dar pautas siempre posibles, en trazar las líneas básicas y comprensivas de una trayectoria hipotética e hirsuta, que está entrecruzada de datos positivamente documentados y conceptos que proceden de los datos, y en seguirlas hasta agotar la veta, como en un socavón de mina profunda. Pero adentrarse en este, palpar las vetas fecundas y examinar las rocas inertes es una aventura intelectual por sí misma, un juego de fantasía, desgaste, resistencia e imaginación. Sumergirse en la vida de otro, en este caso, de un “ilustre muerto desconocido”, como decía de sus indagaciones de la literatura colonial Juan María Gutiérrez,34 descifrar las líneas evidentes y las escritas en tinta invisible, es un desafío abismal, casi un desafuero cognitivo.
¿Qué podríamos saber a ciencia cierta del otro, del muerto, del fantasma titilante que se nos presenta y se nos escapa a cada instante, que juega con nosotros, huye y vuelve a emerger cuando estamos al borde de desistir de perseguir la sombra? ¿Creen acaso que los documentos no hablan y al tiempo enmudecen, que se leen en el día y no resurgen en los sueños en la noche, en medio de pesadillas, o que son papel húmedo, muerto, unidireccional? ¿Acaso no es posible que esa familiaridad de lo mismo con lo mismo no desemboque en una esterilidad deprimente? ¿A partir de qué punto emerge la pregunta, el problema que guía la investigación? Sabemos, pretendemos y afirmamos un asunto. La pregunta, que es el punto de partida de toda investigación histórica, y por tanto la biografía intelectual es, en principio, una ciencia empírica, surge del reconocimiento de lo que se sabe y de lo que se desea saber y está en la oscuridad. Cada descubrimiento invita a indagar más lo conocido, en una dirección hasta ahora no cuestionada. Un “círculo de niebla”, como dice Droysen en su afamada Histórica,35 rodea nuestras representaciones del mundo del pasado, pero es cuestionado en el momento singular en que lo recibido no satisface nuestra curiosidad, en que ella reacciona contra lo ingenuamente recibido. Esa reacción recibe el nombre de duda, busca examinar lo recibido como fe para ser reaprendido.
Todos podemos afirmar que la vida histórica está en nosotros, que somos simple memoria ardiente. Parcial y subjetivamente, esto es una realidad. Nuestra existencia es una proyección de nuestros deseos y frustraciones, y hacemos de la escritura histórica reclamo y reivindicación, es decir, justicia y medio falsas demandas, presentándonos en el colmo del púlpito de la época como árbitros imparciales del pasado. Acumulamos, ordenamos, seleccionamos y analizamos las fuentes; decidimos qué decir, omitir o velar, por mérito, audacia, pereza, poder o maldad de clase, género, raza y partido (este es el quid de la historia oficial; entre nosotros, desde Henao y Arrubla, hasta… ¿quién?). Es un problema determinar el relieve, y por ello se puede llegar a preguntar si esto al fin es novela o ciencia, pues una novela contiene elementos incontrolables que desacreditan la postulación científica del trabajo, pero la técnica narrativa, en caso de dominarse, también contribuye a precisar el objeto científico. En cualquier caso, hay que ordenar discursivamente las fuentes, darles forma y cuerpo, como hace todo paciente y soberbio historiador, que ante ellas se emociona de modo onanista. De ahí que toda genuina historia es una potencial novela, una de non-ficiton, y no hay poder para dirimir el deslinde entre lo objetivo y lo caprichoso, entre lo épico y lo cómico, aunque siempre tengamos un manual metodológico para evitar esta grotesca contrariedad. En suma, hay que construir, reconstruir y destruir en un ciclo continuo de indecisiones.
¿Qué se construye, reconstruye y destruye? Se debe dejar que los otros hablen, que los restos existentes, al decir de Droysen, o las fuentes (ensayos, entrevistas, cartas, fotografías, etc.) hablen por nosotros y nos entreguen ese otro: el pasado en su desnuda mudez, lo que no somos y lo que somos ahora. Porque esas fuentes nos hablan y nos interrogan, nos ocultan y sugieren, en forma necesariamente fragmentaria y discontinua; porque el pasado no es el presente, aunque vive en él. Un juego de la máquina incontrolable del tiempo, que debe pasar por el telos de una comunidad ideal. Porque hay una angustia existencial y casi una falta de consideración y respeto en la tarea investigativa de hacer surgir de los documentos muertos y mudos a un ser con vida propia. Por supuesto, todo investigador social podrá argüir esto o algo semejante en sus trabajos. ¿Cómo darle vida a un sindicato, un movimiento social, una región, un partido político, una corriente literaria, una nación o un continente? ¿Cómo operan los que hoy se atreven a hacer historia universal, en contra de todo pronóstico y con un éxito comercial que apabulla? Todos estos, al fin y al cabo, son sujetos históricos que se deben individualizar, caracterizar y tipificar en el curso de un lapso determinado, en una cronología y periodización adecuada. Sin embargo, la biografía intelectual corre el riesgo más agudo de la sobreidentificación con su objeto de estudio por el carácter personal, individual y aparentemente más concreto que se estudia. Endiosar o heroizar al biografiado es una tentación que parte del ego del mismo investigador: queremos ser o al menos sentimos que somos aquel individuo sobre quien escribimos, nos proyectamos en él y deseamos darle un perfil idealizado, como compensando nuestras deficiencias y frustraciones proyectivas en el otro ideal. Queremos y deseamos, pues, darle un carácter abstracto unitario: un dios terrenal. Una labor que tiene que ver más con la exaltación teológica que con la ciencia social moderna.
Pero invoquemos una nota autobiográfica para eludir de una vez el riesgo de identificación entre biógrafo y biografiado, entre biografía y autobiografía del supuesto biógrafo. Gutiérrez Girardot nos invadió en nuestra juventud, se metió en cada una de nuestras neuronas de estudiantes de Filosofía en la sede bogotana de la Universidad Nacional, acaparó y monopolizó cada una de nuestras apasionadas discusiones durante semestres y años en que formamos una secta de cuasifanáticos, de iluminados provocadores y de marginados a nuestro placer. Hicimos de la irreverencia una profesión cercana a la pedantería. Esto era algo natural, casi lógico, en un país atroz donde la desesperanza y las malas pasadas eran el pan amargo de cada día. Un país que odiábamos a fondo, por su orquestada capacidad de humillación y desamparo a que somete a su mayoría desde que Colón pisó por primera vez una playa americana. El rencor personal era un trasunto del rencor y la desesperanza de todo un continente, de cinco siglos de horror, violencia e injusticias sin par. Nadie esperaba nada de nadie, aparte de la puñalada en el riñón. Esta era la razón de una sobreidentificación con el monstruo Gutiérrez Girardot, que iluminó y dio calor vital a nuestra existencia de pobres estudiantes en la edad más febril.
En una expresión, fuimos como una secta saint-simoniana minúscula, que, antes de haber leído a Saint-Simon o a Cabet, conspiraba para cambiar el mundo. Unos utopistas tardíos. Nuestro père era José Hernán Castilla, pero nunca logramos, en el curso de las décadas, tener a nuestra mère. No salimos como los extraviados hijos del gran Saint-Simon al Medio Oriente en busca del ideal femenino, no tuvimos la suerte de ser leídos por Goethe, Balzac o Heine, ni fuimos los banqueros de Napoleón III; pero sí adoptamos, como toda secta, costumbres y lenguaje típico que nos aislaron del entorno, nos dejaron como parias en el mundo social. Como tales afirmamos, en forma cada vez más extravagante, los ademanes sectarios, las formas de una colectividad pequeñísima que se siente y se sabe dueña de la verdad, el camino y la vida. No éramos tan ingenuos para creer que sin partido radical, sindicato revolucionario o movimiento de masas podríamos hacer la revolución, pero confiábamos imperativamente en que solo de este modo nos liberábamos de lo más absurdo. Éramos semidioses truncados, de derrota en derrota. Si viviéramos otra vez, repetiríamos nuestra manera extraña de ser, en el encantamiento de esa soberanía cognitiva que, como a cierto personaje de Cien años de soledad, nos hacía levitar ante el altar.
Algo todavía queda de esa semilla que nos hacía creer muy especiales e imbatibles. Sin esa convicción de fondo, esta biografía de Gutiérrez Girardot sería un trámite nada más que burocrático, una rendición pasiva al mundo de nuestra vida universitaria, en uno de sus sórdidos aspectos. La devoción, que por definición implica vasallaje, era para nosotros la forma alegre y ágil de nuestra libertad de saltar a los matones de nuestra diaria realidad. Así descargábamos toda nuestra furia moral en el escupidero sin fondo de la vida nacional. O lo presuponíamos… La actitud teorética que implica retar el mundo y negarlo era la típica actitud cognitiva de valor absoluto sobre todas las cosas, la cual se traducía en un ajuste de cuentas diario contra todo y contra todos. Borrosa quedó la pregunta sobre el riesgo del escepticismo estéril de esa actitud y sus posibilidades de automutilación intelectiva. Esta vida afectada no era, sin embargo, un juego irónico, sino una descarga incondicional con visos de