Freud– mencionaría a Albert Einstein, Karl Marx, Paul Sartre, Karl Popper, Alan Turing, James Watson y Francis Crick, entre muchísimos otros.
En el contexto de la consabida puja entre el cambio y la resistencia al cambio, estas adquisiciones de la civilización basadas en la racionalidad, la ciencia y aceptables sistemas de convivencia, no solo se ven hostilmente amenazadas por aquellas geografías rezagadas o directamente reacias a esos logros y valores, sino que son jaqueadas en las propias entrañas de las regiones que las disfrutan. La “posmodernidad” es una de esas expresiones salientes de este fenómeno en el mundo intelectual, así como la ruidosa militancia ideológica “antiglobalización”, y otros múltiples disconformismos a nivel colectivo que el sistema liberal en su esencia garantiza manifestar.
Ahora bien, seguridad, eficiencia y confort en la dimensión colectiva no asegura en el individuo su dicha ni le impiden experimentar sus propios padecimientos. Padecimiento es una generalización en que englobo toda la paleta de infortunios que el psicoanálisis pudo desentrañar, buceando en los sótanos de las más diversas fachadas psicopatológicas; infortunios o “condiciones o peripecias de la vida” personal que definen el objeto específico de esta disciplina científica. Y el hecho de atender ese ámbito de lo humano constituye un renovado hito de progreso en el inacabable devenir civilizatorio.
III. El padecimiento humano
Repetidas veces he tenido que escuchar de mis enfermos, tras prometerles yo curación o alivio mediante la cura catártica, esta objeción: “Ud. mismo lo dice; es probable que mi sufrimiento se entrame con las condiciones y peripecias de mi vida: Ud. nada puede cambiar en ellas, y entonces, ¿de qué modo pretende socorrerme?”. A ello he podido responder: “no dudo que al destino le resultaría más fácil que a mí librarlo de su padecer. Pero Ud. se convencería de que es grande la ganancia si conseguimos mudar su miseria histérica en infortunio ordinario. Con una vida anímica restablecida Ud. podrá defenderse mejor de este último.
Freud, 1895, p. 309, T. II
Esta humilde justificación de Freud encierra a mi juicio varios temas claves dignos de ser puntualizados, en tanto fueron deslindando la naciente ciencia psicoanalítica de su cuna en la medicina tradicional y la convirtieron en una novedosa y original disciplina, aunque difícil de clasificar en el espectro epistemológico.
Primero: detrás de los síntomas no se halla lesión celular ni tisular alguna; indicadores etiológicos que cuando se detectan suelen ser el primer eslabón de la cadena que conduce a los síntomas, secuencia que en la doctrina médica se denomina “etiopatogenia”.
Segundo: ante esa ausencia de lesiones orgánicas define al “objeto” del psicoanálisis que designa como “infortunio ordinario” derivado de las “condiciones y peripecias de la vida”; justamente una categoría afín a la “dramática” pero ardua de sistematizar en las ciencias positivas.
Tercero: una vez identificadas sus penurias, es el mismo paciente quien –si no las deja libradas al azaroso “destino”– puede abordarlas e incluso hasta modificarlas, con lo cual tienta al paciente a comprometerse en el proceso de la cura.
Respecto de la primera clave, el viaje de estudios a Francia del joven neurólogo Freud le deparó dos decisivas conclusiones respecto de la sintomatología histérica. La primera de ellas surgió de las espectaculares “clases de los martes” del prestigioso catedrático Jean Martin Charcot, en la Salpetrière de París. Ahí fue testigo presencial de los impresionantes cuadros sintomáticos “aparentemente” neurológicos que desaparecían como por “arte de magia” bajo el efecto de la hipnosis; conclusión que inspiró su “Estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas” (Freud, S., 1893). Artículo en el que afirma la falta de correspondencia entre el síntoma histérico y las metámeras de la médula espinal; y, en cambio, levanta la sospecha de que el síntoma podría contener encriptado algún mensaje susceptible de ser descifrado. La segunda conclusión partió de su encuentro en Nancy con Hyppolite Bernheim, otro encumbrado estudioso de la sugestión y la hipnosis. De este maestro aprendió acerca del “fenómeno poshipnótico”, que consiste en esforzar a un sujeto a recordar –una vez despierto– una orden recibida bajo el trance hipnótico. De esta conclusión se originó la convicción de que las conductas humanas no se guían solo por determinismos conscientes y –no es menor– que las amnesias pueden ser revertidas; lo cual conduce a preguntarse en qué lugar del psiquismo se alojaba ese recuerdo y a reconocer consecuentemente una estratificación de la mente humana, germen de la formulación del inconsciente.
A estas dos conclusiones se le agrega una tercera proveniente de su colaboración con Josef Breuer, creador el método “catártico”; conclusión que produjo un drástico cambio en los principios del abordaje de los trastornos psicológicos. Se trata que de la consigna principal en la doctrina médica de perseguir el objetivo “supresivo” del síntoma, se pasó a la consigna de “interrogarlo”, a fin de descifrar ese –antes mencionado– mensaje oculto; “decisión metodológica” que, a mi juicio, define a la indagación como el eje central y el denominador común del método psicoanalítico.
Respecto a la segunda clave acerca del objeto de la ciencia psicoanalítica expongo mi diferencia con una parte de los psicoanalistas para quienes el objeto del psicoanálisis es el desciframiento del inconsciente. Entiendo, en cambio, que tal objeto es atender el vasto abanico de los inevitables “infortunios” personales para lo cual el operador psicoanalítico recurre a las variadas herramientas que provee “la teoría de la técnica”; y admito que el desciframiento es una de esas herramientas, aunque no la única. Concedo también que hasta 1915 la teoría y la técnica analítica giraban en torno de la “represión”, que respondía a una psicopatología acorde con la atmósfera ambiental represiva dominante (Freud, S., 1908).
Pero a partir de la segunda década de ese siglo, la cultura europea y mundial sufrieron grandes convulsiones que derivaron en drásticos cambios en la esfera de los valores éticos y estéticos del “imaginario” social que repercutieron necesariamente en las subjetividades de las personas. Y esos cambios se reflejaron asimismo en los padecimientos que exigieron introducir innovaciones teóricas y técnicas en la joven la disciplina. Entonces comienza a prevalecer el “masoquismo primario”, el “instinto de muerte” y una amplia gama de diferentes “mecanismos de defensa” de las neurosis más allá de la “represión”; a la que se agrega luego la “negación”, “escisión y desmentida”, como mecanismos para patologías más severas.
Podría arriesgar una vaga generalización afirmando que se pasó de una psicopatología de la “represión” a una más matizada por el escepticismo y las “inconsistencias”. Pero mi insistencia en este tópico apunta a despejar del rol del analista cierta resonancia “oracular” heredada de la práctica de la hipnosis. En mi opinión, en cambio, el analista puede ayudar a un paciente porque comparte con él su misma sustancia mental conflictiva; y por esa razón puede “empatizar”, entendido el término en el sentido de “contratransferencia concordante” de Racker (1960); y en un paso de distanciamiento elaborar una respuesta interpretativa basado en esa repercusión empática, integrada a la “historia” del paciente y a la demanda de su padecer actual. La imprescindible asimetría del dispositivo analítico no provendría entonces de la supuesta superioridad de esa “palabra del oráculo” sino del propio encuadre en tanto prestación asistencial que instituye per se los roles verticales de demandante y proveedor.
La tercera clave revela otra característica diferencial exclusiva de la terapia psicoanalítica y nuevamente contrastante de los cánones de la medicina tradicional; característica que hace al paciente mismo protagonista activo en la tarea de su cura en tanto la “egodistonía” lo empuja a explorarse, ejerciendo así una “introspección crítica” de sus propias “condiciones y peripecias de su vida”. Ni hablar del efecto terapéutico adicional debido al hecho mismo de dedicar en forma regular cincuenta minutos del tiempo a una sincera introspección; una pausa reflexiva en medio de los demandantes ajetreos de toda vida.
A esta altura, cabría ensayar algunas