Ángeles Finque Jiménez

La intervención del socialismo en la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930)


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desde un principio mucho más disconformes y rechazaron el régimen dictatorial, como fue el caso de Santiago Alba, quien juzgó equivocado el modo de proceder de los militares, por lo que abandonó España.37Ante la persecución y el procesamiento que Primo de Rivera realizó hacia su persona, acusándolo de apropiarse del dinero destinado a la guerra de Marruecos cuando ejercía el cargo de ministro de Estado, Alba defendió su inocencia. En una serie de escritos, unos publicados en la prensa extranjera, otros enviados a políticos españoles, como el remitido al conservador José Sánchez Guerra o al propio monarca, abogó por su actuación en el Gobierno y por su honor. Así, desde Biarritz, el 18 de septiembre de 1923 publicó una carta en el diario L´Echo de París, negando toda inculpación.38 Poco después, en octubre de 1923, desde Bruselas, Alba mandó una nueva carta a Alfonso XIII, exponiendo el motivo de su marcha y solicitando al Rey que se resolviera su inculpación y procesamiento, apelando a la justicia.39

      El Partido Republicano Radical, a través de su dirigente Alejandro Lerroux, pronosticó en los primeros días del pronunciamiento militar que este hecho desembocaría en el hundimiento de la monarquía. Motivado por el desgobierno de los partidos dinásticos y simpatizando con Primo de Rivera, se mostró proclive del orden y disciplina que pretendía implantar el nuevo sistema. Pero en realidad Lerroux pretendió crear un frente donde se aunaran las fuerzas de izquierda radicales para derrocar a Alfonso XIII. Sin embargo, sus planes no encontraron ambiente propicio, pues el movimiento que más le apoyaba era el catalanista, y tenía un marcado tinte separatista. Este partido no pudo acotar la etapa dictatorial aunque ya, desde 1926, la formación llamada Alianza Republicana conspiró contra la misma.

      En definitiva, todos los partidos dinásticos se mantuvieron pasivos y acataron el gobierno de los militares; se produjo una aceptación generalizada. Aunque declararon lo negativo que era anular el sistema constitucional, permanecieron inactivos y no realizaron ningún acto para restablecerlo. Esta conducta de los políticos prevaleció por la insostenible situación que atravesaba el país. En cierto modo, se sintieron aliviados con el cambio de régimen, ya que ellos no supieron resolver las distintas cuestiones de Estado. Además, la preponderancia que el sector castrense ejercía en la vida política de la nación y la aprobación de Alfonso XIII ocasionaron el cambio de sistema, aunque fuese de modo transitorio. En consecuencia, estimaron preciso un nuevo horizonte para el país, ya que el proceso de degradación del «sistema canovista» resultaba incuestionable.

      La ciudadanía percibió el golpe de Estado de modo impasible. Cada sector social desempeñó su trabajo sin alterar su vida cotidiana, todo continuó como si nada trascendental se hubiese producido. La sociedad estaba tan acostumbrada a las crisis políticas y sociales, que lo sucedido le pareció un hecho más de los acaecidos en el territorio nacional. Así, una parte de la ciudadanía respaldó a Primo de Rivera, mientras que otra permaneció expectante para ver cómo se desarrollaba el nuevo sistema autoritario.

      Las clases burguesas españolas recibieron con gran satisfacción el pronunciamiento militar, en especial la burguesía industrial catalana, cansada del desorden social y de la aguda crisis económica existente en el país. El régimen dictatorial significaba la defensa de sus intereses mermados por la conflictividad obrera, venía a resolver los graves enfrentamientos sindicales y la violencia en las calles. El restablecimiento de la paz social incrementaría la producción industrial y una mayor estabilidad en las finanzas. De ese modo, el alcalde de Barcelona, el marqués de Alella, y el presidente de la mancomunidad, Puig i Cadafalch, ambos miembros de la Lliga, manifestaron su adhesión al general Primo de Rivera. Posteriormente cambiaron de postura, cuando el marqués de Estella, ya en la presidencia de Gobierno, rechazó toda concesión nacionalista, suprimiendo la mancomunidad.

      Por el contrario, las fuerzas obreras rechazaron la sublevación militar, pero de modo pasivo; apenas se enfrentaron. La Confederación Nacional de Trabajadores (CNT) y el Partido Comunista propusieron una huelga general como repulsa al pronunciamiento, pero no fue secundada por el Partido Socialista —con la única excepción del sector regional de Vizcaya—. Por ello, dicha huelga no alcanzó repercusión. En aquel periodo la estructura del movimiento obrero era frágil y se encontraba dividida, y no pudieron perturbar el sistema autoritario.