otros diarios que surgían en Valencia como respuesta a presiones políticas), el periódico logró consolidarse y convertirse en un punto de referencia importante para los militantes republicanos. Como afirma Laguna, El Pueblo no sólo informaba de la realidad, sino también en numerosas ocasiones hacía de las propias actividades del periódico, o de las personas que lo sustentaban, realidad informativa.6 El blasquismo disponía de un vehículo que difundía, cada vez en mayor medida, la vida social del movimiento blasquista, las actuaciones del partido y de sus militantes. De este modo, El Pueblo, logró mantener una tirada de 10.000 ejemplares siendo, junto con Las Provincias, que publicaba 12.000 ejemplares, uno de los diarios más leídos de la ciudad en ese tiempo.7
También en el periódico, se trataban las cuestiones diarias de la ciudad, del parlamento y del Gobierno de la nación, haciendo la política cercana para los ciudadanos, como cercanos y reconocibles eran los periodistas y correligionarios que en muchos casos protagonizaban las noticias. Pero el propio periódico y sus colaboradores se representaban, además, como la garantía de que los militantes obtenían, a través de sus páginas, una información veraz que no se supeditaba a ningún interés ajeno al propio republicanismo. En 1897, acusados de que los redactores de El Pueblo recibían dinero del alcalde para difundir determinadas noticias, los periodistas del diario se defendían con las siguientes palabras: «Los redactores de este periódico, si bien son pobres, son harto dignos para vender su conciencia y su pluma».8
Esta misma actitud se repite en el año 1901, cuando El Pueblo anuncia su segunda época. Más que un periódico de opinión, el diario era para los propios blasquistas un símbolo de la autonomía y de la libertad de los republicanos. Como ellos mismos afirmaban:
En siete años de vida, su director ha ido cinco veces à la cárcel (y no por un día ni una semana); muchos de los redactores de El Pueblo han sufrido igual suerte; entre todos los compañeros de la redacción contamos con más de doscientos procesos por nuestras campañas periodísticas.9
Representándose a sí mismos como capaces de enfrentarse a las autoridades y defender la libertad de expresión,10 el periódico sobrepasaba los límites del periodismo informativo y se constituía en un vehículo de difusión de los ideales blasquistas y en la conexión necesaria entre todos los grupos afines al republicanismo y al librepensamiento, que difundían a través de sus páginas sus actividades. Como afirma Reig, «El Pueblo es nexo de unión y activador, cohesiona, agita y educa. Es el medio de identificación partidista por el que el lector se siente militante».11
Y aunque la gente humilde leía poco y los que leían el periódico eran sobre todo militantes republicanos, Pigmalión, rememorando esos años, nos deja percibir el interés que el diario blasquista despertaba entre los trabajadores:
En mi taller de tranvías eléctricos éramos unos cuarenta operarios. De éstos sólo dos comprábamos el periódico de Blasco, El Pueblo, que valía cinco céntimos; los demás se abstenían de leerlo por analfabetos o por no gastar tal cantidad. A la hora del almuerzo, ocho de la mañana, estos trabajadores se reunían en grupos para charlar durante el almuerzo. En un grupo de unos veinte les leía yo el periódico en voz alta mientras comían.12
Puesto que la lectura es también un proceso histórico determinado, cuyas modalidades y modelos –como afirma Chartier–13 varían, según el tiempo, los lugares y los grupos a quienes van dirigidas, las significaciones de un texto van más allá de su comprensión puramente semántica y dependen de las formas a través de las cuales el texto es recibido y apropiado por sus lectores.
El hecho de que la lectura de El Pueblo alcanzase una notable difusión en la ciudad y se realizase incluso en voz alta en las fábricas y, posiblemente, en los casinos y demás organizaciones republicanas, nos permite además apuntar varias consideraciones. Los afines a la causa no dudaban en diferenciarse y en mostrar en público su ideología, escuchando en los espacios de trabajo o de ocio –es decir, ante el resto de la comunidad–, las noticias y artículos que contenía el periódico. Su interés por estar informados y en contacto diario con el órgano de difusión del republicanismo suponía, además de formar parte de una red de afinidades, un acto de autoafirmación frente al exterior. Entre quienes se reunían a escuchar la lectura, además, se atenuaban las fronteras entre alfabetos y analfabetos, entre los que podían o no podían comprar el periódico.
De este modo es posible afirmar que, en el siglo XIX, el auge de la prensa y la defensa en pro de la libertad de opinión no sólo caracterizó, como señala Habermas, el cambio funcional de la red de comunicación pública, sino que también contribuyó a la «politización de la vida social».14 La política, a través de El Pueblo se fue haciendo comprensible y abarcable. El periódico era también la expresión de críticas y aspiraciones respecto a muy variados aspectos de la vida cotidiana, que se hacían, de este modo, parte de la actividad política.
Sin duda, como reflexiona también Habermas, el carácter patriarcal de la nueva publicidad burguesa excluyó en su origen a las mujeres, al igual que a los trabajadores, campesinos y «populacho» en general. Como la misma política liberal, la prensa incurrió en una contradicción flagrante respecto a lo que eran las premisas esenciales de su autoentendimiento. La publicidad política, en un principio, fue dominada por los hombres de determinados sectores sociales y quedó determinada, de una manera sexista, tanto en sus estructuras como en sus relaciones con la esfera privada. Sin embargo, los mecanismos mismos de la publicidad liberal, excluyendo a los «otros» –que constituían el afuera de su propio proyecto– no reparó en que la propia publicidad estaba culturalmente tan entrelazada con lo que trataba de excluir, que acabó sucediendo que, desde dentro, los propios excluidos fueron transformando la propia prensa.
El periódico El Pueblo, autoidentificándose en sus discursos con los excluidos, dio cuerpo y sentido, voz y participación a las inquietudes y movilizaciones de los trabajadores y, en algunos casos, también a las mujeres, que pudieron plantear en sus páginas sus propias demandas.
Resulta también cierto que la prensa republicana y las élites intelectuales que la difundieron, al no encontrar acomodo en el sistema propuesto por la Restauración, en muchos casos trataron de difundir planteamientos racionalistas e igualitarios a través de discursos populistas, basados en dicotomías que enfrentaban a un pueblo idealizado con los oligarcas, políticos caciquiles y jesuitas indiferenciados y de variados pelajes.
Sin embargo, esta simplicidad de los discursos populistas, de algún modo, potenciaba el poder latente de los sectores sociales más desfavorecidos, llegando a representar la acción colectiva popular como un mecanismo básico para transformar la sociedad. En este sentido El Pueblo decía:
Espero la salvación de España con la solución definitiva de las cuestiones pendientes, no de los partidos políticos, ni de los estadistas, ni de los generales, ni de las intervenciones extranjeras que se buscan sin pudor, sino de la plebe descamisada, que será tardía, pero cierta.15
Por ello, lo que se pretende analizar en los discursos blasquistas no es la veracidad de los columnistas habituales del periódico, ni los mayores o menores aciertos del partido, sino el proceso de conformación de determinadas identidades que se difundían entre sus lectores. La plebe descamisada dispuso a través del periódico de un vehículo que acrecentaba su autoidentificación, lo que les permitió experimentar el poder de sus actuaciones en las prácticas cotidianas.
Como también afirma Suárez Cortina, el periodismo republicano