y, sobre todo, “indios”. Para el Estado, indio era, en última instancia, una categoría fiscal, ya que las autoridades defendían una definición tautológica de lo que constituía un indio: aquel que pagaba el tributo de los indios y, en tiempos coloniales, aquel que cumplía una serie de otras obligaciones, tales como la mita. Con pocas excepciones —como los caciques y los sacristanes—, todos los indios varones cuya edad estaba entre 18 y 50 años pagaban el tributo, del cual estaban exentos aquellos que no eran indios y, hasta su abolición en 1854, el tributo sirvió para reafirmar las definiciones raciales en el Perú. En el período cubierto por el presente estudio, los indios no rechazaban masivamente esta categoría. Si bien encontraremos gente que desafía las categorías raciales y que utiliza comprensiones divergentes de lo que significa ser un indio, quienes no eran indios y también los propios indios usaban constantemente el término. La Independencia no debilitó la bifurcación del Perú entre los indios y quienes no lo eran.30 Es más, en el Perú, las líneas divisorias entre ambos estuvieron más claramente trazadas que en México, el otro centro de la América hispana, y los grupos intermedios, aunque eran importantes, tenían un significado comparativamente menor.31
El otro extremo del espectro social, la élite, cambió entre 1780 y 1840. Muchos de los comerciantes y propietarios de hacienda más prominentes eran inmigrantes españoles ambiciosos que habían llegado a Cusco en el siglo XVIII, y que establecieron negocios y redes políticas a través de matrimonios con miembros de familias poderosas, y de préstamos de dinero y pago de fianzas a las autoridades coloniales. Como sus coterráneos en todo el continente, manejaban un portafolio diversificado, centrando sus intereses en la ciudad de Cusco. Una búsqueda de la clase dominante de Cusco nos conduce al vecindario que rodea la Plaza de Armas más que a las haciendas de la región. Las que constituían las principales familias en 1780 —Ocampo, Ugarte, Guisasola, La Madrid, Gutiérrez, entre otras— cincuenta años después ya no dominaban el Cusco.32 La violenta rebelión de Túpac Amaru, la decadencia del mercado del Alto Perú, la derrota de los españoles, y otros factores, condujeron a muchos de ellos a emigrar. Este libro examina quiénes los reemplazaron y por qué razones, siguiendo al auge de un nuevo grupo que se adaptó o incluso obtuvo ganancias de la larga guerra de la Independencia, y que forjó lazos con Gamarra y otros líderes políticos.
Es relativamente fácil definir los dos extremos sociales de la sociedad colonial, los indios y las élites. Pero los grupos intermedios plantean problemas mayores. Si bien Cusco tenía una escasa población blanca, la población mestiza era numerosa y constituía casi una cuarta parte de la población de la región. Esta gente diversa aparece a lo largo de este libro; se trata de individuos ubicados económica, cultural o políticamente “entre” los españoles y los indios: los comerciantes que no tenían los contactos o el capital de la élite, así como residentes de los pequeños pueblos a lo largo del Camino Real y las vecindades más pobres de la ciudad de Cusco; muchos de ellos participaron como líderes y seguidores en las rebeliones de Túpac Amaru y Pumacahua. Luego de la Independencia, los legisladores reconocieron a este grupo incluyéndolos en la lista de tributos como castas. Si bien este nuevo tributo abarcaba a todas las personas que no eran indígenas, incluyendo a los comerciantes ricos y a los terratenientes, la mayoría eran trabajadores pobres del campo con una serie de ocupaciones. Con frecuencia, las facciones políticas opuestas en el Cusco posterior a la Independencia se vieron enfrentadas respecto al lugar que los mestizos habrían de ocupar en la República. Este libro presta particular atención al rol de los intermediarios culturales —caciques, párrocos y arrieros, sobre todo— que mediaban entre la sociedad indígena y las políticas regional y nacional. Esta perspectiva trae luces en torno a las nociones opuestas y cambiantes sobre raza y sociedad, que constituyen un tema fundamental de la difícil transición del Perú de la Colonia a la República.
Organización
Entre noviembre de 1780 y abril de 1781, los rebeldes Túpacamaristas controlaron la mayor parte del sur del Perú y casi llegaron a tomar el Cusco. La rebelión, que es el tema del segundo capítulo, se extendió desde su base en Tinta, al sur de Cusco, hasta lo que hoy en día es el norte de Argentina, Chile, Bolivia y gran parte del Perú. Los rebeldes destruyeron los obrajes y las haciendas, ahuyentaron y ocasionalmente asesinaron a las autoridades, y en algunas zonas crearon un Estado paralelo; el saldo final fue de unas 100 000 personas muertas. Luego de seguir muy de cerca el curso de la rebelión, el presente trabajo subraya esta plataforma protonacional, pues, si bien múltiples corrientes ideológicas, tales como el pensamiento de la Ilustración, el revitalismo neo-Inca y el descontento en relación a las reformas de los Borbones nutrieron esta rebelión, el liderazgo puso énfasis en los lazos entre todos aquellos peruanos nacidos en el Perú y en la necesidad de expulsar a los españoles. Las divisiones sociales y raciales, sin embargo, socavaron esta plataforma y, por su lado, el Estado colonial mostraba esta rebelión como una guerra de castas con el fin de reforzar sus propias actividades militares. La comunidad peruana de criollos, mestizos, indios y negros —la visión de Túpac Amaru— compartía la oposición al dominio español; sin embargo, también desconfiaban unos de otros. Estas tensiones, asimismo, marcaron o estropearon los esfuerzos por la formación del futuro Estado.
La derrota del levantamiento y la ejecución brutal de sus líderes, significaron tiempos difíciles para la población indígena del Cusco, que constituía la base de masas de la rebelión. De esta manera, el Estado sancionó con duras medidas antiindígenas, los ideólogos condenaron a los indios por su atraso y violencia, y las autoridades locales pusieron en cuestión la autonomía política de los indios. Sin embargo, como lo muestra el tercer capítulo, el Estado colonial no pudo “reconquistar” la región luego de la derrota de los rebeldes. Tampoco le fue posible aumentar significativamente la carga de impuestos que extraía o disolver la autonomía de que disfrutaban los caciques, porque era reticente a invertir en un sistema administrativo más efectivo. Más aún, el temor a otro levantamiento y la economía estancada de la región disuadieron al Estado y a aquellos que no eran indígenas —quienes recordaban vívidamente el levantamiento de Túpac Amaru— de intentar usurpar las tierras de los indios y explotar su mano de obra. Se analiza de manera especial las gestiones que los indios hacían —especialmente la utilización del sistema legal— para enfrentar tanto al Estado como a los intrusos. Los procesos judiciales indican que las relaciones de poder local variaban muchísimo entre una y otra comunidad, pues en algunas de estas los caciques permanecían en el poder, mientras que en otras eran reemplazados por indios e incluso por personas que no eran indígenas. Las dificultades que las autoridades borbónicas hallaron eran un síntoma y, a la vez, prefiguraban al impasse poscolonial entre el Estado y los campesinos indígenas. Ni la Colonia ni el Estado republicano pudieron imponer su voluntad sobre el campesinado andino.
Desde el levantamiento de Túpac Amaru hasta la rebelión de Pumacahua (1814-1815), el sur andino fue escenario de numerosos levantamientos indígenas. Luego de 1815, sin embargo, el centro de la lucha por la Independencia se trasladó a la costa y a Lima. En este momento, las fuerzas patriotas tuvieron que apoyarse en generales extranjeros —José de San Martín, de Argentina, y Simón Bolívar, de Venezuela—, quienes dirigieron la lucha contra los españoles. El cuarto capítulo analiza este rompecabezas y revisa la larga guerra de Independencia del Perú (1808-1824), mirándola desde el Cusco, y muestra que, en 1815, las divisiones habían desmantelado a los movimientos ubicados en el sur andino. En esos momentos, la población indígena no solo había sido asolada por la guerra, sino que también se encontraba con sus esperanzas frustradas y la desilusión cundía. No solo sale a la luz la adhesión de muchos pueblos al dominio español, sino que se demuestra que el pueblo del sur andino contempló —y en algunos casos combatió a favor de— otras alternativas tales como el revitalismo Inca y variantes de monarquía, remodelándolas de acuerdo a sus tradiciones y objetivos políticos. En contra de lo que dice la historiografía liberal y nacionalista, el reemplazo del domino español por un sistema republicano no era inevitable.
El quinto capítulo estudia el caudillismo y la formación del Estado posindependentista a través del análisis de la coalición de Agustín Gamarra en su Cusco natal. Luego de que se cambió del ejército realista al ejército patriota en 1821, Gamarra fue investido del grado de general, fue el primer prefecto del Cusco y, en dos oportunidades, presidente del Perú. En Cusco, Gamarra creó una coalición heterogénea: