de metas que –en su realización– son entendidas en forma harto diversa en cada contexto geográfico e histórico y, más aún, hasta por la subjetividad propia de cada persona.
Ese mismo enunciado contiene un correlato más audaz si nos animamos a dar otro paso e imaginar, en un nivel de abstracción de dimensión cósmica, la maquinaria que pone en juego ese vector del progreso evolutivo. Y sugiero así la propuesta central de este artículo al afirmar que esa maquinaria reposa en la fuerza impulsora inherente a su insanable imperfección, precisamente por ser construida por el también imperfecto hombre.
Pero en fin… realidad imperfecta aunque por eso mismo perfectible; cualidad esta última decisiva en tanto empuja obstinadamente hacia adelante en pos de una supuesta perfección que, cual esquivo oasis, muda en espejismo cada vez que creemos alcanzarlo… Incluso, aunque ese “adelante” o progreso constituya como todo futuro una insondable incógnita. Perfectible, en cambio, es un término más modesto en tanto además nos previene contra las peligrosas promesas de perfección en formato de utopías paradisíacas, sean religiosas o ideológicas; son utopías que a lo largo de la historia de la humanidad culminaron en infaustos cataclismos. Quién mejor conocedor del alma humana que Freud (1930 y 1932) cuando en el siglo pasado nos advertía acerca de la dudosa viabilidad del “paraíso comunista”. Casi simultáneamente fuimos testigos azorados e impotentes de la siniestra conjura nazi, tramando la depuración de los seres humanos “inferiores” para destilar una “raza superior”. Hoy mismo contemplamos innumerables pueblos sumergidos en la pobreza extrema asociada a sometimiento social servil, crueldad política y misoginia, aferrados a perimidos fanatismos religiosos o ideológicos e “hipnotizados” por caricaturescos y despóticos caudillos.
Por otra parte, tal mentada imperfección asintótica, motor de ese pujante trajín fue construyendo nuestro mundo presente a lo largo de decenas de milenios y siglos. Mundo pleno de imperfecciones pero también de incontables bienes materiales e intangibles que fueron decantando a su paso y conforman ese extraordinario patrimonio que hoy contemplamos: monumentales obras de la ingeniería y de la arquitectura, sustantivos recursos científicos, tecnológicos y artísticos y, por sobre todo, sistemas de relaciones humanas amparados en pactos institucionalmente consensuados que promueven y ejercitan el resguardo de las libertades y derechos individuales y colectivos del hombre.
Estas condiciones alientan y facilitan el desarrollo de las capacidades y talentos personales para beneficio de la comunidad, sin menoscabo de los propios. Por sobre todo, condiciones donde la autoridad se ejerza sujeta a las leyes con el menor riesgo posible de regresión al sistema de sometimiento ante el todopoderoso y tiránico “padre de la horda” primitiva (Freud, S., 1912/3). Escueta enumeración de logros de nuestra especie, que además de maravillarnos y valorarlos nunca serán suficientes y nos obligan a reparar que no son uniformemente repartidos en el planeta, sino acotados en una porción de regiones y a determinados estamentos sociales del mundo. Lo cual tienta a ensayar un recorrido panorámico de la secuencia de los puntos de inflexión que orientaron los decisivos virajes evolutivos en el devenir de la realidad humana. Recorrido irremediablemente personal y por lo tanto sesgado por los propósitos de este escrito, y limitado solo a la civilización occidental. Pichon Rivière sintetizaría este raid, tanto a nivel psicológico como social, como la inagotable puja entre el “impulso al cambio” y la “resistencia al cambio” (Arbiser, S., 1989).
El recién citado ensayo freudiano nos provee el modelo que marca el punto de inflexión que articula el tránsito de nuestra condición de animalidad a la condición de organización humana; modelo de la bisagra que marca el pasaje desde la “horda primitiva”, sometida al poder del “omnímodo padre” comparable al macho alfa de los mamíferos superiores, a la instauración simultánea de la sociedad, la moral y la religión6, rudimentos de la “civilización”. Pero, dejando en prudente paréntesis la conjetura freudiana del “asesinato del padre primitivo” y el “banquete totémico”, sugiero en cambio atribuir a la cuestionada 7 “revolución agrícola” como el hito necesario y suficiente de ese viraje decisivo de la humanidad. Y así, acordando que para nuestros antepasados “cazadores recolectores” la subsistencia dependía de la mera contingencia, resulta razonable adjudicar al sedentarismo y sus secuelas los novedosos sistemas de convivencia emergentes de esa revolución. De este modo, el exponencial crecimiento poblacional y la necesidad de administrar las cambiantes fluctuaciones de la producción de bienes a gran escala, encontró en la invención de la escritura el oportuno y prodigioso dispositivo para relevar de su función a la recargada e imposible memoria; y poder documentar en forma material y duradera la diversidad de actividades humanas que demandaba el nuevo sistema de vida.
Aparecen así los rudimentarios códigos de justicia, los grandes relatos mitológicos y religiosos; y hasta la disciplina histórica basada en documentos empieza a reemplazar las conjeturales “construcciones” de la prehistoria. Y de esos entrañables “manuales de historia” escolares aún recuerdo las enseñanzas acerca del portentoso legado civilizatorio que nos dejó ese prolongado período de la Antigüedad, extendido a lo largo de varios miles de años y que culminan en el 476 de nuestra era con la caída del Imperio Romano de Occidente.
Los cimientos del Estado, el derecho, la filosofía, las artes, las ciencias, y las religiones modernas son apenas una somera enumeración del grandioso patrimonio sociocultural que los simultáneos y/o sucesivos imperios de esa antigüedad dejaron como producto de sus asombrosas gestas.
El siguiente período histórico denominado Edad Media fue calificado como “la noche de la historia”; calificación que alude al “oscurantismo” extendido a lo largo de esos apagados 1000 años de obligada cosmovisión cristiana en todas las dimensiones de la vida humana. Los “libros sagrados” eran las únicas fuentes de todo saber; y ese saber era propiedad e interpretación exclusiva de las rígidas jerarquías del clero que ejercían el monopolio absoluto de sus enseñanzas y su interpretación. El Papa Romano ungía y legitimaba los reinos. Y estos se organizaban en el sistema feudal de producción donde los vasallos que trabajaban la tierra pagaban los tributos al señor feudal, dueño de ella por concesión divina. En esa estrechez cultural se desenvolvían las vidas personales que estaban regidas hasta en su intimidad por la torturante alternativa entre el inalcanzable cielo y el aterrador infierno: Dios y el Diablo se disputaban fieramente las padecientes almas humanas. El fuego de la hoguera era la mortal respuesta a toda duda o pregunta impertinente. Las arrasadoras pestes eran entendidas como las aleccionadoras réplicas del cielo a las herejías. Si bien la actividad artesanal fue adquiriendo creciente peso, participar como soldados de las guerras entre reinos y feudos, o formar parte de las “cruzadas” para recuperar el Santo Sepulcro en manos de los musulmanes, eran las escasas alternativas posibles para el transcurrir de los habitantes de esa época. Mientras tanto, en ese mismo escenario temporal y en geografías próximas, los seguidores de Mahoma crecían, se expandían y prosperaban, rescatando y conservando gran parte del patrimonio cultural heredado de la Antigüedad.
En las postrimerías de esa Edad Media aparecieron abundantes luces que anunciaban lo que sería la exuberante conmoción del Renacimiento y su continuidad imparable de progresos que se vislumbraban en ese horizonte de la Edad Moderna. El hito que destaco como punto de inflexión fue la invención de la imprenta, en 1440, por parte de Johannes Gutemberg. Este maravilloso artefacto no solo abrió el paso a la legitimación de las “lenguas romances” de las que las poblaciones ya eran habituales usuarias sino que, a mi juicio, hizo de ese invento el resorte decisivo de cambio al diluir el monopolio de la lectura de la Biblia; y multiplicar y diversificar sus lectores.
Producto de esa diversificación, aparecieron en el siglo siguiente los cismas que derivaron en los “protestantismos” y sustrajeron a la Iglesia Romana la exclusividad absoluta del saber sobre la ciencia, el arte y las almas; cierto que al indeseable precio de ominosas conjuras, sangrientas guerras y masivas matanzas. En las ciencias, Nicolás Copérnico y Galileo Galilei –esquivando ese saber– se animan a desandar la visión “geocéntrica” del universo reemplazándola por la teoría “heliocéntrica”, resignando a nuestro planeta a orbitar modestamente alrededor del sol como un satélite más. El evento mereció por parte de S. Freud (1917) el calificativo de primera herida narcisista de