fraternidad y los razonamientos, que debían desterrar las pasiones y el instinto como métodos antiguos en los que se basaban las relaciones humanas.
En el artículo titulado «Pueblos bárbaros», las palabras del propio Blasco Ibáñez lo expresan del siguiente modo:
No hay en el mundo gente más valiente que nosotros –se dicen–; al enemigo que cae lo escabechamos; la matanza o el incendio son nuestros medios de convicción; nuestra ley la del más fuerte; nuestra diversión, ver correr la sangre. Vivimos aislados de la civilización que es el afeminamiento; seamos fieles al taparrabos y al rompecabezas; símbolo del valor.84
Para cambiar la sociedad había que iniciar un proceso de culturización, de civilización, o de «afeminamiento», como lo hubieran llamado los «valientes» de entonces, un proceso que consistió en que los hombres más desfavorecidos, los trabajadores que disponían tan sólo del tiempo de ocio para instruirse y participar en otro tipo de prácticas culturales y políticas, debían racionalizar y encauzar su tiempo libre y sus diversiones. Debían, por tanto, transformar en claves lógicas y razonables, tendentes a un fin preciso, los parámetros que regían sus pautas relacionadas con las diversiones para hacerlas social y políticamente útiles.
Por todo ello, la resignificación que el blasquismo pretendía hacer de la identidad masculina asociaba reiteradamente el embrutecimiento del pueblo con el aprovechamiento que las ideologías reaccionarias hacían de la brutalidad y la incultura de los hombres. Un pueblo culto y progresista debía utilizar de una forma más adecuada su tiempo libre, ya que determinadas diversiones, además de ser bárbaras y atrasadas, aletargaban a la masa e impedían a los individuos preocuparse por los problemas que tenía la nación.
En este sentido, también, las corridas de toros fue otro de los temas favoritos que utilizaron los republicanos para relacionar, ocio masculino, violencia, incultura y política.85
Para los republicanos valencianos el problema era que desde la política nacional se favorecía la incoherencia de estos comportamientos y no se promovían otro tipo de distracciones relacionadas con la educación o la cultura del pueblo.
Como decía otro articulista del periódico; «No me gustan las corridas de toros. Pero, ¿y las carreras de caballos, el boxeo, los cabarets? Hagamos una campaña culta contra todo esto».86
Desde el punto de vista de los blasquistas, un caudal inmenso de energías masculinas que debían destinarse a hacer frente a la incultura y al atraso nacional se «distraían» en diversiones ilusorias y anacrónicas, y los políticos no prestaban atención a la instrucción y al fomento de la capacidad intelectual del pueblo, que en este caso, eran en realidad los hombres. La ley del más fuerte, las peleas entre hombres, el valor torero y sanguinario, debían dejar de ser símbolos del valor masculino. Las prácticas embrutecedoras del juego, la embriaguez, los toros o el uso de la violencia personal mantenían la ilusión entre los hombres, sobre todo entre los de clases populares, de que podían «ser alguien» e imponerse sobre los demás; o las distracciones «bárbaras» podían ayudarles a evadirse momentáneamente de la miseria y de la mediocridad en que vivían. Como los propios hombres, la nación debía dejar atrás sus propios mitos e implicarse en la «verdadera» civilización. La «civilización», relacionada con una nueva autopercepción de los sujetos, suponía que los hombres se hacían conscientes de que las transformaciones sociales y la mejora de sus condiciones de vida dependían también de ellos mismos, de su propia capacidad de instruirse y comprometerse políticamente, aplicando su tiempo de ocio en tareas útiles que realmente reportasen algún beneficio a la colectividad.
En este sentido, la educación, el pensamiento, la racionalidad, el compromiso social y las actuaciones políticas debían ser los nuevos símbolos de la masculinidad. El valor viril era saber enfrentarse políticamente a quienes pretendían mantener a los más desfavorecidos en el atraso cultural y en la subordinación. El nuevo valor masculino era comprometerse en las organizaciones obreras que defendían los intereses de los trabajadores y reivindicar pausadamente, pero con contundencia, los derechos que las leyes otorgaban a los ciudadanos. Por ello, la violencia masculina individual debía transformarse en violencia colectiva y política. Y esta nueva valentía masculina para enfrentar las injusticias sociales era el «verdadero» signo de la virilidad.
Así, cuando una delegación de republicanos españoles visita Bélgica y los socialistas belgas «presionan» para que los republicanos españoles acudan al parlamento de aquel país, los socialistas granadinos felicitan a los obreros belgas por «vuestra protesta, honrada, viril y revolucionaria».87 Igualmente, no dudaban en alabar con palabras que hacían referencia a su virilidad a un ex-concejal republicano que se resistía a las presiones de Capriles que en 1904 ejercía de gobernador civil de Valencia y con el que los blasquistas republicanos mantenían enfrentamientos:
La junta directiva del Casino de Unión Republicana acordó en la sesión de ayer felicitar al digno exconcejal D. José María Codeñea por la viril y gallarda contestación dada á Capriles con motivo del requerimiento de éste para que aceptase una concejalía interina ó de esquirol.88
Del mismo modo, en un artículo titulado «Lo que aquí falta», cuando los blasquistas acusan a los liberales y a los propios republicanos de fomentar la pasividad política no dudaban en preguntarse:
Qué de extraño tiene la metamorfosis de ciudadanos viriles en inmensa borregada, si han matado las energías populares los mismos que debieron trabajar por robustecerlas y desarrollarlas.89
La «auténtica» virilidad para los blasquistas, se relacionaba directamente con la capacidad de los hombres de intervenir políticamente y hacer frente a lo que ellos consideraban injusto y arbitrario. Así, no era extraño que en un artículo titulado «Sólo quedan las mujeres» llegaran a decir:
Un amigo nuestro dice con muy buen sentido que todavía España tiene un áncora de salvación: las mujeres.
Ellas son las que de años á esta parte dan pruebas de virilidad en España, las que se imponen á las autoridades en motines y asonadas, las que silban á los malos españoles.
Los hombres han quedado reducidos al papel de tropa asustadiza y ni se resuelven á dar un silbido allí donde hace falta por temor á que les resulte perjuicio.90
Simbólicamente, la nueva virilidad no se basaba en una violencia prepotente y personal que se ejercía entre iguales, sino en la capacidad de los nuevos sujetos para hacer frente y denunciar los problemas colectivos que eran siempre políticos. La violencia colectiva, aunque la ejerciesen las mujeres era, por tanto, además de un exponente de la virilidad, una forma legítima de transformar la política.91 Por eso los blasquistas trataban de espolear la masculinidad de los hombres afirmando que, en los últimos años, las mujeres eran las únicas que demostraban virilidad en España al enfrentarse a las autoridades. Y, por eso, también eran capaces de titular otro artículo con palabras que decían: «Gobierno femenino». Los fracasos de la Marina y la pasividad con que el Señor Moret aceptaba las agresiones que había sufrido la embajada española en Washington, les llevaba a afirmar:
No es extraño que esto ocurra, ya que la nación está regida por seres débiles y por un gobierno cuyo inspirador es un hombre con espíritu femenino.92
Hábilmente demagógicos, los blasquistas utilizaban los atributos genéricos con más o menos valor según se refiriesen a lo «viril» o a lo «femenino», según su propia conveniencia. Sin embargo, para los