en la oscuridad del campo.
Sus ojos se apagaron.
Me soltó y dio un paso atrás.
–¿Por qué hay magia? No tienen brujo.
–No –dijo–. No tenemos.
Me dio la espalda y comenzó a caminar rumbo al silo.
Lo contemplé durante un largo instante. Y, luego, hice la única cosa que podía hacer.
Lo seguí.
Cerca del silo, la sentí.
La magia
Me sorprendió; me tambaleé ante su fuerza, y ahogué un grito. Me atravesó vertiginosamente, mi cabeza se alzó hacia el cielo y arqueé la espalda como si me hubiera electrocutado. Había algo familiar en ella, algo que no lograba distinguir. Era luminoso y absorbente y verde, había tanto verde, verde como un bosque vivo y antiguo.
Pero también había azul, justo en el medio, dividiendo en dos al verde. Tristeza y luto, profundos y salvajes. Me cayó una lágrima por la mejilla mientras apretaba los dientes.
–Ah –exclamó Malik–. Entiendo. Lo es, entonces.
La magia me soltó y di un gran paso hacia adelante. Luché por respirar, encorvándome.
–¿Qué me has hecho? –jadeé.
–Nada para lo que no estuvieras preparado. No digas una palabra más hasta que yo te lo diga. Quédate aquí. Te haré saber cuándo puedas entrar.
Me sequé la cara con la parte posterior del brazo. No entendía por qué tenía un jodido nudo en la garganta, por qué sentía tanta pena que casi podía saborearla, maldición.
Malik se paró frente a una puerta en la base del silo. No me miró.
Llamó una vez. Dos veces. Luego tres veces, en rápida sucesión.
–Hola, pequeño. Soy yo. Malik. Estoy aquí. Estás a salvo. Te lo prometo.
Solo entonces lo oí.
Otro latido.
Era rápido, como el aleteo de un pájaro. Se sentía pequeño, por alguna razón, y a medida que Malik abría la puerta, me llegó el olor de otro lobo.
Un niño.
Pero algo no estaba bien. No se parecía a nada que hubiera sentido con ningún otro lobo. No sabía qué era, pero se asemejaba a la enfermedad, a una especie de niebla que me recordó al olor de los humanos cuando estaban muriendo poco a poco. No era eso exactamente, pero estaba cerca.
Demasiado cerca.
Malik desapareció dentro del silo, dejando la puerta abierta detrás de sí. Lo oí hablar en voz suave, escuché “Hola” y “¿Dormías? Siento mucho despertarte, pequeño. Pero prometí que volvería. Es solo por esta noche. Para asegurarnos”.
–Lo sé –respondió una vocecita, y el corazón me saltó en el pecho.
–He traído un amigo –dijo Malik–. Es bueno. No como los lobos malos. Es una persona importante.
–¿No me lastimará?
–No. Nadie volverá a lastimarte de nuevo. No lo permitiré.
Esperé.
–Bueno.
–Robbie. Ven. Ahora –me sobresalté y salí de mi aturdimiento cuando Malik me llamó.
No quería ir.
Quería correr en la dirección opuesta.
Buscar a Ezra.
Subirme al auto y dejar este lugar atrás.
Olvidarme de que alguna vez lo habíamos visitado.
Avancé hacia la puerta abierta justo cuando una luz tenue se encendió dentro.
Aún estaba a tiempo.
Date la vuelta.
Da la vuelta.
Llegué a la puerta.
Miré dentro.
El silo estaba vacío, en su mayor parte. Una lámpara a batería descansaba sobre una caja vieja a un costado, apenas si emitía luz suficiente como para iluminar el piso.
Malik estaba de pie en el centro del silo. A un lado, había una lona polvorienta y gastada.
A sus pies, había una trampilla de madera.
Y de entre los listones surgían unos dedos delgados con unas garras pequeñas en las puntas.
El silo crujió alrededor nuestro.
–¿Qué han hecho? –pregunté, en voz baja.
–Lo único que podíamos hacer –replicó Malik–. Mantenerlo a salvo. Hay en juego cosas que no te das ni idea. Esta es tu primera lección acerca del mundo más allá de los muros de tu complejo.
Se agachó y levantó la trampilla. Las bisagras estaban oxidadas, y chirriaron al abrirse.
Al principio, no vi nada.
No se movió.
–Lo huelo –dijo el niño desde el agujero del suelo–. Lo huelo.
–Bien. ¿Qué hueles?
Se oyó un bufido a modo de respuesta.
–Está sucio. Sin lavar.
–Busca debajo. Encuéntralo.
–No puedo. No puedo no puedo no puedo no puedo…
Retrocedí.
Un niño emergió de la oscuridad. Se movía tan rápido que casi no podía seguirlo. Era delgado y estaba limpio, y a medio transformarse, el pelo le brotaba del ceño y su cara se alargaba en un gruñido feroz. Aterrizó contra el silo, las garras de sus pies y manos atravesaron el metal y lo mantuvieron allí. Giró la cabeza hacia mí y rugió.
Y, entonces, lo inimaginable.
Una luz llenó sus ojos.
Era violeta.
Un Omega.
Antes de que pudiera siquiera procesar lo que estaba viendo, se lanzó hacia mí. Mi entrenamiento se puso en marcha y me dejé caer de rodillas, inclinándome hacia atrás. Sus garras me rozaron el cuello, sin tocarme la garganta pero arañándome la barbilla.
Cayó estrepitosamente y rodó hacia el otro extremo del silo, sacudiendo brazos y piernas. Ya estaba de pie y en movimiento cuando me incorporé. Me golpeó por la espalda y me clavó las garras en el hombro. Gruñí, estiré los brazos hacia atrás, lo levanté de las axilas y lo di vuelta en el aire por encima mío hasta tener su espalda contra mi pecho. Se resistió, pero le pasé el brazo alrededor del pecho y con la otra mano le rodeé la garganta.
De inmediato, dejó de moverse, y se relajó por completo. Giró la cabeza para mirarme y me miró de reojo con su ojo violeta.
–Está allí. Debajo de todo. Sigue allí –susurró y comenzó a recitar–. Sigue allí. Sigue allí. Sigue allí.
Me lo saqué de encima y me tambaleé hacia atrás. Malik lo atrapó y lo abrazó, mientras el chico continuaba farfullando en su cuello.
–Ahora lo sabes –dijo Malik con suavidad mientras le acariciaba el cabello–. Es tu primera lección, lobo. ¿Quema, lobo? ¿Quema?
El niño –una vez que decidió que yo no era una amenaza inminente– se calmó, y sus ojos se volvieron de un verde esmeralda que brillaba