Enrique Carpintero

El erotismo y su sombra


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La realidad cultural de los sujetos y del ambiente familiar y social que los rodean queda relegada a un segundo plano. La teoría de la psiquiatría biológica afirma que la enfermedad mental es exclusivamente producto de un desequilibrio químico en el cerebro donde el padecimiento psíquico queda reducido a un circuito neuronal.

      Pero esta situación debe ser entendida en el interior de una cultura del sometimiento donde la medicalización de la vida cotidiana es una de sus consecuencias.

      Lejos estamos de Sabin y Salk, que no patentaron sus vacunas antipoliomelíticas por considerarlas un beneficio para la humanidad. Hoy la salud es un valor del mercado donde lo importante son las cifras que se facturan. El marketing predomina sobre la epidemiología. Esta red de intereses altera la relación médico-paciente y ha llevado al aumento en forma alarmante de la automedicación. Grandes campañas publicitarias en los medios de comunicación ofrecen las bondades de un medicamento como si fuera cualquier producto para consumir. La ingesta de remedios se la ha naturalizado como una forma de vida. Ansiolíticos, analgésicos, laxantes, antiácidos y multivitamínicos no sólo se venden en las farmacias, sino en quioscos y supermercados. Se estima que el 20 % de los medicamentos se ofrecen por fuera de los circuitos legales de comercialización. Su consecuencia es que nuestro país esta considerado un “subconsumidor” de medicamentos y se encuentra entre los primeros del mundo en el consumo de psicofármacos.

      Este monopolio médico-tecnológico, nacido en Europa y EE.UU., da lugar a modelos neopositivistas donde la única valoración es la biología como determinante del proceso salud-enfermedad. Desde allí no se piensa en enfermos, sino en enfermedades de pacientes que pueden pagar los altos costos de la tecnología médico-farmacológica. Esta situación está llevando a que millones de personas en nuestro país y en el mundo mueran por no poder acceder a tratamientos básicos o mueran de paludismo, chagas, dengue y tuberculosis. Es decir, enfermedades que no dan rédito económico ya que para evitarlas es necesario el trabajo preventivo y mejorar la calidad de vida de la población afectada.

      En el campo de la Salud Mental la medicalización se fomenta a partir de la hegemonía que ha adquirido la psiquiatría biológica. Frente al desarrollo de las neurociencias la psiquiatría ha dejado de lado el modelo de la psicogénesis para resolver el conflicto en beneficio de una clasificación de las conductas que reduce el tratamiento a la supresión de los síntomas. La enfermedad es una falla que hay que suprimir y no un problema a entender donde hay que dar cuenta de una etiología. Desde esta perspectiva, el psicoanálisis es cuestionado por aquellos que han retrocedido a un neopositivismo que reduce el pensamiento a un circuito neuronal y el deseo a una secreción química.

      Para ello cuentan con el DSM IV (Manual de Diagnóstico y Tratamiento de los Trastornos Mentales de la American Pychiatric Association) que psiquiatrizó la vida cotidiana en tanto toda conducta puede ser definida como un trastorno. Este es un manual basado en el esquema de síntomas-diagnóstico-tratamiento elaborado a partir de las neurociencias y el uso de psicofármacos. A pesar de su utilidad epidemiológica el paciente es etiquetado con un diagnóstico que deja de lado su particularidad y las posibilidades de realizar un trabajo interdisciplinario. Su objetivo no es organizar un tratamiento pertinente, sino clasificar cada trastorno para poder aplicar la droga correspondiente: trastorno de aprendizaje con déficit de atención, Ritalina; depresión, Fluoxetina; ansiedad generalizada, Lorazepam y así sucesivamente.