además del Poder Judicial?
(PP): En la Universidad, donde era auxiliar de cátedra, y en el Instituto de formación docente, en dos cátedras más. Me sentía muy cansada, agobiada por tantas responsabilidades. Trabajar en tres instituciones implicaba, además del trabajo académico, innumerables reuniones institucionales, entrevistas, tiempo de estudio…; todo se multiplicaba por tres.
(E): ¿Y él?
(PP): Él trabajaba en el Poder Judicial. Un compañero de oficina le consiguió horas como auxiliar educativo en el Liceo Militar, pero al poco tiempo renunció. Pasó que la crisis económica del país era tal, que la cantidad de trabajo en el Poder Judicial se hizo desmedida, especialmente en los Juzgados Civiles y Comerciales, por la cantidad de embargos, secuestros y remates que empezaron a sucederse de a centenares, algo así como lo que sucede ahora; cualquier parecido con la realidad actual... no es “mera casualidad” ¡Qué país éste en que vivimos, por favor! [RISAS]. La cantidad de expedientes de Juicios Ejecutivos era tan grande, que los jueces decidieron disponer que los empleados, sólo “los empleados”, no así los funcionarios, debíamos trabajar dos horas más por día por “razones de servicio”. Nos decían que éramos full–time y que por eso cobrábamos sueldos “de privilegio”. Volviendo al relato, esa cuestión obligó a ER a renunciar al otro trabajo, por una cuestión de superposición de horarios.
(E): Y tu trabajo, ¿cómo era?
(PP): En esa época yo... como ya te conté, ya trabajaba en la Defensoría. La inflación era tremenda… Los pañales descartables pasaban de costar quinientos pesos a cinco mil de un día a otro. Los bancos bloqueaban los cajeros automáticos y no se podía sacar efectivo, el uso de las tarjetas de crédito estaba inhabilitado… Todo era un caos económico y social. Pienso y... [Suspira] vuelvo, si me lo permitís, “al otro lado del escritorio”...
(E): Si, por favor, adelante…
(PP): Muchas veces me sentí conmovida, especialmente cuando venían mujeres y me contaban que las habían despedido de las casas donde trabajaban como empleadas domésticas… Recuerdo que yo misma tenía que despedir a Elena, la señora que trabajaba en nuestra casa, porque no le podía seguir pagando más el sueldo. Ella tenía nueve hijos… Tuve que hacerlo. Fue doloroso para mí… [Baja la mirada y se hace un silencio]. Me preocupaban las tareas de la casa, “lo doméstico”, cargaba con el mandato de que esas tareas me correspondían a mí de manera exclusiva, por ser mujer. Vengo de una familia de inmigrantes... muy tradicional.
Había sido todo un logro contratar a Elena para que me ayude en casa, porque ER tampoco aceptaba que tuviéramos a alguien que colaborara con las tareas hogareñas... Decía que eso de tener “mucama”, era de “oligarcas” y, que en todo caso, se ocuparía él… Yo aún estaba amamantando, y cuando llegaba al departamento, después del trabajo, el bebé se desesperaba por tomar teta. Me encantaba ese momento… quedarnos ahí mirándonos a los ojos… Me hubiera gustado quedarme todo el tiempo con él, no salir a trabajar como lo hacía … Me gusta estar en casa, siempre me gustó. No encuentro diferencia entre las descalificadas tareas, mal llamadas “domésticas”, y las “profesionales”.
Un día alguien me dijo: “...que buen padre es tu marido, lo veo todas las tardes pasear en el centro con el bebé en el carrito...”, y me enojé mucho.
(E): Enojo... ¿Por qué?
(PP): Llegaba de trabajar o de cursar, en ese momento Psicología Social, ya de noche, y nuestro hijo estaba bañado, ya había cenado y estaba listo para ir a dormir, o ya dormido… Me daba mucha rabia porque yo quería hacer esas cosas... Me pasaba todo el día trabajando afuera de la casa para pagar deudas de cuentas que ni siquiera yo generaba. A él, le gustaba el buen vivir, los buenos vinos, la ropa elegante... En cambio mi ropa la cocía, la tejía, la confeccionaba, yo misma. No sé de dónde sacaba tiempo para hacer todo aquello que como madre, estudiante, mujer, profesional, ama de casa y militante hacía. No... ¡no sé cómo podía hacer todo lo que hacía! También cosía la ropa del bebé. Muchas veces estando en la oficina, pensaba ¿Qué voy a hacer de comer al mediodía?... ¿Qué había que comprar en el supermercado? ¿Qué había en la heladera y qué no...? Pensaba también en la pila de ropa para lavar y para planchar… y ni hablar de cuando mi hijo estaba enfermo... Si bien mi madre se ocupaba de cuidarlo, estando yo físicamente en la oficina... mi cabeza estaba en otro lugar; era inevitable.
(E): ¿En qué espacio militabas?
(PP): En aquel tiempo participé activamente en la Asociación de Empleados Judiciales, hoy, Sindicato de Trabajadores Judiciales del Chubut, SITRAJUCH, y en la Universidad, era miembro del Consejo Departamental, en el Consejo Superior en representación de los graduados. También fuí, hasta hace poco tiempo, miembro del Consejo de la Defensa Pública; un organismo de participación en el que se delinea la política institucional.
(E): ¿Y qué hiciste con aquel enojo que referías antes?
(PP): Primero, fiel a los mandatos, toleré; toleré, toleré y toleré. Tiempo después mi analista me decía que tenía los umbrales de tolerancia demasiado amplios... [RISAS]. Traté de hablar con ER, quería plantearle lo que me pasaba, lo que sentía, tenía miedos… hasta que un día me animé y su respuesta fue tremenda, me dijo: “de qué te quejás…, si tenés tres trabajos y yo no puedo conseguir ni siquiera uno… Acá está todo hecho cuando volvés, él bebe está listo para dormir...”. Hablábamos en lenguajes diferentes. Yo le pedía ayuda, le pedía que buscáramos juntos soluciones alternativas…, pero él no lo entendía, daba vuelta las cosas de manera que el problema siempre era yo. Así lo sentía en aquel momento.
Una de las largas noches de charlas interminables que teníamos, me dijo que estaba en medio de una crisis vocacional y que no estaba cursando la carrera, que iba a la Universidad pero no entraba a las clases, que no quería seguir estudiando...
Estuve despierta toda la noche. Recordaba a una mujer, en una entrevista del día anterior, que me planteaba que el hijo de dieciocho años, no quería estudiar y no sabía qué hacer; me pedía que lo citáramos para hablar con él…, que le dijéramos que sin estudio no tenía futuro… Esto era casi la misma película.
(E): ¿Por qué “casi”?
(PP): Porque él no era mi hijo: era mi marido. Y me estaba poniendo en un lugar que yo no quería ocupar. Le propuse que hiciera terapia, pero sus tiempos de decisión eran laxos… Y su constante indecisión de entonces, me provocaba enojo. No tenía alguien en quien confiar, un apoyo, alguien que me escuchara y que me comprendiera… Me sentía sola. No encontraba respaldo y me empecé a asustar… Para peor de males, estaba siendo acosada laboralmente por un superior…, y todo era confuso, caótico; todo estaba muy enredado en mi vida. No quería seguir más así... Tenía miedo de contarles a él y a mi familia lo que me estaba pasando...
[Hace una pausa]
Una mañana estaba tomando una entrevista de admisión a una pareja para un divorcio de mutuo acuerdo y en medio de la entrevista tuve un ataque de angustia. Me tuve que parar e ir al baño a llorar porque el relato de esta pareja se trataba de lo mismo que yo estaba viviendo en mi casa. Me lavé la cara con agua fría y volví a mi escritorio a seguir la entrevista “como si nada hubiera sucedido”, como una autómata. Me daba miedo convertirme en eso... Una de las funcionarias que estaba a cargo de la oficina me decía: “tenés que ser más fría, es solo un caso más…! hay otros diez o quince para atender ahí afuera!” ¡Era tremendo! Una deshumanización total.