannon. Sus hermanos son Jimmy y John en todo, menos en sangre. Y me pertenece tanto como yo le pertenezco a él. Es nuestro. Existen lazos entre nosotros, vínculos que nos unen, por más podridos y fétidos que sean. Son frágiles, pero cada día son más fuertes porque él quiere que los sean. Esto no ha ocurrido porque no tiene a nadie, Robbie. Te aseguro que no es así. Es por lo que él le ha hecho. Es un lobo enfermo, y existe una única cura: la muerte de la persona que lo ha infectado a él y a todos los que son como él.
Sus palabras me dejaron anonadado.
–Todos los que son como él.
–Sí.
–Es decir, hay otros.
–Sí.
–¿Cómo? –pregunté, en vano–. Lo sabríamos, si existieran. Si los Omegas estuvieran aumentando, si algo estuviera provocando que se pusieran así. Lo sabríamos.
–Lo saben –dijo, como si fuera la cosa más simple del mundo, como si no estuviera trastocándolo todo–. Lo saben, Robbie.
No le creí. No podía. Significaría que… Cielos, no quería ni pensarlo.
–¿Por qué debería creerte?
Malik parecía decepcionado, como si fuera obvio.
–He corrido un gran riesgo al traerte aquí. No tienes más que dar la vuelta e informar acerca de lo que has visto. Despertar a tu brujo y traerlo aquí.
–¿Por qué piensas que no lo haré?
–Porque una parte tuya sabe que estoy diciendo la verdad –repuso, encogiéndose de hombros–. Lo sientes, ¿no es verdad? Oculto entre las sombras, enterrado en lo profundo de tu interior. Algo… no está bien. ¿Sueñas?
Sentí que el silo se me venía encima. Me froté la nuca. Cerré los ojos e intenté respirar.
–Todos soñamos.
–Es cierto –concedió Malik, con la voz grave, casi un gruñido, como si su lobo estuviera a flor de piel–. Algunos soñamos con tonos de azul. O verde. O con un campo repleto de violetas que se nos pegan a la piel. ¿Tú qué sueñas?
Había
un alfa
un