Juan Guillermo Gómez García

Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953


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etc.”.15

      Ya desde el Renacimiento se puede constatar “la fuerza del interés espiritual y cultural, que logró unir en una comunidad nueva los diferentes elementos pertenecientes a los más diversos círculos”.16 Esto produjo acercamientos de nacionalidades, clases y profesiones diversas; abrió expectativas de participación común, activa y pasiva, en los pensamientos, los conocimientos y las actividades, de variadas formas y clasificaciones inéditas hasta el momento. Reinó la idea de que ciertas personalidades distinguidas pertenecían a la mencionada comunidad ideal, idea que fundamentó una nueva jerarquía acatada por los hombres de poder, por “un nuevo análisis y síntesis de los círculos, por decirlo así”.17 Todo ello señaló un espíritu independiente, de orgullo y cosmopolitismo: “el criterio de la intelectualidad pudo funcionar como base para la diferenciación y formación de círculos nuevos”.18

      Las agudas observaciones de Simmel sobre el estrato intersticial de los intelectuales en la Europa moderna, cuyos rasgos no se han borrado del todo en el siglo XX, nos vienen como anillo al dedo para tratar de brindar explicación a la vida intelectual de Gutiérrez Girardot. La complejidad de contactos con círculos académicos, intelectuales y estéticos, con selectos miembros de la filosofía, academia y artes literarias, procedentes de diversos contextos nacionales, se efectuó no solo por su peculiar genio o mal genio, sino porque justamente esos contactos liberaron su personalidad tanto a afinidades íntimas como a rechazos vehementes, no menos extendidos y complejos. Esto determina en Gutiérrez Girardot, para volver al análisis clásico de Simmel, una “subjetividad nueva y más alta”.19 En efecto, esta complejidad de factores convergentes en una misma personalidad la afectan con cualidades como la mayor desenvoltura, pero igualmente con vacilaciones que multiplican los conflictos y crean un dualismo desgarrado. Sin embargo, ello también es efecto y parte de una personalidad singular, con las pugnas negativas, pero con los horizontes multiplicados y enriquecidos por estos debates interiores y exteriores.

      “El biógrafo cae en la mentira, en el encubrimiento, en la hipocresía, en la ocultación e incluso en el disimulo de su propia falta de comprensión, pues la verdad biográfica no puede alcanzarse, y si pudiese alcanzarse, sería inservible”, escribe el implacable Freud sobre un género histórico del que desconfiaba profundamente.20 De este modo, la biografía era un documento mendaz, uno que develaba la impotencia del biógrafo y que no diría ni podría aclarar, en suma, nada del biografiado. Nada más alentador que estas palabras lapidarias del padre del psicoanálisis para desenredar la trama metodológica que pueda justificar una empresa a la que hacemos cara, pese a la incomprensión y oposición generalizadas.

      Freud se refería a un modelo de práctica historiográfica que llamó en su momento el sociólogo de la literatura Leo Löwenthal “moda biográfica”. Un género que se hizo muy popular en los años de la República de Weimar y que catapultó la fama de autores como Stefan Zweig y Emil Ludwig. La biografía exaltaba la genialidad de su héroe y hacía de él un modelo de virtudes sobrehumanas que iluminaban toda una época y daban consuelo en aquellos años tenebrosos y sombríos. Estos eran los años devastadores de profunda crisis, en los que la masa de nuevos lectores, sin un gran bagaje cultural, se volcaba ávida al consumo de una literatura histórica que el mismo Löwenthal comparaba con un bazar oriental: venta de pócimas de grandeza, genialidad y superheroísmo en dosis impúdicamente baratas. Estas baratijas biográficas hicieron época.21

      Tras la biografía, como género en auge en la época de entreguerras, se escondía algo más que la voluntad de trivialidad que hizo tan abrumador el éxito de autores como Zweig. Ella ocultaba las sombras del presente con el luminoso ascenso histórico de la burguesía, al menos desde el Renacimiento. Con este género y estos magníficos ejemplares del pasado (Da Vinci, Lincoln, Hölderlin, entre otros), se caía en la tentación de denunciar la decadencia del presente. El mundo histórico de la burguesía caía despedazado por la Primera Guerra Mundial, el “mundo de ayer” se derruía abruptamente, y la biografía del genio o del artista genial complacía a lectores poco exigentes que consumían literatura de entretenimiento con el ánimo de escaparse de las consecuencias negativas de esos años sombríos, hambrientos, inflacionarios, revolucionarios e inciertos. El genio salvaba a las masas de su sórdida existencia, hacía que el anónimo súbdito, que se sentía como el ratón Jerry permanentemente en fuga ante la persecución del gato malvado Tom (la serie fue creada justamente en el incierto año 1940), tuviese la proyección fantástica de su yo, concluía Fromm.22 La biografía del genio, que encubría y disimulaba la incomprensión, como resaltaba Freud, fue una típica factura de la cultura de masas, un género histórico fácil, cómodo y complaciente.

      Lo que no cabía en la cabeza de Zweig, y por ello se convierte en un oportunista ideólogo del pasado burgués, es que, si el presente era una ruina, era porque el pasado lo había generado así. En realidad, nada de ese pasado valía la pena salvar como firme valor o consuelo. La miseria del presente era la del pasado; “todo documento de la cultura —escribía Benjamin— es un documento de la barbarie”.23 Y una fuente histórica también lo es. La discontinuidad, que fervorosamente alentaba Zweig con sus biografías de ventas elevadas cual pirámide hasta el cielo, constituía una trampa astuta.

      La biografía quiso salvaguardar los valores en ruinas de la burguesía en la época de entreguerras; sus autores volvieron la vista con el deleite falsificador de un pasado feliz, orgulloso y espléndido, que servía de telón retrospectivo de una clase burguesa en ascenso. Esta, junto con la modernidad, iba de la mano de los grandes hombres. De ahí que el biógrafo se convirtiera en un versátil notario de ese esplendor del pasado y de la miseria del presente, y de ahí que viera la necesidad de hacer coincidir la genialidad artística, el producto exquisito artístico, con la grandeza incondicional del personaje biografiado. Ese modelo era especular, una ilusión histórica inalcanzable, un pozo de consuelo y, finalmente, una invitación soslayada de inacción política.

      En el clima enrarecido del siglo XX, la disonancia entre autor, obra y nación no es solo exigida, sino un presupuesto, pues este siglo ya no cuenta con una filosofía de la historia; es decir, en un siglo en que el “progreso indefinido de la humanidad” fue burlado, tratar de ensamblar las fichas de obra, vida e historia nacional en un brillante complejo armónico resulta una mala jugada epistemológica.24 El autor se juzga no por su curva satisfactoria entre nacer, crecer, desarrollarse, madurar y morir, sino más bien por la permanente bifurcación de caminos, bifurcación que al paso crean las tradiciones culturales en disolución y mutación violenta, las instituciones no siempre estables ni venerables, las sociabilidades frágiles y emergentes, las situaciones extremas y volátiles, y las periodizaciones líquidas y advenedizas. El siglo XX, al destruir el principio de esperanza, o al reconfigurarlo de un modo tan equívoco y condicionado, hace de la biografía, por un lado, una tentación fácil y consoladora, como en el caso del rutilante y trivial Zweig; por otro, hace una forzada caricatura del individuo biografiado, de su época y del tour de force de la narración. En otras palabras, una triple falsificación de época. La intrincada narrativa que tiende a esta armonización de individuoobra-historia resulta menos que un puzzle para armar y desarmar constantemente.

      La filosofía de la historia de cuño ilustrado, la del “progreso indefinido de la humanidad”, y su consiguiente la filosofía hegeliana de la historia, tocaban su fin, y con ello también el fin de la concepción de las grandes individualidades, encarnada para la burguesía alemana, tipológicamente, en el ya mencionado autor del Fausto. El resultado fue el nazismo; la cereza del pastel envenenado, los campos de concentración. Es en este sentido que Adorno, quien tuvo que padecer el exilio en los Estados Unidos, como muchos de los intelectuales judíos, escribió: “La identidad del hombre, que el análisis afirma como principio central del individuo, no existe en absoluto en la situación actual”.25

      “Todo documento de cultura es un documento de barbarie” proviene del famoso escrito “Sobre la historia”, de Benjamin, en el que había ideado una metodología adecuada para el nihilismo del siglo XX. Se trata de los fragmentos que Benjamin redactó