Luz Sanfeliu Gimeno

Republicanas


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fraternidad y los razonamientos, que debían desterrar las pasiones y el instinto como métodos antiguos en los que se basaban las relaciones humanas.

      En el artículo titulado «Pueblos bárbaros», las palabras del propio Blasco Ibáñez lo expresan del siguiente modo:

      Para cambiar la sociedad había que iniciar un proceso de culturización, de civilización, o de «afeminamiento», como lo hubieran llamado los «valientes» de entonces, un proceso que consistió en que los hombres más desfavorecidos, los trabajadores que disponían tan sólo del tiempo de ocio para instruirse y participar en otro tipo de prácticas culturales y políticas, debían racionalizar y encauzar su tiempo libre y sus diversiones. Debían, por tanto, transformar en claves lógicas y razonables, tendentes a un fin preciso, los parámetros que regían sus pautas relacionadas con las diversiones para hacerlas social y políticamente útiles.

      Por todo ello, la resignificación que el blasquismo pretendía hacer de la identidad masculina asociaba reiteradamente el embrutecimiento del pueblo con el aprovechamiento que las ideologías reaccionarias hacían de la brutalidad y la incultura de los hombres. Un pueblo culto y progresista debía utilizar de una forma más adecuada su tiempo libre, ya que determinadas diversiones, además de ser bárbaras y atrasadas, aletargaban a la masa e impedían a los individuos preocuparse por los problemas que tenía la nación.

      Para los republicanos valencianos el problema era que desde la política nacional se favorecía la incoherencia de estos comportamientos y no se promovían otro tipo de distracciones relacionadas con la educación o la cultura del pueblo.

      Desde el punto de vista de los blasquistas, un caudal inmenso de energías masculinas que debían destinarse a hacer frente a la incultura y al atraso nacional se «distraían» en diversiones ilusorias y anacrónicas, y los políticos no prestaban atención a la instrucción y al fomento de la capacidad intelectual del pueblo, que en este caso, eran en realidad los hombres. La ley del más fuerte, las peleas entre hombres, el valor torero y sanguinario, debían dejar de ser símbolos del valor masculino. Las prácticas embrutecedoras del juego, la embriaguez, los toros o el uso de la violencia personal mantenían la ilusión entre los hombres, sobre todo entre los de clases populares, de que podían «ser alguien» e imponerse sobre los demás; o las distracciones «bárbaras» podían ayudarles a evadirse momentáneamente de la miseria y de la mediocridad en que vivían. Como los propios hombres, la nación debía dejar atrás sus propios mitos e implicarse en la «verdadera» civilización. La «civilización», relacionada con una nueva autopercepción de los sujetos, suponía que los hombres se hacían conscientes de que las transformaciones sociales y la mejora de sus condiciones de vida dependían también de ellos mismos, de su propia capacidad de instruirse y comprometerse políticamente, aplicando su tiempo de ocio en tareas útiles que realmente reportasen algún beneficio a la colectividad.

      En este sentido, la educación, el pensamiento, la racionalidad, el compromiso social y las actuaciones políticas debían ser los nuevos símbolos de la masculinidad. El valor viril era saber enfrentarse políticamente a quienes pretendían mantener a los más desfavorecidos en el atraso cultural y en la subordinación. El nuevo valor masculino era comprometerse en las organizaciones obreras que defendían los intereses de los trabajadores y reivindicar pausadamente, pero con contundencia, los derechos que las leyes otorgaban a los ciudadanos. Por ello, la violencia masculina individual debía transformarse en violencia colectiva y política. Y esta nueva valentía masculina para enfrentar las injusticias sociales era el «verdadero» signo de la virilidad.

      Del mismo modo, en un artículo titulado «Lo que aquí falta», cuando los blasquistas acusan a los liberales y a los propios republicanos de fomentar la pasividad política no dudaban en preguntarse:

      La «auténtica» virilidad para los blasquistas, se relacionaba directamente con la capacidad de los hombres de intervenir políticamente y hacer frente a lo que ellos consideraban injusto y arbitrario. Así, no era extraño que en un artículo titulado «Sólo quedan las mujeres» llegaran a decir:

      Un amigo nuestro dice con muy buen sentido que todavía España tiene un áncora de salvación: las mujeres.

      Ellas son las que de años á esta parte dan pruebas de virilidad en España, las que se imponen á las autoridades en motines y asonadas, las que silban á los malos españoles.