Juan Guillermo Gómez García

Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953


Скачать книгу

en Colombia, especialmente los periodísticos, dirigidos a El Espectador de los Cano o La Prensa de los Pastrana, o las cartas dirigidas a José Hernán Castilla y a mí, eran textos venerables que no hacían sino enardecer el pathos desencadenado. Estos textos eran bendecidos una y otra vez con la lectura, la exégesis, la relectura y la divulgación, actos reiterativos en los que confiábamos para mejorar el mundo, para redimir de la postración al país. Adoptamos los ademanes lingüísticos, el estilo; hicimos propia la jerga como grito de combate. Nos figurábamos que él había hecho su sello irreconocible de “Mi defensa” de Domingo Faustino Sarmiento: “Yo he excitado siempre grandes animadversiones y profundas simpatías. He vivido en un mundo de amigos y enemigos, aplaudido y vituperado al mismo tiempo”. Eran y siguen siendo sus juicios fulminantes, su capacidad de herir a fondo con el bisturí de su ensayística, sus intensas imprecaciones y diatribas lo que más nos cautivaba; por supuesto, esto no es lo único ni lo más fundamental de su personalidad intelectual, pero sí algo imprescindible e indisociable.

      Toda esta pasión se tradujo en Hispanoamérica. Imágenes y perspectivas de 1989, hasta ahora la mejor antología de Gutiérrez Girardot, según especialistas como Carlos Rivas Polo. Editada por José Hernán Castilla, pudimos publicarla gracias al decidido apoyo del doctor Jorge Guerrero, propietario de la editorial Temis. Gustavo Zalamea Traba, diseñador en esa época de La Prensa, distinguió la portada con una litografía (expresaba así su gratitud por la amistad que unió al antologado con la connotada crítica de arte Marta Traba, trágicamente desaparecida en 1983). Durante los dos años de elaboración del librajo, cada martes Jorge Guerrero nos invitaba a José Hernán y a mí a almorzar en el Restaurante Internacional, sito a espaldas de la Universidad del Rosario. Como estudiantes al garete, los tres platos nunca nos defraudaron. Estas invitaciones semanales eran más bien un festejo, una dichosa manera de enterarse, por boca del agudo jurista, de los más picantes chismes de la Bogotá del presente y del pasado (son inolvidables sus recuerdos de Gaitán, de Osorio Lizarazo, de Sanín Cano y de la mezquindad de Eduardo Santos).

      La antología era el empecinado esfuerzo de José Hernán Castilla para darle al ensayista el puesto merecido, pero regateado en la parroquia colombiana. La concepción tan elaborada del libro, la disposición y la selección de los ensayos, la escrupulosa y detectivesca bibliografía, desde las primeras contribuciones en prensa, hacen del libro un clásico de las antologías de la crítica literaria colombiana. Un raro y bello ejemplar bibliográfico, no fácil de adquirir hoy. Muchos años después, en la noche del 8 de abril de 2010, y con las intervenciones de Carlos Gaviria Díaz, Fabián Sanabria y Luca D’Ascia, se presentó en el Auditorio del Centro Cultural García Márquez el homenaje de la revista Anthropos, “Rafael Gutiérrez Girardot. Un intelectual crítico y creativo de las tradiciones hispanoamericanas”.36 No le faltó razón al amigo tolimense al decirme entonces, en la mesa y en voz baja: “Yo fui el descubridor de Gutiérrez Girardot”.

      Fuimos, pues, los abanderados oficiosos, los agitadores de esquina, los perros falderos de Gutiérrez Girardot, como nos encantaba que nos dijeran. No nos frustraba que la literatura crítica que llegaba a nuestras manos se contrajera a un impacto tan difuso y de menor escala; por lo contrario, como nacidos para el apostolado utópico guterriano en la deshecha Colombia, aquello nos producía el efecto inverso: magnificábamos y asíamos semejantes páginas por ese carácter reverencial y salvador, por la calidad incanjeable que les atribuíamos y que de algún modo no hemos dejado de atribuir en el curso de las cuatro últimas décadas. Con los años, la pasión y el fervor no tienen por qué haber disminuido y, más aún, se acrecientan también a placer. Tratar ahora de hacer el falso ejercicio de distanciarse, de objetivar y neutralizar al monstruo, no es matar al padre, sino un intento absurdo de autonegación. No hay necesidad de hacer una enmienda tras décadas de supuestos extravíos, porque al menos deseábamos acertar y vincular ese acierto con una redención colectiva que todavía no se ha producido. Esa espera está siempre allí, inconfundible, inextinguible. Hay, sí, una distancia entre el hoy y la pasión y fervor juvenil, pero tratar de enmendarse de un vicio tan consustancial, como la dependencia a la heroína, es una falta de respeto consigo mismo y un proceso kafkiano en que uno es a la vez víctima, demandado, juez, fiscal y segunda instancia.

      ¿Es la biografía una autobiografía “de sustitución, un juego de papeles disfrazados”, como afirma el prolífico Lacouture?37 Parcialmente, no. El rasgo de empatía con Gutiérrez Girardot se cuenta entre los resortes últimos de motivación de su biografía intelectual, como queda dicho, pero no determina ni asfixia la distancia crítica, la modelación proyectiva final del trabajo. Su biografía intelectual no parte de la fascinación por buscar a un héroe padre, un esfuerzo psicológico personalizado por rendir homenaje póstumo a un mártir postergado de nuestra república de las letras. La empatía se encauza más bien en un amplio propósito académicouniversitario por restituir en el flujo dinámico de nuestra historia intelectual latinoamericana y colombiana a uno de sus personajes más representativos del siglo XX, quien justamente desarrolló su amplia labor para proporcionar un sólido piso histórico-social a nuestras letras continentales, desde la Colonia hasta el presente. El “juego de papeles disfrazados” que puede haber en ello significa solo que hay una tradición universitaria propia que debe ser potenciada y que en él puede encontrar un buen comienzo. Es esto lo que nos precave o nos debe precaver de hacer de Gutiérrez Girardot y de todo intelectual una biografía de arrebato. El biografiado representa y debe significar, para este caso, un tipo histórico-sociológico muy diferenciado.

      Careció Gutiérrez Girardot de la mano caritativamente oportuna de un colega e íntimo amigo que preservara su memoria, como sí la tuvo en su instante el legendario Lessing en el filósofo Mendelssohn: este concibió el propósito de trazar un cuadro biográfico que lo resaltara entre sus contemporáneos, según indica Dilthey. Todas las líneas que tenemos de los amigos contemporáneos de Gutiérrez Girardot son de ocasión, episódicas, incursiones incipientes y parciales. Así que partimos solo de modestos despliegues que, con todo, son estímulos de una camaradería condicionada entre los discípulos de Gutiérrez Girardot: los trabajos pioneros de José Hernán Castilla, Carlos Sánchez, Edison Neira, Juan Carlos Celis, Selnich Vivas, Rodrigo Zuleta, o los más recientes de Carlos Rivas, Diego Zuluaga, Ana Jaramillo, Andrés Quintero, Andrés Arango, es decir, aquellos inquietos que asumieron una tarea medio despreciada, medio incomprendida, pero decisivamente provocativa. Dicho de otra forma, esta reflexión metodológica es también un lugar de reencuentro entre el biógrafo y sus amigos, condiscípulos y alumnos, a todos los cuales debe tanto y en cuyo círculo eventual de discusiones, y malentendidos, todos tratamos de aprender de todos. Para quien conoce la naturaleza humana, no parece necesario agregar que algunos hemos dejado de hablarnos, que ya no queremos saber unos de los otros, mientras que otros, por supuesto, consolidamos a diario el increíble sueño humano de una amistad inalterable.

      Ha habido grandes altibajos en la recepción de Rafael Gutiérrez Girardot en Colombia. Carlos Gaviria Díaz, con ocasión de la presentación del homenaje de Anthropos, recordaba que el artículo de Borges publicado en Mito en 1962 lo leyó entonces en su despacho de juez de provincia; siguió la antología El fin de la filosofía y otros ensayos de 1968, la primera en su larga trayectoria, preparada por Darío Ruiz Gómez y publicada en Ediciones Papel Sobrante de Medellín, cuyo director era Óscar Hernández M.; luego hubo algunas publicaciones menores en El Tiempo a mediados de la década de 1960, como sus ensayos sobre la universidad y sobre Lukács. Picos estimulantes en la década de 1970 fueron dos ediciones de Juan Gustavo Cobo Borda, en su momento director editorial de Colcultura: Horas de estudio de 1976 y una versión muy suya de “La literatura colombiana en el siglo XX”, publicada en el tomo III del Manual de historia de Colombia de 1979.38 Esta labor continuó en Procultura, bajo la dirección de Santiago Mutis, con el adusto Aproximaciones de 1986.39 Las entrevistas publicadas en Lecturas Dominicales de El Espectador,40 impulsadas por José Hernán Castilla y mi persona, y por las que agradecemos la complacencia de Ana María Cano, fueron como un boom incidental para una bienvenida condicionada al profesor ensayista radicado en Bonn.41

      Un colectivo de estudiantes de la Universidad de Caldas,