brinda la cultura actual no pudieron ser edificados sin poder y potencia. Califico de “pirueta” la reformulación de Freud en tanto que el eminente físico en su carta se refería no a la oposición entre poder y derecho sino, por el contrario, a la necesidad de que el derecho se conjugue con el poder para que el primero sea realmente efectivo para resolver las diferencias de intereses sin recurrir al extremo de las guerras.
De todas maneras, a partir de esta reformulación Freud traza su conocida hipótesis de un desarrollo evolutivo de la humanidad, imaginando la vida comunitaria en sus albores (la horda primitiva) envuelta en las reglas elementales de la violencia que ejerce la fuerza bruta del “padre primordial”, tal cual lo había postulado, en forma más extensa y pormenorizada veinte años antes, en su magnífico e imperdible libro Tótem y tabú (Freud, 1912/3) influenciado fuertemente por Darwin y Atkinson, según el mismo lo declara; y Hobbes –a mi entender– en forma implícita. También es conocido que el padre primordial es finalmente vencido y asesinado por la “alianza fraterna”, y que el parricidio (mítico) con el consecuente “banquete totémico” caníbal dará origen a la religión, a la moral y a la sociedad. La religión en cuanto se sacraliza al tótem (representante del padre todopoderoso, pero muerto) como referente supremo y venerado que cohesiona a los miembros mortales en rituales comunes que los hermanan. La moral en tanto se pacta definitivamente la supresión del asesinato y el incesto, base elemental o punto de partida de las nociones del bien y el mal. Se trataría, pues, de trasladar en este trascendental movimiento del conjunto humano, el poder del más fuerte “único” al conjunto “débiles”, es decir a una fuerza superior basada en el número, es decir, en una unidad mayor. Para que esta unión de los débiles sea efectiva debe ser duradera, de lo cual surgirían la “organización” y las leyes que deben sustentarla, cuyo conjunto constituye el “derecho” conformando la sociedad. Sobre esta base del “interés común” se insertarían luego las ligaduras de sentimiento entre los hombres –la identificación, a través del “líder” o “ideario común” (Freud, 1921)–. Pero esta organización basada en el derecho no es una meta estática, inalterable y sin retorno. En el propio seno de esa organización social alcanzada se reproducen las desigualdades e imperfecciones que, en escala, actualizan la regresiva situación primordial y que, por consiguiente, imponen una dinámica permanente a la sociedad y la cultura en pos de nuevos equilibrios tanto prospectivos como regresivos.
En este contexto la recurrencia de la guerra no es ajena. Recalando en la historia, Freud se apoya en la instauración de una violencia central monopólica capaz de imponer la paz para justificar algunas “guerras civilizadoras” como, por ejemplo, la pax romana. Ahí concluye, sin mucha convicción que, como solución y prevención de las guerras, se debería proveer “la institución de una violencia central encargada de entender en todos los conflictos de intereses” (p. 191), lo que lleva a sospechar que Freud conocía el Leviatán de Hobbes. Otra solución que revisa críticamente es la propuesta de invocar a determinadas actitudes ideales, en vez de la fuerza de la violencia, en las cuales se sustente la identificación y la cohesión resultante de tal identificación. Toma en ese sentido el antecedente de la idea panhelénica o la extensión y predicamento del cristianismo que, sin embargo, tampoco pudieron evitar la guerra. Siguiendo esa posibilidad y, ubicándose en su realidad contemporánea, la compara con la utopía bolchevique, que valdría la pena citar textualmente, ahora que ya contamos con la perspectiva de más de 95 años después, y nos habilitaría a admirar la perspicacia anticipadora de su genio; perspectiva con la que él no contaba en 1932:
“Ciertas personas predicen que solo el triunfo universal de la mentalidad bolchevique podrá poner fin a las guerras, pero en todo caso estamos hoy muy lejos de la meta y quizás se lo conseguiría solo tras unas espantosas guerras” (p. 192)
Luego:
“También los bolcheviques esperan hacer desaparecer la agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus necesidades materiales y, en lo demás, estableciendo la igualdad entre los participantes de la comunidad. Yo lo considero una ilusión” (p. 195).
Freud, en contraste con muchos pensadores psicoanalíticos adherentes al marxismo, no admitía la idea ingenua de la igualdad de los seres humanos, y menos –digo yo– cuando esa igualdad se impone por la fuerza por supuestos celadores reclutados de las enmarañadas filas de un partido político único.
Dice Freud textualmente (p. 195): “Es parte de la desigualdad innata y no eliminable entre los seres humanos que se separen entre conductores y súbditos”. Atendiendo a este primer punto, aunque puede reprochársele a Freud cierta linealidad evolucionista heredada de su pasado de neurofisiopatólogo, como fue mencionado antes, al objetar su hipótesis de derivar el derecho de la violencia, no se le pude negar su visionaria perspectiva, su notable realismo y su capacidad de observar los fenómenos colectivos como lo demuestran éste y sus otros trabajos sociales. Sin embargo yo añoraría la falta de mención de Locke (1689) y Montesquieu (1748) en sus esfuerzos por fundar las democracias republicanas modernas prósperas a través de la división efectiva y controles mutuos de los poderes de los estados a fin de contrarrestar los abusos de dichos poderes.
Respecto del segundo punto, el creador del psicoanálisis intenta responder al asombro de Einstein ante la observación del entusiasmo de los hombres por participar de la guerra, pese a las penurias evidentes que ésta provoca. Acá nuestro autor puede explayarse a sus anchas en lo que el psicoanálisis puede realmente aportar. No hace otra cosa, entonces, que exponer su reciente versión de la teoría de las pulsiones en términos menos técnicos de los que emplea en su magnífica obra “El malestar en la cultura” (1930). Pero, advierte, entonces, sobre la ingenua “moralina” reinante en la opinión colectiva generalizada correlativa a un “voluntarismo” benevolente cuando escribe “Ahora permítame que no introduzca demasiado rápido las valoraciones del bien y del mal” (p. 193, Freud, S., 1932) y, en cambio, le adjudica a todo ser humano una inherente “pulsión de odiar y aniquilar” (p. 192, op. cit.) en la complejidad de su trabazón instintiva.
No es necesario abundar demasiado acerca de que las acciones de todo hombre responden, en última instancia, a distintas proporciones en la aleación de Eros y Tánatos. Todas las conductas humanas contienen Eros y Tánatos y, estos motores vitales se necesitan mutuamente. Es ingenuo, nos advierte Freud, intentar promover Eros en detrimento de Tánatos o intentar reprimir o suprimir a este último. La existencia de esta dualidad proviene, en último análisis, de la razón biológica que creó la vida como consecuencia de las condiciones geológicas que permitieron –en su momento– que elementos inorgánicos se combinaran para armar moléculas orgánicas complejas que dieron origen a la vida. Pero como si el impulso vital fuera un resorte que se estira hasta un cierto límite, ese mismo proceso de síntesis es también el responsable del proceso inverso de retorno a la degradación, es decir del inexorable camino de lo orgánico a lo inorgánico, a saber: de la vida a la muerte2.
Todo este proceso debe apreciarse teniendo en cuenta que esa dinámica de la vida se da desde las partículas vitales más elementales hasta la exponencialmente alta complejidad de las conductas humanas. De la acción silenciosa y mortal de Tánatos sobre el organismo se desprende la consecuente necesidad vital de su deflexión y externalización a la realidad fáctica; no solo para librarse de su acción destructiva interior sino para propósitos destructivos esenciales para mantener la propia vida.
En cuanto a las consecuencias estructurales en el psiquismo no pueden desconocerse la relación de Tánatos con el superyó y la conciencia moral, producto de los resultados identificatorios del complejo de Edipo, que recargarían en esta instancia los excesos defusionados de este peligroso ingrediente instintivo; por esta razón –insiste Freud– se daría la paradojal circunstancia de que una conciencia moral más severa sería más inhibitoria de la agresión y conllevaría a una mayor acumulación interna de la pulsión de muerte, perjudicial para la salud individual. No es muy optimista en cuanto a los remedios que resultarían de esta elucidación. Dice: “es fácil demandarlo, pero difícil cumplirlo” (p. 195) cuando reclama la promoción de Eros en tanto amor tierno e identificación. También aconseja la educación de las clases dirigentes, en tanto reconoce que estas debieran conducir a los sectores mayoritarios menos favorecidos