Entonces, vemos como una situación determinada (como el berrinche) puede generar muchas veces confusión entre lo que es esperable que le suceda al niño según la edad y lo que requiere intervención o un tratamiento en particular. De esto se entiende que los niños menores de 5 años pueden tener berrinches y esto no generaría la necesidad de indagar en profundidad la causa, porque es normal en esa edad. Por otro lado, los niños que no desarrollaron la capacidad de frustración se beneficiarían de un abordaje de orientación a padres que les permita entrenar y desarrollar recursos de autorregulación, mientras que el último grupo requerirá un abordaje acorde a su trastorno o patología de base.
Avancemos un poco, y veamos cómo buscar ayuda cuando creemos que algo no funciona como es esperable.
¿A QUIÉN CONSULTAR?
Cuando los padres comienzan a buscar una respuesta al malestar emocional de su hijo es frecuente que no sepan a quién recurrir.
Por un lado, existe cierto desconocimiento sobre las distintas baterías diagnósticas, es decir, sobre el conjunto de test o pruebas que se administran al niño y cuyos resultados permiten saber si lo que se observa en él es esperable o no para su edad, y a qué puede deberse. En la desesperación muchas veces se consulta a diferentes especialistas sin saber bien cuál es la batería diagnóstica más acertada para el problema en cuestión.
A eso se suma que hablar de evaluación psicodiagnóstica es tan amplio y poco específico que en ocasiones los padres terminan recibiendo devoluciones que mencionan la no resolución del complejo de Edipo, pero que no dicen nada sobre por qué el chico hace berrinches 23 veces al día.
Muchas veces es el pediatra quien debe definir la ruta de diagnóstico, pero otras, hasta el mismo médico clínico se ve confundido sobre cuál es el mejor camino para despejar las causas del problema que le llevan los padres.
Como padres es muy importante poder evaluar si el especialista al que nos han derivado es el más idóneo para atender a nuestro niño. Nos gustaría mostrarte ciertos lineamientos básicos que pueden ser útiles al momento de decidir quién es el profesional más indicado en función del problema que aparece, y sabiendo que no queremos perder tiempo valioso ni quemar recursos que no abundan.
Una vez terminado el proceso de evaluación, lo ideal es llegar a un diagnóstico. La conducta y el aprendizaje son expresiones de desarrollos neurobiológicos que interactúan en un determinado contexto y, como tales, requieren de un diagnóstico que permita definir cuál es el tratamiento más adecuado, el que deberá definirse según la especificidad del paciente y el objetivo que desea obtenerse.
CUANDO LLEGA EL DIAGNÓSTICO
Cuando una persona –sea niño, adolescente o adulto– es sometida a una serie de entrevistas con profesionales de la salud, se debe arribar a un diagnóstico. En general, cuando la consulta se hace por un hijo, los padres solemos preguntar más sobre ¿qué hay que hacer?, y no tanto sobre ¿qué es lo que tiene? La angustia que nos genera saber que algo le pasa a nuestro hijo muchas veces no nos permite pensar de manera ordenada. Sin embargo, es fundamental tener un diagnóstico.
Para obtener un buen diagnóstico lo ideal es contar con un equipo interdisciplinario que proporcione una mirada final, única y complementaria, que englobe todas las dificultades del niño y permita tener un abordaje lógico, es decir, que el niño no esté abarrotado de terapias que le impidan mantener una vida recreativa y lúdica. En el caso en el que no se consiga un equipo interdisciplinario que trabaje con un profesional que coordine las evaluaciones y aúne los resultados, es importante que se defina quién va a llevar adelante ese rol.
Algunas preguntas que los padres no deberían dejar de hacerle al profesional son: “¿Qué tipo de tratamiento está ofreciendo para mi hijo?”; “¿Cuál es la evidencia y la tasa de efectividad que ese tratamiento tiene?”.
Suele pasar que, cuando se indaga a los padres sobre qué tipo de tratamiento está recibiendo su niño y cuál es el objetivo buscado, pocas veces tienen esa información. En cambio, cuando un cirujano nos indica a nosotros que debemos operarnos de cálculos en la vesícula, solemos preguntar: “¿Cómo será la cirugía?”, “¿Cuánto durará y qué resultados se esperan?”. Sin embargo, la mayoría de las veces no hacemos las mismas preguntas a un psicólogo o psicopedagogo, aunque ellos también son parte del sistema de salud.
Los niños expresan dificultades en diferentes áreas de funcionamiento a través de expresiones conductuales, de la disminución del rendimiento académico o con miedos. Esto son algunos ejemplos:
— Los trastornos de conducta pueden ser la expresión de un trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), conducta oposicionista desafiante (TOD/ODD), desregulación emocional severa del humor, trastornos del ánimo, trastornos de ansiedad, trastorno obsesivo-compulsivo (TOC), entre otros.
— Las dificultades en el ámbito escolar pueden estar relacionadas con los trastornos de aprendizaje específico (dislexia, discalculia, dispraxia).
— Pueden presentarse también dificultades en el lenguaje, como tartamudez, dificultades de expresión, ausencia de lenguaje verbal, o dificultades de conexión con otros, como en la condición de espectro autista (CEA).
Cuando los padres reciben el diagnóstico, se movilizan muchas emociones y pasan por distintos estadios dentro del dolor que produce que un hijo tenga una dificultad. Y la angustia muchas veces puede generar que se elija la opción de diagnóstico más benévola o liviana, lo cual no es lo más adecuado.
Lo importante es entender que el cerebro de un niño está en pleno proceso de desarrollo y que, si bien el diagnóstico que se da es ajustado a lo que el niño presenta, a veces el crecimiento y la intervención adecuada permiten que con el tiempo las características hoy descritas se modifiquen. Por eso, muchas veces decimos que los diagnósticos en la infancia se escriben con lápiz. Pero eso no significa que no debamos trabajar con un diagnóstico según los manuales internacionales (como el dsm, que es un manual donde los profesionales encuentran los criterios necesarios para definir que alguien padece un trastorno del área mental), pues eso es lo que nos permitirá trazar una ruta de intervención, con objetivos medibles y claros.
Otro de los sentimientos que suelen aflorar al recibir el diagnóstico de un hijo en el campo de la salud mental es la culpa. Habitualmente, los padres, familiares e incluso docentes suelen atribuir las dificultades de los niños a caprichos o mala crianza, lo que lleva a que los padres en algún momento reten o castiguen a sus hijos. Pero cuando comprenden que estas faltas de conducta o mal rendimiento académico no dependían de la voluntad del niño, la sensación de culpa los invade y suelen cambiar de las penitencias a la permisividad total, lo cual tampoco es una solución al problema. Los padres no tienen por qué saber qué le sucede a un hijo, para eso están los especialistas. Pero sí es importante tener en cuenta que la culpa no es buena consejera en la crianza de ningún niño, con o sin dificultades.
Los padres no son culpables de las condiciones de sus hijos, pero en el momento en que saben el porqué de la dificultad, son los responsables de ofrecerles el mejor tratamiento posible.
¿QUIÉN SE TRATA CUANDO TRATAMOS A UN NIÑO?
Es importante destacar que cuando un niño tiene alguna dificultad, esto involucra también a su contexto. Es común observar que la calidad de vida de todo el grupo familiar sufre un gran deterioro.
Es por esto que los padres son parte fundamental de los tratamientos que involucran a sus hijos. En los tratamientos con niños y adolescentes, la orientación