Juan Guillermo Gómez García

Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953


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suponía la muerte de la historia, atrapada en el utopismo programado que ella contemplaba; de ahí su idea de la irrupción del instante kairós. No conozco un consecuente continuador de todo ello entre nosotros, ni le atribuyo mis miles de líneas, más bien tributarias del método más groseramente positivista. Con todo, las notas furtivas de una filosofía benjaminiana de la historia deben seguir escribiéndose.

      A Benjamin no le tocó la tragedia de los campos hitlerianos de concentración, pero la previó. Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración escribieron la siguiente frase en contra del desencantamiento de la racionalidad ilustrada, la cual aspiraba a distinguirse como pensamiento “en constante progreso”: “la Ilustración es totalitaria como ningún otro sistema”.26 La filosofía de la historia del progreso continuo de Condorcet, la cual heredaron Comte y los utopistas como Saint-Simon, Fourier y Cabet, o Bakunin y Marx, sucumbió al horror previo de la hecatombe de la República de Weimar, al preludio sinfónico de Hitler. La decadencia de Occidente, del maldadoso Spengler, hizo su miserable labor de zapa: fue una verdadera Circe de la filosofía de la historia. Parece poco andar más. Las ciencias del espíritu deben resistir a su matematización. Por eso, hacer historia de resistencia después de Hitler no es solo un deber político, sino un reto enorme a la imaginación incómoda: no sucumbir al menester truculento del documento llano, sino reaccionar a él a tiempo, de modo que cada palabra sea su contraria, una contrapalabra. Dicho de otra forma, escribir un libro es siempre escribir su contrario; al menos, pedir su complemento. Hay desamor trágico porque hubo un previo amor encendido; un odio encendido. Pero las consecuencias radicales de todo esto escapan a estas débiles fuerzas argumentativas.

      La biografía, concebida como la brillante y tenaz continuidad de una vida ilustre, como reflejo o eco sinfónico del medio, con voz propia y partitura auto-genética, refrena la crítica negativa de la posibilidad, todavía abierta, del silencio rebelde. La biografía clásica del genio es el mundo al revés: el esfuerzo por darle coherencia al individuo biografiado, al medio y al lector, y así satisfacer la incertidumbre del público con la radiante perspectiva de una vida llena de sentido, valor y plenitud. Este es el riesgo más que frecuente de identificación entre autor, obra y medio que satisfacía a la conciencia burguesa alemana, como fue el caso de la identificación entre la genialidad de la obra inmensa de Goethe (son más de cien volúmenes en la edición de Cotta) y el real Júpiter de Weimar durante el siglo XIX. Este riesgo, que, además, es síntoma de todo un mundo cultural, no solo debe ser eludido, sino que en el contexto actual colombiano resulta evitable porque esta presión ideológica de la tradición cultural burguesa no gravita casi en ninguna medida entre nosotros. La misma formación de la nacionalidad colombiana, por lo demás tan contrahecha, no estimula esta falsa exaltación de tono imperialista. Lo que subyace en la tendencia biográfica denunciada con tanto énfasis por Adorno corresponde a una identidad no solo del sujeto y la obra, sino de ambos con la nación en irreversible ascenso. Esta es una conciencia falsificada de su desarrollo positivo hacia un clímax y paroxismo burgués-patriótico. En Alemania, de nuevo, se llama Goethezeit, y se puso en tela de juicio en esa nación solo tras la derrota de la Primera Guerra Mundial, la huida de Guillermo II, el Tratado de Versalles, el ascenso de Hitler y, por supuesto, los campos de concentración nazi. Este no es nuestro caso colombiano.

      ¿Dónde acaba lo intelectual y dónde empieza lo que no lo es? ¿Quién y cómo traza la raya entre una biografía y una biografía intelectual? ¿Qué habilita esa separación que se puede tomar como un capricho de moda, una arbitrariedad insostenible? ¿No es el hombre una unidad de cabeza a pies, señalada por la línea descendente del corazón? ¿Cómo cercenar los sentimientos, la vida amorosa, pasional, afectiva y moral del hombre de su naturaleza intelectiva, de su ser intelectual? ¿Es posible, pues, la historia intelectual y, si es así, en qué podría consistir?

      La historia intelectual no traza una línea imaginaria y absurda entre las neuronas como generadoras de ideas, discursos y representaciones, y los otros aspectos de la vida que sentimentalmente se llaman humanos. Entre la proyección autoconsciente del biografiado que se considera intelectual, que escribe, piensa y organiza su vida como intelectual, y las otras funciones, desde las biológicas hasta las sexuales, que pueden hacerlo indiferenciado sociológicamente del resto de sus congéneres y contemporáneos, este tipo de historia privilegia lo primero a manera de corte analítico (por carnicera que sea la metáfora). La oración “este hombre produce un ensayo”, con su connotación múltiple, no es indiferente culturalmente a decir “este hombre está enamorado”. La vida intelectual se construye a partir de una decisión en gran medida consciente, compromete la intimidad subjetiva racional y se despliega en un hilo de tiempo que suele coincidir con la vida del biografiado, aun en el caso de que este, por razones también sociológicamente verificables, como el ascenso de clase abortado, decida odiar su talante intelectual y se declare un antiintelectual, que es, en esencia, un intelectual antiintelectual.

      La actividad intelectual es una vieja práctica, o una tan antigua como la condición humana. Es decir, la activación de la masa cerebral para descifrar simbólicamente el mundo, la naturaleza y el hombre (en Grecia nace con los presocráticos, como hito inaugural de la filosofía occidental) puede diferenciarse históricamente de la vida intelectual como fenómeno de la tardía modernidad europea (el científico y profesorado universitario, par excellence). Cuando la inteligencia socialmente selectiva restringió su saber, en virtud de exigencias científicas, sociales e institucionales, y en favor de su propia protección y sus privilegios; cuando traicionó los postulados, en principio ilímites, de la vocación intelectual, al mismo tiempo se condenó a que otras capas y sectores sociales, hasta entonces por fuera de la producción intelectual públicamente activa, disputaran con propiedad las formas y los medios de producción de representaciones intelectivas. Esto se hizo posible y universalmente visible a partir del afamado caso Dreyfus en Francia, al declinar el siglo XIX.27

      El intelectual, pues, nace en medio de una opinión pública ensordecida y polarizada, y pone en práctica un activismo grupal que decide sobre una masa de lectores a la que no le es indiferente la sustancia del debate político que allí se pone en juego. El intelectual, identificado con el activismo vindicativo de Zola, y luego con el del Sartre de ¿Qué es la literatura?, emerge en esa batalla de ideas, construye sus argumentos, hace del ensayismo un arma cortopunzante suficientemente aguda, mordaz y mortal, y se postula como paradigma de la dignidad nacional. El eco de esa protesta, del “yo acuso” en contra de la corrupción nacional que destituye y encarcela al capitán judío Dreyfus, obra de modo inmediato y hondo, como si no hubiera resquicios para mantener los hombros en alto y decir: “todo ello me importa un carajo”. Este compromiso de la opinión pública, aunque siempre hay una ausencia de opinión pública que también labra su contraparte, es un síntoma de politización de las masas, donde se encuentran profesionales desempleados e inconformes dispuestos a vengar las injusticias, a identificarse con el valiente credo de los intelectuales.28

      El intelectual zoliano crea también el intelectualismo antiintelectual (Barrés, Maurras y la ultraderechista Acción Francesa), que se postula a sí mismo como defensor de la patria y los valores de la tradición nacional. La vieja lucha del siglo XIX entre jacobinos y ultramontanos, que podría tener su mismo origen en la Revolución Francesa, se reedita en un contexto de sociedad de masas. Para el caso de las masas del siglo XX, estas no solo han profundizado la crisis del parlamentarismo burgués por participar de la vida electoral eligiendo a sus representantes no burgueses, sino que se han alfabetizado casi universalmente y de un modo peligroso: se han vuelto politizadas y alfabetizadas, han creado al intelectual proletario. De este modo, han adquirido un nivel de conciencia de representación política y cultura intelectual antes a ellas negado, y propenden a una representación inédita, no meramente nominal. Como lo estudia Sorel en Reflexiones sobre la violencia, son masas que hacen del activismo protestatario de calle un mito auto-gestativo de su nueva identidad de clase.

      La historia del intelectual en el siglo XX es increíblemente rica, variada y confusa. La Primera Guerra Mundial, como vimos, abrió un foso en la confianza hacia la razón, la ciencia y la universidad para gobernar el mundo. No solo el proletariado activo y los múltiples movimientos sociales de mujeres,