Dimensiones como “infinito”, “eternidad” o “sentimiento oceánico” fueron desplazadas o empezaron a convivir con las dimensiones seculares del tiempo y el espacio. Esta mentalidad recibió el contundente impulso de los filósofos de la época que hicieron pie en el basamento de la razón o en el empirismo como legitimación de todo conocimiento. Fue un contrapunto complementario que debemos, entre muchos otros, a René Descartes y Francis Bacon, respectivamente, y que Immanuel Kant superará con su Crítica a la Razón Pura. Con estos cimientos básicos del pensamiento se va edificando no solo la mentalidad de nuestro tiempo sino la ciencia moderna. Como nombre emblemático en ese tópico elijo recordar a Isaac Newton, quien logra transcribir en una fórmula matemática la ley de la gravedad, inspirado en la distraída, cotidiana y banal caída de una manzana del árbol. Su ecuación no solo explica el equilibrio gravitacional entre los astros sino inaugura además la rama mecánica de la física moderna a la que debemos las alucinantes maravillas tecnológicas que conforman gran parte de nuestro confort contemporáneo.
Con ese renovado respaldo de las ciencias y el ingenio humano estimulado por ellas, la invención del telar mecánico y del motor a vapor introducen a la humanidad en la Revolución Industrial. Acontecimiento consustancial con el capitalismo como forma de producción y en consonancia con las ideas liberales proclamadas en la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” por la Revolución Francesa; sucesos que nos lanzan, según lo convencionalmente admitido, en la Edad Contemporánea.
Sin embargo, con cierta anticipación, y en el clima cultural de la Ilustración, en América del Norte ya se había proclamado la Constitución republicana de los Estados Unidos. Aún un siglo antes la “Revolución gloriosa” en Inglaterra consagraba, a través de los postulados de John Locke (1689) y luego del Barón de Montesquieu (1748), la división de los poderes del Estado; de indiscutible trascendencia en tanto sustenta el resguardo de los ciudadanos ante los posibles abusos de esos poderes. Y así, el rumbo de la humanidad da un paso más en el afianzamiento de la centralidad del hombre y sus potencialidades creativas a expensas del poder declinante de las monarquías absolutistas avaladas por la voluntad celestial. Voluntad celestial que recibe otro revés cuando Ch. Darwin (1859) publica “El origen de las especies”,8 y el hombre debe resignar una vez más su egocentrismo –Freud lo denomina la segunda herida narcisista de la humanidad– al dejar de pertenecer al excelso círculo de la “creación divina” y pasar a formar parte del reino animal.
En su progresivo avance, la Revolución Industrial demanda una innumerable variedad de oficios y roles laborales que este insaciable sistema productivo requiere. El hombre multiplica así sus alternativas laborales, y la mujer se incluye en este sistema haciéndose visible a los ojos del mundo y adquiriendo peso y mayores cuotas de protagonismo en múltiples y variados roles de la sociedad. La “competitividad” individual inherente al sistema capitalista alentó la incontenible carrera tecnológica, cuyos beneficios en la vida cotidiana y en los adelantos de la medicina aumentaron en forma hiperbólica la calidad de vida de grandes poblaciones. Carrera tecnológica que, en siniestro contraste, produjo una destructividad de eficacia inédita en las guerras que asolaron el siglo pasado y mantienen aún una amenaza latente a la escalofriante escala de la extinción misma de nuestra especie.
Los beneficios del progreso no están equitativamente distribuidos en el planeta. Para desentrañar los múltiples e intrincados recovecos que intentan explicar y acaso remediar tal iniquidad, convendría recurrir a los estudiosos de la historia, la sociología y las ciencias políticas. Lo que sí creo pertinente al propósito que guía este escrito es compartir las conjeturas que pretenden relacionar el contexto sociocultural y económico propicio a la creación del psicoanálisis, su práctica y su difusión; en tanto esta disciplina, al focalizar su atención en la subjetividad y en los padecimientos del individuo, produce un nuevo y trascendental vuelco en la evolución humana.
El psicoanálisis nació y se desarrolló en la próspera y liberal burguesía del imperio austrohúngaro9 en el recodo de fines del siglo XIX y principios del siglo XX; y se expandió rápidamente en sociedades que compartían –en más o en menos– esas características. La creciente secularización y la consecuente consolidación del pensamiento científico por una parte y la declinación de las miserias sociales por la otra permitieron la aparición en primer plano de otros “problemas de la vida”, más íntimos o personales.
Para expresarlo en forma más cruda y directa: cuando las urgencias del hambre se mitigan, emerge el amplio repertorio de los inevitables sinsabores de nuestra existencia. Entre éstos resaltaron los temas del amor y del sexo, no siempre visibles ni explícitos en tanto enmascarados por los síntomas. En el camino de desenmascararlos, esta joven disciplina se topa con obstáculos; obstáculos “inconscientes” que obligan a redimensionar la mente y desplazar de su centralidad a la consciencia; y así se constata una nueva instancia en el destronamiento del egocentrismo, a la que Freud denomina la tercera herida al narcisismo de la Humanidad. También, arriesgaría proponer una cuarta herida al narcisismo que atribuyo a las contribuciones de los psicoanalistas que fueron influenciados por las ideas de Enrique Pichon Rivière; ellos, entre quienes me incluyo, sostienen que la conducta del hombre no solo responde a los determinismos inconscientes, sino además está sujeta al presente “campo dinámico” social (Lewin, K., 1958).
Más allá de la originalidad del abordaje meramente terapéutico de la disciplina, la atención en el inconsciente y el consecuente reconocimiento de la “subjetividad” brindaron una visión tan novedosa de lo humano que repercutió en forma explosiva y de trascendencia gigantesca en la mayor parte de las manifestaciones de la vida cultural de Occidente. Esa subjetividad se va a expresar e imponer su impronta en la mayoría de los productos culturales de modo tal que se puede afirmar que el psicoanálisis en esa dimensión resultó ser una de las marcas que definen al siglo XX. Retornando entonces a los contextos favorables al crecimiento y expansión de esta disciplina hay otra evidencia insoslayable de la relación de esta con el contexto y que se registra a simple vista cuando, recorriendo el mapa del planeta, se observa que el psicoanálisis sólo se desarrolló y expandió en el concierto de las naciones prósperas y razonablemente respetuosas de las leyes, sin los férreos encorsetamientos religiosos o ideológicos. En cambio, se hace ostensible que no pudo ni puede arraigarse en los países bajo sistemas autoritarios de gobiernos ideológicamente dogmáticos o regidos por fundamentalismos religiosos.
Catapultado ya en las últimas décadas del siglo XX, y transitando las primeras del siguiente, no encuentro mejor forma de excusarme una vez más por el sesgo personal de mi visión que reproducir en forma textual las palabras de S. Sweig (op. cit., p. 451): “Obedeciendo a una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época”.
Las dos guerras mundiales del siglo XX dejaron una supurante cicatriz, imposible de soslayar en el nivel de la calamitosa degradación en que se sumió a la civilización, y de consecuencias aún más imprevisibles para el futuro de la humanidad. Mostraron la cara más terrorífica de la que se esperaba como la “promisoria” era tecnológica y se instaló la entendible sospecha de la escasa confiabilidad que goza la sensatez de los líderes que manejan sus palancas. Pero, en drástico contraste, esa misma era tecnológica también fue promisoria y, con su infinita inventiva, condujo a límites impensados las metas de seguridad, eficiencia y confort que persiguen; incrementando en forma inimaginable los más sofisticados artefactos para colmar en forma masiva no solo las necesidades básicas sino además las múltiples ofertas de recreación espiritual. Las comunicaciones son actualmente instantáneas. El transporte encogió en modo notable el globo terráqueo. Las artes –insumo nodal de esa recreación– encontraron nuevos canales de expresión como la radio, el cine y la televisión, que derramaron en forma masiva a todos los rincones del mundo sus manifestaciones. El mundo digital revolucionó la mayoría de las actividades humanas y logró los prodigios antes solo atribuidos a la “lámpara maravillosa de Aladino”. La medicina produjo increíbles hazañas para amortiguar los dolores, abordar múltiples padecimientos y prolongar la vida útil de las personas. La mujer no solo se hizo visible sino que amplió en forma notable su presencia y competitividad