aquello que quedó descartado del proceso de desarrollo y que el sujeto ignora de sí mismo, para lo cual el analista debe asumir una actitud receptiva, amplia y no censuradora, bien diferenciada de las habituales convenciones sociales. Y el paciente contará entonces con un interlocutor apto para confiar sus pasiones secretas y de este modo ayudarlo a permeabilizar las barreras de la represión. Pero, por sobre todas las cosas, debe tener asegurada una completa confidencialidad. El entrenamiento del analista está encaminado a lograr dicha apertura ético-estética lo suficientemente amplia y flexible que le permita acoger aquello que las convenciones sociales habitualmente rechazan. Baste recordar, en este mismo sentido, el trabajo de Strachey (1934) donde propone la idea de un “superyó auxiliar” más benigno. Y, vale insistir, la confianza del paciente en este terreno sólo se consigue si éste tiene desde el inicio, o se convence con la experiencia, de la absoluta confidencialidad por parte del analista.
II) Confidencialidad en la realidad clínica
Como se ha mencionado en sección anterior, la relación analista-paciente es una relación interpersonal muy particular y diferente de toda relación social convencional. Y una condición sustancial del éxito terapéutico es justamente que esa relación se sustraiga de todo tipo de interferencias provenientes del medio; sean éstas institucionales, legales o reglamentarias. Pero dicho esto, la realidad cotidiana del ejercicio clínico nos muestra que esto es una aspiración ideal que no siempre puede lograrse. En repetidas ocasiones y de diversas maneras nos encontramos con problemas que de alguna manera rozan la confidencialidad. Atento a esto, veamos pues, algunas viñetas:
a) “El hombre del síntoma del colectivo”6
Es el título del historial clínico en el que se relata la evolución del tratamiento, las peripecias técnicas y las hipótesis psicopatogénicas de un paciente con sintomatología perversa en el que se consiguió una muy aceptable mejoría a través de un tratamiento analítico de casi diez años de duración.
Este paciente, de 34 años cuando inició su tratamiento conmigo en 1974, se involucraba, en forma episódica, en una actividad perversa que consistía en toquetear, rozar y pocas veces pinchar levemente con un alfiler a niñas colegialas prepúberes o púberes aprovechando los apretujones de los colectivos repletos en las “horas pico”. Fuera de estos episodios llevaba un vida convencional aparentemente normal, aunque con severas limitaciones en la esfera del trabajo y de su vida sexual. El paciente venía de un tratamiento analítico anterior en el que se convenció de la tolerancia estética-ética y la confidencialidad propia del método para poder plantear abiertamente su vergonzante síntoma. Así, en su nuevo tratamiento conmigo ya tenía el camino expedito para relatarlo, sin rodeos. Pero con la decepcionante novedad de que reincidía en él, por períodos, en forma alarmante. Si bien dicho síntoma era fuertemente egodistónico, se había instalado al año del tratamiento una especie de impasse: el paciente había aprendido que los psicoanalistas no debían ni podían censurar ni obstaculizar los síntomas ni las conductas convencionalmente reprochables: solo escuchar e interpretar; y consecuentemente me convertía en un testigo involuntario, impotente y desarmado de sus fechorías; y sólo apto como receptáculo pasivo donde poder evacuar sus insoportables angustias y culpas. Como esta situación se acompañaba de flagrantes violaciones al encuadre, para salir del mencionado impasse apelé a un recurso extremo: “la reformulación del encuadre” (para mayor aclaración remito al ya citado trabajo de referencia). Esta reformulación consistió en informarle al paciente que si él reincidía en utilizar el tiempo de la sesión para sus incursiones en el colectivo yo me iba dar por enterado de su desinterés en el objetivo terapéutico de su tratamiento y, consecuentemente, se lo iba a suspender. Lo cierto es que a partir de esa reformulación el paciente no volvió a reincidir en “subir al colectivo” ni en otras prácticas perversas hasta la terminación de su tratamiento, en el año 1984. Pero he aquí una situación que contiene algo contradictorio o más precisamente una paradoja pragmática. Por una parte era necesaria la actitud psicoanalítica tolerante y abierta, y la seguridad de la confidencialidad para que el paciente pudiera confiar sus síntomas y sus concomitantes dificultades sexuales y sociales. Pero una vez logrado esto, la misma actitud psicoanalítica fue utilizada con fines resistenciales donde se infiltraba, en el escenario transferencial, su síntoma perverso7, en tanto el paciente me forzaba a asumir el rol de las niñas desprevenidas y por consiguiente indefensas donde evacuaba sus angustias, sin darme tiempo ni lugar para contenerlas y procesarlas. Con respecto al hecho de que el síntoma involucraba una reiterada lesión al pudor de las niñas indefensas, sin embargo, nunca me había planteado denunciarlo. De acuerdo con mi reflexión retrospectiva, la razón de que tal denuncia ni siquiera entrara en mi consideración es que las niñas atacadas formaban un conjunto anónimo impersonal; y que en nuestra sociedad, aunque pueda sonar cínico decirlo, la gran mayoría de las niñas de esa edad se topan con todo tipo de ataques sexuales de mayor o menor envergadura, casi como regla o rito de iniciación en su pasaje a su maduración sexual como mujeres. En síntesis, en mi opinión, el bien primordial que el psicoanalista debe resguardar en primera instancia, es la orientación terapéutica del proceso analítico ante los desvíos que muchos pacientes intentan imponer por su especial psicopatología.
b) Lolitas
Con el nombre de Lolita, aludiendo al nombre y al personaje de la novela de Vladimir Novokov (1955), quiero referirme a casos en los que, en contraste con el caso anterior, la víctima del abuso sexual es una niña o niño identificable del entorno familiar o social del paciente. De este modo, el analista puede convertirse en testigo de un abuso, o a veces en cómplice pasivo del mismo. La obligación o la dispensa de informar a la autoridad competente está atada a la tradición e idiosincrasia de responsabilidad social y sujeción a las leyes de las macro comunidades particulares, y por supuesto, de la comunidad psicoanalítica, reflejo de aquella. En un caso que me fue relatado de primera mano, un empresario de edad madura mantenía toqueteos con la hija de 8 años de su joven segunda esposa. Cuando la niña llega a los 12 años comienza una completa relación sexual; y es entonces cuando el empresario consulta al colega en un estado de intensa perturbación psíquica. A mi juicio, con buen tino, el analista dilata la decisión de análisis y sólo le propone entrevistas exploratorias. Éstas tenían por finalidad explorar la conciencia de su conducta y las intenciones reparatorias del empresario. Pero cuando este último pretende ubicarse en la posición de víctima inocente de la malintencionada “irresistible seducción” de la niña y comprueba su inconmovible intención de responsabilizar a la real víctima invirtiendo los roles en forma insidiosa, el terapeuta comprende la distorsión del objetivo y no le propone el tratamiento psicoanalítico, con lo cual el paciente entiende el mensaje, y abandona las entrevistas... ¡para alivio de aquel!
c) Adolescentes en tratamiento, un caso de ruptura accidental de la confidencialidad
Varios factores hacen espinoso el proceso analítico de los adolescentes en cuanto al mantenimiento de la confidencialidad. Destaco sólo dos: por una parte los padres se hacen cargo del pago de los tratamientos y tienen todavía a su cargo la responsabilidad sobre la educación de sus hijos, por lo que los asisten ciertos derechos de control; y por la otra, las características especiales de este período evolutivo que lleva a estos pacientes a transitar, a veces con fines exploratorios, zonas en el límite de riesgos personales y de riesgos también para terceros.
En mi propia experiencia de hace más de una década atendí en una psicoterapia analítica a un joven de 16 años con un cuadro de duelo patológico por la ruptura de un noviazgo. Luego de un año de tratamiento de una sesión semanal el paciente obtiene una notable mejoría sintomática, pero es descubierto por sus padres con tenencia y consumo de marihuana que, además, él me había ocultado. Pero en relación a esta circunstancia, sus alarmados padres entran en contacto telefónico conmigo y como recurso de mayor control terapéutico les sugiero intensificar el tratamiento a tres veces por semana; encontrándome con la sorpresa de que para ellos hacía ya más de 6 meses que el paciente concurría con esa frecuencia y le entregaban al hijo el monto de esos honorarios, de cuya diferencia se apoderaba secretamente el paciente. Ante esta involuntaria ruptura de la confidencialidad el paciente desapareció instantáneamente del tratamiento y no respondió tampoco a mis llamados telefónicos.
d)