fundada en la lógica del hecho consumado: ocupar militarmente la Banda Oriental antes del arribo de la expedición de Morillo, ya sea para una futura negociación o, en su defecto, para indemnizarse con esos territorios. Gómez Labrador, por su parte, se niega a tratar la cuestión de Olivenza mientras Fernando VII se muestra dispuesto a restituirla a cambio del apoyo a sus tropas en Brasil y de la resolución sobre los territorios meridionales americanos. En esas intrincadas negociaciones cruzadas es difícil evaluar si las diferentes estrategias de los agentes diplomáticos son producto del múltiple desdoblamiento de los espacios donde actúan y de los ritmos temporales que escanden las misivas e instrucciones a escala transatlántica y europea, o si responden a cierta autonomía de gestión respecto de los gobiernos que representan. En cualquier hipótesis, en esos entrelazamientos sobre cuestiones pendientes en los territorios europeos y ultramarinos quedan al desnudo las dificultades que presenta la propuesta del Congreso de Viena de regresar a las antiguas fronteras de las monarquías y hacer coexistir la tradicional política bilateral con una novedosa multilateralidad que estipula claras jerarquías entre las potencias de primero y segundo orden.
Estas dificultades se hacen evidentes en las tratativas entre España y Portugal y también en las tensiones de la alianza que ambas coronas sostienen con Gran Bretaña. Un dato del informe enviado por la legación lusa al embajador Sousa, expuesto en tono críptico y confidencial, revela los cambios en esos vínculos: la negociación de los territorios de Olivenza debe quedar fuera de la intervención británica. La corona de Portugal comienza a manifestar cierta voluntad de independencia ante la potencia que ejerce sobre ella una suerte de protectorado, en especial luego de promover el traslado de la corte a Río de Janeiro y de celebrar tratados que otorgaron ventaja comercial a Inglaterra.
En el escenario de la Restauración, Gran Bretaña teme la intervención de los portugueses en los asuntos hispanoamericanos, y sobre todo teme una alianza bélica luso-hispana en el Atlántico Sur. Así se lo informa Sousa a su ministro de Estado, cuando advierte que el embajador inglés en Madrid, enterado de la resolución de enviar una expedición española al Plata y además encontrar cooperación en Brasil para sus fuerzas, intenta disuadirlo de manera confidencial para que no entre en ese tipo de diálogo, ya que influiría “en los espíritus de los habitantes de Brasil, donde los principios liberales de los insurgentes se esparcirían”.[69] La unidad de las dos coronas ibéricas no deja de ser un fantasma para la diplomacia inglesa que, desde el siglo XVIII, se encarga de contrarrestar cualquier política que pueda recrear el mundo de Felipe II, cuando su concreción implicó la extensión de un imperio en cuatro continentes.[70] En el nuevo equilibrio europeo que Inglaterra imagina con la derrota de Bonaparte, Portugal debe regresar a su antigua sede y abandonar cualquier sueño imperial que implique americanizar su monarquía, y España debe avenirse a la mediación y el control de su principal aliada, Gran Bretaña, para arreglar sus asuntos americanos.
Lo cierto es que al finalizar 1814, nadie sabe si el objetivo de Fernando VII de aunar fuerzas con Portugal para poner fin a las rebeliones americanas podrá concretarse. Más allá de la versión reservada que transmite Sousa a su gobierno sobre el posible cambio de destino de la flota de Morillo, todo indica que se dirige al Río de la Plata. Al menos España ha movido sus fichas en esa dirección: a las negociaciones formales a través del embajador portugués en Madrid y el envío de un agente extraordinario a Brasil se suman los contactos informales que buscan aprovechar el vínculo dinástico que provee la infanta Carlota Joaquina con los Braganza. En el tablero de juego, el rey Borbón apuesta por una estrategia cooperativa para conformar un poderoso equipo y la mayor incógnita es cómo se posicionará Portugal ante los pedidos de auxilio de España, las presiones británicas y las amenazas revolucionarias en sus fronteras.
Hipótesis negociadoras
La corte de Braganza está alojada en Río de Janeiro desde que a fines de 1807 la inminente invasión francesa a Portugal decidió al príncipe regente a emprender el éxodo, custodiado por la armada británica. Era la primera vez que una familia real europea cruzaba el Atlántico para instalarse en una colonia ultramarina. Junto con ella viajaron funcionarios, nobles y miles de portugueses que escapaban de Bonaparte y que en su precipitada huida aumentaron la población de una ciudad no preparada para recibirlos. João de Braganza –en quien la reina Maria I había delegado el gobierno en 1799– recrea la vida de la corte portuguesa en su nueva sede, mantiene los tradicionales protocolos, etiqueta y rituales, y administra la “economía de la gracia” para defender y equilibrar las jerarquías sociales y políticas de los cortesanos exiliados y de las élites locales.[71] La capital fluminense pasa a ser un enclave europeo en América y uno de los signos visibles es la novedosa presencia de embajadas y delegaciones extranjeras. [72]
Desde 1808, las legaciones diplomáticas ante la corona portuguesa quedan desdobladas entre la nueva capital y Lisboa; a muy corto andar, la primera se fortalece en detrimento de la segunda. Con la caída de Napoleón en 1814, Río se convierte en una suerte de Viena tropical, donde plenipotenciarios del Viejo Mundo que combinan el ejercicio de sus funciones con la sociabilidad que ofrece la vida en la corte protagonizan la escena diplomática. En esos círculos procuran ingresar los improvisados agentes de los gobiernos revolucionarios hispanoamericanos, que llegan en busca de canales de protección, negociación o información para definir sus rumbos en un mundo que vive el vértigo de profundas transformaciones. A ese ambiente cosmopolita, donde la nobleza convive con indígenas, esclavos y libertos oriundos de África, se suman desterrados y exiliados voluntarios de distintos signos políticos, pendientes de las noticias y los rumores que circulan a través de redes de relaciones en las que el espionaje ocupa un papel central. La región rioplatense es la que más aporta a esa lista de emigrados revolucionarios y contrarrevolucionarios.[73] La cercanía y los vínculos e intercambios por la porosa frontera luso-hispano-criolla del Atlántico Sur colaboran en la elección del destino.[74]
En los años transcurridos desde el exilio, el gobierno portugués no ha dejado de intervenir en los asuntos de España ni ha quitado sus ojos de los conflictos rioplatenses. El proceso revolucionario nacido en Buenos Aires es foco de preocupación constante y, por ese motivo, la corte de Braganza acepta ser anfitriona de las tratativas de un nuevo armisticio entre el gobierno de las Provincias Unidas y las autoridades realistas de Montevideo. Ambas márgenes del Río de la Plata sostienen una guerra y no es la primera vez que se intenta un acuerdo de pacificación. Secundado por Juan Castillo Carroz, representante de España en Río de Janeiro designado por la Regencia, lord Strangford, embajador británico en Brasil, toma la iniciativa del armisticio: a fines de 1813, percibe que el momento es propicio. Las conversaciones que mantiene en Río de Janeiro con Manuel de Sarratea, representante del gobierno de Buenos Aires en escala hacia una misión en Europa, lo convencen de avanzar en esa dirección. Así se lo transmite a su gobierno: “Últimamente ha ocurrido un cambio grande y evidente en el tono y los sentimientos del gobierno de Buenos Aires. Debe atribuirse tanto a las pérdidas y [los] desastres experimentados por el ejército al mando del general Belgrano como al éxito y brillante resultado de la campaña en la Península”.[75]
Las negociaciones se inician de inmediato y Sarratea sigue viaje a Inglaterra para gestionar el nombramiento recíproco de agentes consulares y buscar concesiones para la provisión de armamentos. Desde Buenos Aires el gobierno acepta la mediación. En esa capital se ha instalado la primera Asamblea Constituyente bajo el predominio del ala más radical del movimiento revolucionario, conformada por la Sociedad Patriótica y la Logia Lautaro, organización secreta con conexiones masónicas que busca favorecer la suerte militar de la causa americana. El Congreso abre sus sesiones en enero de 1813 con la expectativa de declarar la independencia respecto de la metrópoli, pero allí no están representados los diputados electos en la Banda Oriental bajo la órbita de José Gervasio Artigas, cuyo movimiento, de base rural y popular, domina gran parte de la campaña y propugna un proyecto confederal. El rechazo de los pliegos de los representantes orientales revela las profundas diferencias entre el artiguismo y la fracción centralista hegemónica en la dirigencia porteña y en el Congreso. Esas diferencias no impiden que las fuerzas militares de ambas tendencias sostengan un sitio conjunto contra los realistas de Montevideo desde hace varios meses.[76]
El gobierno transplatino también acepta negociar una tregua. En los años recientes,